Un extraño en mi cama romance Capítulo 11

—Roberto, quiero divorciarme.

Las palabras se me hicieron nudo en la garganta y me vi atrapada entre soltarlas o tragármelas. No esperaba que la historia se repitiera.

La secretaria se quedó inexpresiva mientras Roberto se levantaba del sillón, tomaba papel de la mesita y lo hacía bola para arrojármelo. Me pegó justo en la frente. Era un atleta innato. Tenía talento para el golf y el ping pong, así que atinarme era pan comido.

Me sobé el golpe. Me lo merecía por ser tan impaciente. ¿Pero quién se habría imaginado que él no había aprendido del incidente anterior y me daría otra oportunidad de entrar justo cuando estaban en ello? ¿Qué se suponía que hiciera en una situación tan vergonzosa?

Santiago se acercó con la cara enrojecida y la voz suave.

-Señorita Ferreiro, el señor Lafuente y yo...

-Es mi culpa. Debí saberlo. -¿Cómo podría dejar que el adorable novio de Roberto pidiera perdón? Le ofrecí mi más sincera disculpa. —La próxima vez tocaré la puerta aunque haya un incendio.

—De verdad no es lo que cree.

Su rostro se puso rojo oscuro. Ahora era yo la que estaba apenada.

—No, no, no. -Sacudí los brazos desesperadamente y dije-. No vi nada. No vi que le estabas agarrando el trasero.

-¡Santiago!

La voz furiosa de Roberto estalló como el rugir de un trueno que anuncia una tormenta inminente. Santiago y la secretaria salieron de la oficina más rápido de lo que creí posible para un humano. La puerta hizo un ruido seco al cerrarse. Me di cuenta de que Roberto y yo éramos los únicos en la oficina. El aire era helado y estaba cargado de la amenaza de una tempestad imperiosa. Tragué saliva con dificultad mientras Roberto se me acercaba.

-Perdón por molestarte. Te veré más tarde.

Los sabios escogen sus batallas. Mejor huir primero y luego planear el siguiente paso. Apenas me había volteado cuando azotó una mano contra la puerta. Puso el seguro con la otra. Hizo un clic. Se me erizó el cuero cabelludo. Él estaba sonriendo. Roberto tenía algún tipo de trastorno de personalidad. Sonreía pero eso no significaba que estuviera feliz. Tenía el cuello desabrochado. Mis ojos perdidos echaron un vistazo a sus grandes pectorales y a las líneas de su abdomen, como una barra de chocolate. Qué suerte que fuera bisexual, de otro modo habría sido un desperdicio.

-¿Viniste de sorpresa para probar que he estado teniendo una aventura con Santiago?

Su sonrisa hizo que me mareara. No me atrevía a verlo a los ojos. Podía ver mi reflejo en ellos. Estaba colgada de cabeza, perdida en sus profundos ojos negros. Justo como ahora, sin estar segura de qué hacer.

-No son mis palabras -dije. No pude evitarlo-. Guardaré tu secreto. Me lo llevaré a la tumba. No le diré a nadie.

Su manos me presionaron los hombros. El dolor me aturdió hasta al pecho. Parecía listo para aplastarme. Entre el dolor, comencé a decir tonterías.

-Tú fuiste quien no cerró la puerta con seguro. No lo hice a propósito. Además, no me interesa ver esto en absoluto. Ni siquiera leo novelas gays.

-¿Estás discriminando a los homosexuales?

Sonrió de manera macabra.

—Vaya acusación. Gracias pero no gracias. —Por fin me liberé de su apretón-. Me disculpo por irrumpir en tu oficina sin tocar, pero ya está hecho y de todos modos no es la primera vez que pasa. No tienes por qué estar tan molesto.

Estaba furioso pero fingía que no lo estaba. Sospeché que toda esa furia podría haberle quemado el cerebro. Me soltó, caminó a su escritorio y se sentó. Luego, prendió un puro. Un humo pálido flotaba, una cortina que nos separaba. Me sirvió como barrera. Al instante, me sentí más segura. Me aclaré la garganta. Ya que estaba ahí,

podía decir lo mío.

-Entonces, Roberto. -Me lamí los labios-. Tengo buenas noticias. Te animarán.

Tomó el puro entre sus dedos en vez de fumarlo. Parecía un pervertido hecho y derecho y a la vez un caballero. Un caballero con alma de monstruo. Su rostro estaba inexpresivo.

Continué:

—Roberto, hay que divorciarnos.

Mi comentario no pareció el repentino golpe de un rayo, sino una gota de agua que caía sobre algodón. Roberto no reaccionó. Le dio una calada al puro y exhaló un aro de humo que se expandió frente a mí, como un lazo tan amplio que podía rodear mi cabeza y mi cuello. Levantó una ceja.

—¿Y cuál es la buena noticia de la que hablabas?

—Esa.

Su ceja se arqueó más.

-¿Se supone que esto me alegre a mí o a ti?

—Los dos deberíamos alegrarnos.

Le tembló un poco la mano. Temí que me fuera a aventar el puro. Pero los puros eran caros, probablemente no creía que valiera la pena desperdiciar un puro en mí y al final no lo hizo. Lo apagó con un poco de té y lo dejó en el cenicero. Luego prendió su computadora y dijo con voz cansada:

-El contrato todavía no termina. Faltan seis meses. Vete.

-Ya sé pero no veo por qué tenemos que alargar el matrimonio esos meses.

-Eso lo decido yo.

La brillante luz de la pantalla se reflejaba en su rostro. Parecía un lindo juguete sexual bajo esa luz. No importaba lo que la gente atractiva dijera, siempre se les perdonaba. Apoyé las palmas de las manos en el escritorio y lo miré.

Se me hizo un nudo en la garganta.

-Sé que te hice enojar pero no hay necesidad de que sigamos arrastrando esto.

-Dame una razón -dijo de repente.

—¿Una razón? ¿Para divorciarnos? —Me quedé sin palabras. Después de pensarlo un rato, respondí: —No la hay.

—Pues yo tengo mis razones para no hacerlo.

—¿Cuáles?

-Estoy bastante satisfecho con tu cuerpo. Planeo usarlo otros seis meses —dijo, apuntando a mi pecho con el dedo.

Me agarré la blusa. Aunque me había puesto una con cuello alto, así que no había mucho que agarrar.

-No soy un mueble.

—Para mí, sí —me dijo mientras bajaba la mirada—. Vete. Estoy trabajando.

Negociar con Roberto era un asunto peligroso. Pero recordé el consejo de Abril y sentí que debía acabar con esto lo más pronto posible. La rabia empuja a hacer el mal.

-Roberto, si no aceptas que nos divorciemos, le diré a abue sobre tu aventura con Santiago.

Su mano, que había estado deslizando el cursor, se detuvo de repente. Mi corazón también lo hizo. Puede que hubiera dicho algo verdaderamente terrible. Quizás no saldría con vida de su oficina. Me miró.

-¿Qué dijiste?

Preferiría morir que volver a decirlo. Olvídenlo. Hoy la Fortuna y Madre Coraje no estaban de mi lado. Tendría que irme a casa, ensayar un par de veces e intentarlo de nuevo. Me di la vuelta, luego escuché la voz de Roberto.

-Detente ahí mismo.

No sería equivocado llamarme idiota si lo hiciera. No me di la vuelta. Pude escucharlo levantarse y caminar hacia mí. Me apresuré hacia la puerta pero Roberto me agarró en ese momento. Para ser más exacta, agarró el tirante de mi sostén. Eh, eso fue vergonzoso. Tanto que podría haberme incendiado en el lugar. Había corrido demasiado rápido. El tirante estaba tenso como la cuerda un arco. Todo mi peso estaba apoyado en ese delgado tirante. En la mañana, a causa de las prisas me había puesto un sostén con tirantes transparentes y me había salido de la casa. Se rompían con facilidad. No había manera de que aguantaran mi peso.

—Suéltame.

Estaba tan apenada que apenas podía hablar. ¡Chas! El tirante se reventó. Uno de los cabos latigueó hacia mi hombro. Sentí una frescura repentina en el pecho. Mi sostén se había caído al suelo por debajo de la blusa y estaba entre Roberto y yo.

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