Un extraño en mi cama romance Capítulo 10

Roberto me dejó sola esa noche. Sin embargo, fue una noche de sueño inquieto. Mi mente estaba plagada de pensamientos sobre el paradero de Andrés. ¿Le habría ocurrido algo terrible? ¿Por qué no me había contactado en tantos años? Quizás no había pasado nada. Sólo se había encontrado una nueva novia y comenzó desde cero.

No podía decir nada al respecto. Después de todo, yo estaba casada con Roberto. Al principio había sido una formalidad, pero ayer lo habíamos consumado, ¿no? Mis sueños fragmentarios se rompieron con una llamada de Abril. Seguía medio dormida cuando respondí. A través del teléfono resonaron sus sollozos.

—Fue pura mentira, Isabela. Me mintió. Todo fue una farsa. Estos gays son despiadados. ¡Son unos sinvergüenzas desalmados!

—¿Qué pasó? ¿Por qué estás llorando tan temprano?

Me dolía el corazón con cada palabra que gritaba. Me senté en la cama y miré el reloj de pared. Ni siquiera eran las ocho de la mañana.

-¿Qué pasa?

—Es Octavio... —Tuve que poner atención para armar el rompecabezas de lo que decía entre lamentos—. Él sabía que era mujer desde el principio. Me mintió todo este tiempo.

—¿Qué mentira? ¿No te propuso matrimonio ayer?

-Sí, lo hizo, pero estaba intentando engañarme para ser su tapadera.

-¿A qué te refieres? ¿Cómo te enteraste?

—Ayer que fue al baño dejó su teléfono en la mesa. No estaba bloqueado y vi la conversación que tenía con su amigo. Su familia le insiste que se case. Sus padres quieren un nieto. Por eso se fijó en mí. Tuve suerte de echarle un vistazo a la conversación, de otro modo habría quedado como idiota al casarme con él por engaño.

«¿Sabes lo horrible que es ser la tapadera de un gay? A estos hombres no les interesan las mujeres. Nos ven como sus archienemigas. La única razón de casarse con una mujer es para que les den hijos y para ocultar su homosexualidad. La vida de tapadera es peor que la muerte. Das tu corazón por un hombre gay y das tu juventud por un matrimonio sin amor. No hay final feliz.

Conforme la escuchaba, me enojaba más. Le pregunté toscamente:

—¿Dormiste con él?

—Todavía no.

-¿Entonces por qué lloras tanto? Apenas lo conoces desde hace dos días. ¿No me digas que ya estabas completamente enamorada?

-No tanto, pero la sensación del engaño es tan terrible. Escúchame, Isabela. Puedes casarte con un cerdo o incluso un perro, pero jamás con un gay. Si haces eso, sufrirás muchísimo. ¿Para qué te digo esto? Roberto no es gay. Qué suerte tienes.

«¿Quién dijo que no?», pensé con hosquedad. Estaba hablando con la esposa de un gay. Me quedé en silencio un momento antes de responderle.

-Bueno, deja de llorar. No se conocen desde hace tanto. No hay necesidad de sufrir por él. Sé más aguzada la próxima vez que conozcas a alguien. Te dije que no anduvieras en lugares como ese.

-Tienes razón. Jamás iré a un bar gay de nuevo. ¡Ni muerta! Ya sabes lo que dicen de las putas y los maricones: todos son perras despiadadas.

Eso fue un poco exagerado. Aunque parecía que Abril había llorado lo que tenía que llorar.

-Bueno, no he dormido nada. Me voy a la cama para olvidarme de ese canalla. Qué suerte tengo de sólo haber estado con él dos días. Un poco más y le hubiera tomado cariño. Eso sería un infierno. Deberías hacerme caso. Si tenemos amigas que se encuentren en la misma situación, deben salirse en cuanto sea posible. Nunca esperes que un gay se enamore de ti. Eso jamás pasará.

Abril colgó y se fue a la cama después de decir lo suyo. Sentí que el corazón se me helaba al oírla. No tenía esperanzas de que Roberto se enamorase de mí pero no podía garantizar que eso no cambiara, que mientras pasara más tiempo a su lado, no comenzaría a sentir algo por él. El mundo es cambiante. Nada está garantizado.

Perdí las ganas de dormir. Me senté en la cama y comencé a juguetear con el teléfono. Abrí un sitio de películas. Se abrió una ventana que recomendaba una. Presioné la pantalla sin pensarlo. Era una sobre la esposa de un hombre gay. Leí la sinopsis. Se trataba de una mujer que se enteraba de que su esposo era gay después de que él había muerto. Había pasado los últimos días de su vida con el hombre a quien amaba. Al final, le había dejado toda su herencia al amante. La esposa había tenido un hijo con el hombre y el niño ya era un adolescente. Ella había desperdiciado su juventud en ese hombre pero no había recibido nada de su amor a cambio. En la película, la mujer siempre estaba huyendo asustada y llorando. Comencé a sentir pánico sin razón alguna mientras la veía. Era como si viera mi futuro frente a mis propios ojos.

Tuve una ¡dea repentina. El otro día, cuando cerramos el trato, no habíamos usado protección. No quería terminar como la mujer de la película. Salté de la cama, tomé mi ropa apresuradamente y salí volando del cuarto. Tenía que ir a la farmacia y comprar pastillas. Recé por que no fuera demasiado tarde para eso. Me encontré a Roberto en el pasillo. También estaba a punto de irse. Probablemente iría a trabajar. No sentí ganas de disculparme por chocar con él. Me tomó del brazo con una expresión feroz en la cara.

—¿Tienes prisa?

Aún me sentía molesta e inquieta por lo que Abril había dicho. No tenía ganar de lidiar con él. Di un jalón para que me soltara y corrí. Hice los cálculos en la cabeza. Aún no pasaban cuarenta y ocho horas. Recordé que la farmacia vendía pastillas que tenían efecto después de que hubieran pasado ese tiempo.

Gracias al cielo, compré la pastilla. Rompí la caja al abrirla y me tragué la pastilla en sin agua. Casi me ahogué ahí mismo. Por fin suspiré aliviaba cuando se deslizó por mi garganta. Preferiría morir que convertirme en una tapadera. No planeaba tener un hijo de Roberto.

Después de considerarlo, me di cuenta de lo peligroso que era seguir casada con él. No importaba lo que él sintiera por Silvia. Nunca iba a enamorarse de mí. Debía hacer todo lo posible para evitar enamorarme de él.

Me alejé del mostrador y caminé hacia la entrada de la farmacia. A unos metros, me había decidido: iba a pedirle el divorcio. Sí, de inmediato, en este mismo momento.

Paré un taxi y fui directo a la oficina de Roberto. Era como una repetición de lo que había ocurrido hace dos días. Su atractiva secretaria intentó desesperadamente detenerme. ¿Estaba haciendo algo indebido otra vez? Lo que tenía que decirle hoy era más importante que eso. Empujé a la secretaria e irrumpí en la oficina.

—Roberto, tengo que decirte...

El resto de las palabras se me atoraron en la garganta. ¿Qué veían mis ojos? Era exactamente la misma escena. Roberto acostado en el sillón con los pantalones abajo y mostrando una buena parte de su trasero bronceado. Santiago sentado junto a él y manoseándolo. Dios mío. ¿Tenía alguna regla sobre sólo hacerlo en la oficina?

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