Un extraño en mi cama romance Capítulo 191

Me tomó por sorpresa que Roberto soltara una carcajada. Su arrebato hizo que las empleadas se tomaran de la mano y se alejaran un poco de él. No eran las únicas sorprendidas. Nunca había visto a Roberto reír con tanta soltura. Alcancé a ver los dientes al fondo de su boca. Estaban blancos como la nieve. ¿Qué marca de pasta dental usaba? ¿Cómo le hacía para tener los dientes así?

-¿Vas seguido al dentista? —le pregunté de la nada.

-No. Así nací. Mis genes son excelentes.

—Ja, ja —me reí de forma apagada. No me divirtió—. Estoy agotada. Ya no voy a probarme más vestidos.

-Está bien. Entonces, haremos que nos envuelvan estos —dijo Roberto. Se volvió hacia el personal de la tienda—. Tráiganme la cuenta.

Roberto fue a pagar mientras yo volvía al probador a ponerme mi ropa.

Al salir, escuché a unas empleadas susurrar furtivamente mientras envolvían los vestidos que habíamos comprado.

-Roberto trata muy bien a su esposa. Qué envidia.

-¿Envidia? Es gay. Están fingiendo. ¡Todo es una farsa!

-Si fuera yo, le seguiría el cuento.

—¿No sabes lo horrible que es estar casada con un hombre gay? Te ignoran aunque vivan bajo el mismo techo. Esto no es más que un show que están armando para el público. Apuesto que Roberto ni siquiera la mira cuando están solos.

-Qué pena por ella.

-¿Por qué? Los dos tienen lo que quieren del otro.

Me quedé de pie en una esquina. Alguien por fin me vio y le dio un golpe a la que estaba a su lado. De inmediato se callaron. Estaban hablando de Roberto. Esto no me incumbía, ¿o sí? Uno de estos días nos íbamos a divorciar. Luego haríamos nuestras vidas por separado. ¿Por qué debería importarme lo que otra gente dijera sobre él ahora? Sin embargo, no pude evitar sentirme molesta. De repente, sentí que sobre mis hombros caía el peso de una terrible misión.

Caminé hacia donde estaban.

-Hay algo que debería dejar en claro.

-Eh, sí, señora Lafuente. ¿Qué cosa? -me preguntaron al levantar la mirada.

-Roberto no es gay. Sólo fue una broma que le hice. No hay nada entre él y Santiago. Le gustan las mujeres.

—Claro, claro —respondieron de inmediato y asintieron enérgicamente—. No estábamos diciendo nada. Sabemos qué hacer.

-No anden diciendo tonterías si no saben lo que ocurre. Yo soy quien sabe si Roberto es homosexual. No hagan rumores falsos ni manchen su reputación.

—Sí, señora. Sabemos qué hacer.

No demoraron con sus promesas, pero yo tenía la sensación de que no estaban siendo del todo honestas.

-Señora Lafuente, ya está envuelta su ropa. ¿Podría indicarnos su dirección? La entregaremos a su residencia -dijeron de repente, cambiando el tema de una conversación muy incómoda.

Me di la vuelta. Tuve que pedirle a Roberto el domicilio de la mansión. Estaba recargado en el mostrador, mirándome con un esbozo de sonrisa en el rostro. No estuve segura de si había escuchado mi conversación con las empleadas. Pagó los vestidos y salimos de la tienda.

-Vayamos a otra tienda -propuso.

-¿Por qué no sacas de raíz el centro comercial y lo pones en Isla Solar? -dije con indiferencia—. Ya no tengo interés por las compras.

-¿Qué te molesta? -Inclinó la cabeza a un lado y me observó con atención—. ¿Es por lo que dijeron las empleadas? ¿Que soy gay?

-¿Eso qué tiene que ver conmigo?

-Eres una cobarde. No esperaba que me defendieras.

-Bueno, el mundo necesita más almas bondadosas.

De repente, me echó el brazo al hombro.

-Lo hiciste bien. Debería recompensarte. Te invito a cenar.

Honestamente, sí tenía un poco de hambre.

—Vamos por comida francesa.

-No, gracias —respondí. No se me antojaba para nada—. Prefiero volver y comer fideos.

—Qué aburrida eres -dijo. Se humedeció los labios—. ¿Qué se te antoja? Me las ingeniaré.

Eso me gustaba más. De inmediato me animé.

-Quiero elotes asados. Y brochetas asadas. Y habichuelas asadas. Y riñones asados.

—No se me ocurre ningún restaurante que sirva esas cosas.

-Señor, su auto se ve muy caro -dijo-. Debe ser muy exitoso para poder comprarse uno así tan joven. ¿Su papá es rico o algo?

Creyó que Roberto había nacido en familia adinerada. No tenía idea de que estaba hablando con el más grande magnate de la ciudad. Probablemente nunca soñó que un tipo tan rico fuera cliente del puesto de su familia.

Me senté en una mesa. Estaba resbalosa por la grasa.

Roberto se quedó de pie, rígido como un poste.

-Siéntate -le dije. Mirar hacia arriba me cansaba el cuello.

—El banquillo es demasiado pequeño para mí. No me van a caber las piernas.

Era toda una diva. Lo jalé de la mano.

-Deja de quejarte y acomódate. Esto es lo que hay en los puestos de aquí.

—¿Sólo atienden a enanos? —dijo mientras se encogía para sentarse.

Él tenía razón. No había lugar para sus largas piernas. Parecía un pulpo incómodo en el pequeño banquillo.

-Baja la voz. Vas a ofender a alguien y te meterás en problemas. La gente aquí se cree el rey del mundo después de tomarse unas cuantas cervezas. No les importa que seas un magnate.

—Nunca he rechazado una pelea —dijo él.

Sacó con dos dedos un pañuelo y comenzó a limpiar la mesa. Ese maldito loco y su obsesión por la limpieza.

-¿Ves dramas históricos?

-¿Qué?

—Los emperadores y príncipes invitan a los maestros a pelear contra ellos. Siempre ganan. Pero el asunto es distinto cuando se enfrentan a un asesino.

—¿Intentas decir que no temo meterme en una pelea porque los tipos que pelean conmigo me la han puesto fácil?

Dejó de limpiar la mesa y puso una cara de extremo fastidio.

-Puede ser -dije.

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