Un extraño en mi cama romance Capítulo 105

—¿Es tu exposición?

-No.

-Entonces no daré muchas vueltas. Nadie pinta tan bien como tú. Tus pinturas son las únicas que entiendo.

Arturo sonrió vagamente y dijo:

-Está bien, te llevaré de compras el fin de semana. Podrás comprar lo que quieras.

-No soy ese tipo de mujer. No soy tan superficial. Mejor vamos al museo de robótica experimental.

—Claro.

Abril era la única persona en el mundo que preferiría tener citas en lugares como los museos experimentales o centros de ciencias. No volvimos a la oficina de inmediato. No había mucho trabajo para la tarde, así que Abril me arrastró a comprar ropa. Fuimos a la tienda a la que fui la última vez. Esa de la que me había ido sin comprar nada porque no tenía dinero. El personal me recordaba bien.

A Abril no le gustaba el mismo tipo de ropa que a mí, así que nunca había ido a estas tiendas. Naturalmente, el personal no la reconoció.

Si alguien quisiera saber lo que era la pretensión y darle un buen vistazo a la naturaleza humana, sólo tenía que visitar una tienda de marca. Los empleados te mostraban toda su desprecio sin ocultarlo en lo más mínimo. Abril llevaba puesto algo relativamente informal. Se había arreglado después de convertirse en mi asistente personal. En el pasado, andaba por la ciudad con pantalones de mezclilla y una chaqueta. Era probable que el personal no tuviera idea de la marca de su ropa. No brillaba con accesorios ni piedras destellantes. Era difícil adivinar cuánto costaba su ropa. Por otro lado, mi ropa se venía muy ordinaria. Había tomado un par de prendas sin mirar y las metí en mi maleta cuando tuve que salir corriendo a casa de Abril. Y se habían quedado ahí por días. Se veían arrugadas y necesitaban plancharse.

Paseamos por la tienda un buen rato pero nadie se molestó en atendernos. Abril señaló unos vestidos y dijo: —Se ve que esos te quedarán bien, Isabella. Sabía que te gustarían los vestidos aquí. Tienen de todos los tipos de estilos. Algunos también son apropiados para la oficina. Te harán ver como una jefa. Disculpen. —Levantó el brazo y comenzó a agitarlo—. Este y este, que la señorita se los pruebe.

El personal no se movió y se quedó con la mirada perdida. Fingían no haberla escuchado. Abril era una mujer alta. Sobresalía entre los percheros. Era imposible que no la hubieran visto.

-Disculpen, ¿hay alguien? -volvió a llamar-. Aquí estamos. ¿Nos oyen?

-Señorita, esta es una tienda de lujo. Por favor, baje la voz -dijo alguien vestida como la dueña de la tienda, derrochando desdén de manera elegantemente cordial.

Abril levantó las cejas. Ahora iba a mostrarles quién era la jefa.

-¿Tienda de lujo? ¿Qué clase de marca de lujo? Las marcas que venden son de segunda y tercera en Europa. No son las más lujosas.

-Señorita -replicó la dueña de inmediato-. Si no sabe nada, no ande diciendo tonterías.

—SYA es famosa por ser una marca de baja calidad. Una compañía grande los compró y los introdujo con éxito al mercado europeo. No olvide de dónde vienen.

A ella le gustaba hojear revistas de moda cuando no tenía nada más que hacer y le gustaba desenterrar historias viejas. Sabía todo sobre esto. La dueña quedó aturdida. Probablemente no estaba al tanto.

Una de las empleadas se acercó y le susurró algo al oído. No entendí lo que le dijo. Después de eso, la dueña se volvió hacia nosotros y nos hizo una sonrisa burlona.

-Señorita, nuestra tienda no permite que el mismo comprador se pruebe más de tres piezas. Puede probarse las que crea que puede comprar, pero no tiene permitido tomar fotos.

Abril sonrió de repente.

-Probarse ropa es una lata. De todos modos, ni siquiera cuestan tanto -dijo, luego arrugó la nariz.

Yo sabía que estaba a punto de consumar su dulce venganza. También yo estaba furiosa. Simplemente eran demasiado desvergonzadas a causa de su esnobismo.

Abril señaló un perchero. Una de las empleadas habló antes de que ella pudiera decir algo:

-Esa ropa es de la temporada pasada. Los miembros obtienen un 10% de descuento. Sólo los compradores que hayan acumulado más de veinte mil puntos en nuestra tienda pueden ser miembros.

—Estaba a punto de decirle que no queremos la ropa de ahí. Empaquen un juego de todo lo demás en la talla de la señorita Ferreiro y envíenla a su casa.

El personal intercambió miradas. La dueña, que era más experimentada, le puso una mano en frente a Abril.

-Primero arreglaremos el pago, luego envolveremos la ropa y la entregaremos.

Abril comenzó a hurgar en su bolso. Yo intenté detenerla, pero me dijo:

—Yo me encargo. Considera esto un regalo. Sólo son unos vestidos.

Abril azotó su tarjeta en la mano de la dueña. Su gesto me hizo sentir más confiada. La tienda también vendía zapatos de tacón y bolsos. Saqué mi tarjeta y se la di a la empleada.

La dueña me miró impactada. Había usado la cuenta personal que mi padre me había dejado. Después de que pasara la transacción, firmé el recibo. Se mostraron más cordiales mientras continuaban con el pago de los vestidos. Una de ellas nos invitó a sentarnos en el sillón y otra nos llevó té. Otra más nos preparó bocadillos. Ya no había rastro de las muestras de arrogancia y desprecio. Abril le dio un sorbo a su taza de té y dijo:

—Todo este lugar apesta a dinero. ¡Apesta!

Era su turno de pagar la cuenta. Pagó con la cuenta de la compañía de su padre. La dueña casi se tira de rodillas cuando vio el nombre de Abril y de la compañía.

-No me di cuenta de que usted era la señorita Rojas. Mis más sinceras disculpas por el mal servicio. ¿Por qué no nos avisó que vendría personalmente a nuestra tienda?

-Si sigue con sus modales despectivos, haré que cierren su tienda y que los corran del centro comercial.

Entonces recordé que el padre de Abril había construido este centro comercial. A Abril no le gustaban los lamebotas. Cuando la dueña pidió una dirección de envío, Abril se volvió hacia mí y preguntó:

-¿Cuál es la dirección de Roberto Lafuente?

Le dije. Ella se volvió hacia la duela y dijo:

-¿Escuchó eso? ¡Anótelo!

No había nadie en este mundo que no supiera quién era Roberto. La dueña parpadeó, luego echó un grito ahogado, como si ya no hubiera oxígeno en el aire.

—¿Quién?

-Roberto Lafuente.

—¿El señor Lafuente? —Se volvió frenéticamente y miró a las empleadas, luego se volteó y me miró. —¿Señorita Lafuente?

—¿Acaso ha oído que la familia Lafuente tenga hijas? ¿Está loca? Ella es la señora Lafuente, directora de la Organización Ferreiro.

La dueña sostuvo mi tarjeta y la observó con atención. En ese momento me sentí bastante poderosa. La miró un largo rato. Su cara se puso de varios colores durante ese tiempo. Probablemente intentaba transformarse en un camaleón para cambiar su apariencia por una más adecuada para el nuevo mundo en el que estaba de repente.

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