Antes de que Abril pudiera responderme, la puerta de mi oficina se abrió. Temblé al darme cuenta de quién estaba parado en la entrada. Era Roberto. Aún llevaba el esmoquin. Ese esmoquin azul marino con líneas dorado oscuro. Se veía elegante. En exceso, de hecho. También parecía listo para matar a alguien.
-Cielos -dijo Abril y retrocedió-. Alguien tiene sed de sangre.
-Sal de aquí, Abril -dijo él con calma.
Esto no era bueno. Roberto no iba a empezar a gritar. No era como esos personajes de telenovelas que perdían los estribos por cualquier cosa y comenzaban a gritar. De hecho, la compostura que mostraba era directamente proporcional a lo furioso que estaba por dentro. Abril parpadeó varias veces. Le tomé la muñeca y sacudí la cabeza.
—No.
-Abril, vete -repitió Roberto.
Esas dos palabras hicieron que la oficina se pusiera helada. Abril me echó una mirada.
-¿Por qué viene por ti?
—Yo... —titubeé.
Probablemente a Abril le iría peor que a mí si se quedaba ahí un segundo más. Era impulsiva y no pensaba antes de hablar. Si decía otra palabra y lograba enfurecer más a Roberto, las dos moriríamos en sus manos.
-Sólo vete y daños un minuto -dije con valentía-, Roberto y yo necesitamos hablar a solas.
—¿De qué? ¿El divorcio?
—¡Sólo vete!
La saqué a empujones, cerré la puerta y le puse seguro. Yo ya estaba muerta pero aún podía salvar a Abril y morir como heroína. En cuanto me volteé, mis ojos se encontraron con la fría mirada de Roberto. La valentía y el heroísmo que había sentido hace un momento se esfumaron al instante. Estaba asustada, aterrada. Se acercó lentamente. Apenas podía respirar.
-Roberto, detente -dije mientras levantaba las manos para rendirme—. No era mi intención que esto pasara.
Arqueó las cejas sorprendido.
—Pensé que intentarías negarlo. No creí que admitirías la culpa tan fácilmente.
-Vi que estaba sufriendo mucho. Quise darles la oportunidad de que tuvieran una conversación real, pero me preocupaba que Santiago fuera a ignorarte. Por eso le di un regalo. Era un par de mancuernillas que hice especialmente para mi papá. Me costó muchísimo dinero.
Comencé a desviarme del tema después de un momento, pero el miedo me trajo de vuelta.
—Continúa —dijo él mientras avanzaba y se detenía justo frente a mí.
Apoyó la palma de su mano en la pared y me hizo un gesto para indicarme que podía seguir hablando. Su postura era un tanto tranquilizante. Pude darme cuenta de que sólo una de sus manos estaba desocupada. Así no sería fácil que me matara.
—Dejé el regalo en el escritorio de Santiago hace dos días. Creí que lo vería de inmediato pero nada pareció cambiar entre ustedes dos.
-Continúa.
Tragué saliva y seguí hablando.
-Creí que quizás tu secretaria había cometido un error, que había creído que el regalo era para la esposa del director y se lo había dado a ella. Al final... al final...
-¿Y el mensaje de la tarjeta? ¿Eso qué? -De la nada hizo aparecer la tarjeta y la sostuvo frente a mi cara—. «Queden nuestras manos entrelazadas hasta que la muerte te separe de mí».
-Es una línea de un poema clásico. No es el típico poema de amor entre un hombre y una mujer. Es sobre dos hombres -dije.
No quise sonar pretenciosa, pero conocía bien la poesía clásica.
-Hablo de la letra. Se ve igual que la mía. ¿Dices que escribí esto mientras estaba sonámbulo?
Me iba a quedar sin aliento en cualquier segundo. En vez de interrogarme lentamente, podría matarme de una sola puñalada al corazón. Habría sido una muerte más fácil.
-Copié tu letra.
-Ya veo. ¿Otro talento oculto?
—No me esforcé mucho.
-¿Cuánto tiempo practicaste?
-Como veinte minutos.
-¿Recuerdas la vez que abue estuvo en el hospital? Fui a buscarte a tu oficina. ¿No te vi manoseándote con Santiago?
-Manoseándonos. ¿Con qué ojo viste eso?
-Juré que no le diría a nadie. No se lo he dicho a nadie. Ni siquiera a Abril.
-Está bien. Continúa -dijo magnánimamente, con la barbilla levantada.
-Luego vi a Santiago en un bar gay y no tuve dudas de que era homosexual.
-¿Viste a Santiago en un bar gay?
Roberto pareció sorprenderse. ¿Nunca había ido a uno?
—¡Estaba solo! —Por instinto, intenté encubrir a Santiago—. Lo juro.
—¿Y luego?
-La segunda vez que fui a tu oficina, ustedes dos estaban manoseándose de nuevo.
Él asintió pacientemente, luego me hizo una señal para que me acercara.
-Ven acá.
Preferiría morir. Quizás intentaría despedazarme con las manos. Puede que no necesitara un arma para destrozarme. El terror me nublaba el juicio y me llevó al límite. Me presioné contra la pared en vez de caminar hacia él. Tendría que arrastrarme él mismo.
Se levantó de su silla y comenzó a hurgar en sus bolsillos. ¿Tenía una navaja escondida?
¿Cuánto daño podía hacer una navaja tan pequeña? Puede que fuera un bisturí. Esos podían ser letales. Un solo tajo me podría rebanar en dos. Deseé con desesperación poder atravesar las paredes, pero no era una hechicera. ¡No sabía hacer eso!
Roberto siguió buscando en sus bolsillos mientras se acercaba. Entonces, con un movimiento rápido, sacó algo. Una luz blanca destelló ante mis ojos. Los cerré y grité:
—¡Perdóneme la vida, buen hombre!
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