Llamé a la señora Rosa para avisarle que no llegaría a cenar. Era el equivalente a informar a Roberto que me tomaba la noche libre. En realidad no le importaba si llegaba a la casa, porque rara vez cenaba en ella. Mi suegra tenía un horario apretado, aunque no trabajara para Empresas Lafuente. Ocupaba su tiempo con trabajo de caridad en la Cruz Roja y casi nunca cenaba en casa. A veces la abuela comía sus platillos vegetarianos en el templo de la propiedad; rara vez comía en el comedor, así que bastaba con informarle a la señora Rosa.
Había puesto mucho esfuerzo en disuadir a Abril de venir conmigo. Creía fervientemente que Silvia no era el tipo de persona que ella afirmaba que era, y en cuanto a Laura y mi madrastra, sabía que yo les caía muy mal, pero era una mujer adulta, ¿qué podían hacerme? No podían envenenarme y tirarme en alguna zanja, ¿o sí?, no obtendrían nada de lo que mi padre me había legado, aunque me mataran, pues con toda certeza, Roberto heredaría todo.
El pensamiento me hizo sudar frío. Por fortuna, Roberto tenía todo el dinero del mundo y no codiciaba mi riqueza. De haber estado casada con algún otro hombre, empero, no habría podido garantizar mi seguridad. Después de todo, mis acciones en la empresa habían logrado captar la atención de un individuo como Roberto.
Al caminar hacia la residencia Ferreiro, me llené de incertidumbre. Los guardias de seguridad apostados en la reja me detuvieron. Habían reemplazado a los viejos guardias, porque no los reconocí, y claro, ellos tampoco supieron quién era yo. Atrapada, intenté explicar mi relación con mi padre, pero no supe cómo llamarme. Entonces apareció Laura en su auto. Se asomó por la ventanilla con una sonrisa cruel en el rostro.
-¿Cómo lo explico? Es la tercera hija postiza de la familia Ferreiro. Nuestro apellido aparece en su identificación, pero no tiene ninguna relación con nuestra familia.
Las palabras de Laura, como siempre, eran maliciosas, pero me había acostumbrado a ellas. Se alejó en su carro después de fastidiarme, y yo entré con lentitud.
La residencia Ferreiro había sufrido una drástica transformación. Ya no había flores en el jardín. Los alegres colores de las rosas y los tulipanes, y aquellas flores raras que mi padre y yo habíamos plantado habían desaparecido. Atravesé el jardín. El invernadero tampoco estaba ahí, y la tierra donde lo habían construido había sido apisonada. Ahora era sólo un pedazo de terreno yermo. Antes, había estado lleno de caras orquídeas, muchas de las cuales habían pertenecido a mi madre cuando vivía. Después de su muerte, mi padre las había devuelto a la residencia Ferreiro. Yo sabía que a mi hermanastra no le gustaban. Habían estado a salvo mientras mi padre vivía, pero ahora que ya no estaba, no había quedado nadie para salvarlas. Mi corazón se estremeció de dolor. ¿Por qué no pensé en trasplantar las orquídeas tras el funeral de mi padre? Me quedé parada en aquel parche de tierra durante un buen rato. Entonces salió Silvia y la seguí al interior de la casa.
-Mi madre está en la sala. No hagas caso de lo que te diga, ignórala.
-Sí, sé lo que hay que hacer -dije yo.
-Y Laura tiene algo contra ti, tolérala un poco.
Asentí y dije:
-Lo sé.
El olor a incienso me golpeó en la cara cuando entré a la sala. Me recordó a los primeros días tras la muerte de mi padre; debieron haber sido los días más oscuros de mi vida. Habían puesto su retrato en medio de la habitación. No era el que yo había elegido, era la foto que había tomado en su oficina, donde se le veía adusto y autoritario. Yo no creía que así fuera en realidad: su severidad era una fachada. Siempre había sido un hombre de corazón tierno.
Mi madrastra estaba sentada en el sofá. Caminé hacia ella dócilmente. Creí soñar cuando, al verme, saludó con la cabeza y preguntó:
—¿Acabas de llegar?
Su reacción me sorprendió. La saludé y ella asintió.
-Ofrece tus respetos a tu padre.
Encendí una vara de incienso y quemé algunas ofrendas de papel. El ama de llaves nos informó que la cena estaba lista. Se había preparado un suntuoso banquete, los platos llenaban toda la superficie de la mesa. Mi madrastra me concedió una rara y agradable mirada. Agitó su mano en mi dirección y dijo:
morder.
Fingí una sonrisa y me senté. Mis manos estaban húmedas de sudor frío. Quería irme, pero Silvia me convenció de comer algo de fruta antes de marcharme y no tuve otra alternativa que quedarme.
—Come algo de fruta -dijo mi madrastra.
Pinché una rebanada de sandía con mi tenedor, la acerqué y empecé a mordisquearla. No pude saborearla. El estrés de estar sentada entre Laura y Silvia era demasiado abrumador. Presentía que mi madrastra tenía algo qué decirme. Tenía razón: me entregó algo antes de que terminara la rebanada de sandía.
-Mira esto.
Lo tomé a prisa. Era un contrato de cesión de derechos para transferir de propiedad de un inmueble.
-¿Qué es esto? -alcé la mirada, confusa. No entendía por qué mi madrastra me enseñaba aquel documento.
—Es la casa en la que vivía tu madre. Tu padre la compró hace mucho tiempo. Creo que quería transferirte la propiedad, seguro no esperaba que le sucediera un accidente automovilístico. No mencionó nada sobre esta propiedad en su testamento y no tuvo la oportunidad de ponerla a tu nombre.
Miré más de cerca la ubicación y el domicilio de la propiedad. Era la casa en la que mi madre y yo habíamos vivido. Siempre había querido comprarla. Había pensado en llevar a Roberto para negociar con el dueño cuando no estuviéramos tan ocupados. No sabía que mi padre había comprado la casa hacía tanto. Miré a mi madrastra en un silencio atónito. No sabía qué tramaba al mostrarme ese contrato de la nada.
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