Un extraño en mi cama romance Capítulo 146

En el camino de vuelta a la residencia Lafuente, estuve tensa a causa de la ansiedad y la inquietud. Me preocupaba que Roberto fuera a tener un repentino cambio de opinión por lo enojado que estaba, me arrojara del auto y me atropellara. Por fortuna, sólo era mi imaginación. Volvimos y encontramos a sus padres y a abue en la casa. La anciana estaba sentada en medio del sillón. Mis suegros estaban a su lado como escoltas imperiales.

No había nadie más en la sala. Debieron haberles dicho que se fuera. Me escondí detrás de Roberto mientras nos acercábamos lentamente al sillón. El aire era pesado, inmóvil y sofocante. La noticia de hoy debió haber impactado a la familia. El hombre que iba a heredar el negocio familiar era un homosexual. Por fortuna, la familia Lafuente no dependía de él por completo. Sin embargo, la noticia debió haber sido un shock para todos.

La anciana levantó su bastón y le dio un golpe a Roberto antes de que nos acomodáramos en el sillón. Nunca se reprimía cuando lo golpeaba.

-Rufián. Pudiste haberte metido con lo que fuera. ¿Por qué tenías que meterte con otros hombres?

Roberto esquivó el golpe con rapidez. La anciana estaba furiosa.

-Aquí estoy, creyendo que, entre todos mis nietos, tú eras el que sería útil. Pero ahí andas causando un escándalo como ese.

Los padres de Roberto se apresuraron a detener a la anciana.

-Mamá, tranquila. Siéntate. Hay que hablar.

La mujer tenía su temperamento. Jadeaba furiosamente y su pecho saltaba con violencia.

Mi suegra me miró. De inmediato me ofrecí a llevar a abue a su habitación. Mi suegro le había arrebatado el bastón, así que se sacó una pantufla y se la aventó a Roberto.

—Cuéntanos. Lo que se publicó en internet, ¿es verdad? La parte de «Queden nuestras manos entrelazadas hasta que la muerte te separe de mí». ¿De qué se trata?

Esta vez, Roberto no esquivó la pantufla. Lo golpeó justo en la frente e hizo un fuerte ruido. Mi frente comenzó a palpitar en señal de empatia.

—Abue. —No tuve opción más que hablar—. Yo fui quien escribió eso, no Roberto.

-Isa, mi pobre Isa. Sigues intentando protegerlo a pesar de todo lo que ocurrió. Me aseguraré de que las cosas salgan bien para ti.

-Abue, no estoy mintiendo. Yo fui quien lo hizo. Hace unos días discutimos. Entonces, le envié un par de mancuernillas a Santiago y le escribí una carta de amor con la letra de Roberto. No esperaba que Santiago creyera que el regalo era para la esposa del director y se lo diera a ella.

-Isa, no tienes que hablar por él. Los he estado observando. Algo raro ha estado sucediendo entre él y Santiago. ¿Qué clase de asistente se encarga de cada detalle de la vida de su jefe? Desde sus comidas hasta la hora en que van al baño. Desde hace tiempo sus interacciones me parecen sospechosas.

-Abue -dije. Recordé que aún tenía el recibo de cuando hice el boceto y el pedido de las mancuernillas para mi padre. Yo misma las diseñé. -Dame un segundo.

Corrí hacia arriba y busqué las cosas. Cuando las encontré, volví a bajar y se los mostré.

-Aquí están. Yo diseñé las mancuernillas y le pedí a un artesano de Italia que las hiciera. Yo misma dibujé el diseño.

Roberto le pasó las mancuernillas a sus padres. Su madre las miró con atención.

-Se ven idénticas. Isabela, ¿de verdad diseñaste esto?

—Sí -dije mientras bajaba la mirada—. Sólo fue una broma. Él engañó a mi mejor amiga y fingió que le interesaba. Yo me molesté y se me ocurrió esa manera de vengarme. No esperaba que las cosas se salieran de control.

Pude sentir con claridad la sensación de alivio de los padres de Roberto. Se volvieron hacia él y le preguntaron:

-¿Es verdad, Roberto?

—¿Preferirían creer lo que hay en internet?

No podía negarse que Roberto era todo un personaje. Permaneció tranquilo a pesar de lo que había pasado. La anciana pareció creernos. Me miró a los ojos y preguntó:

-¿Es verdad, Isa? No intentes asumir la culpa. ¿Qué clase de hombre negaría lo que hizo y haría que su esposa asumiera la culpa por él?

-Es verdad, abue -le respondí. Saqué una pluma de mi bolso y escribí unos versos de un poema en un pedazo de papel. Luego, lo firmé con el nombre de Roberto. —Soy muy buena para copiar la letra de otras personas.

-Podría haber estado cambiándome de ropa, ¿sabes? -le dije.

Emanuel cerró la puerta y caminó hacia mí. Luego, me dio la caja de galletas.

-¿Qué es esto?

La tomé y le di una sacudida. Tenía algo dentro. Se sentía bastante pesada.

-Es para ti.

—¿Qué es?

Quité la tapa y saqué el contenido. No esperaba que salieran rodando fajos de billetes atados con ligas. Había dólares, libras esterlinas, pesos. Eran montones de dinero. Mi mente se quedó en blanco.

—¿Para qué es eso?

-Es todo el dinero que tengo. Puedes quedártelo.

—¿Por qué?

—Isabela. —Se sentó junto a mí, recargó su hombro contra el mío y dijo—: No me di cuenta de lo horrible que es tu vida. Puede que no tengas nada, pero al menos todavía tienes dinero. Esto que te estoy dando no es mucho, pero durará un rato.

—Estás loco —le dije mientras volvía a meter los billetes en la caja y se la devolvía—. ¿Por qué me das dinero así sin razón?

—Lo sé —susurró—: mi hermano es gay.

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