Estaba equivocada. Había hecho que mi gratitud se supiera demasiado pronto. Después de sorber mi primer bocado de fideos, mi primera reacción fue vomitarlo. Juraba que nunca había comido algo tan horrible en mi vida.
Debe haber vaciado toda la botella de sal en la sopa. Debe haber añadido muchos otros condimentos. Como azúcar, pimienta y todo tipo de especias. Le habría puesto arsénico también si tuviéramos eso en nuestra cocina.
Se paró a mi lado, flotando sobre mí y observando mientras comía. Una masa de fideos estaba atascada en mi garganta.
Había una sonrisa amable en su cara.
—¿Sabe bien?
Debería preguntar si los fideos eran comestibles en primer lugar. Sin embargo, este fue un raro momento de bondad que me estaba mostrando. Había ido hasta el punto de quedarse conmigo para el velorio de mi padre. Su amabilidad había culminado en este tazón de fideos. Tuve que terminarlo aunque me matara.
Tragué y forcé una sonrisa en mi cara.
—Rico.
Parecía sorprendido por mi respuesta. Se encogió de hombros con una expresión indiferente en su rostro, dijo:
-¿Ah, sí? Adelante. Te veré terminarlo.
Las habilidades culinarias de Roberto habían alcanzado un nivel imposible: había hecho que la comida fuera incomible. El segundo bocado fue una tortura mayor para tragar que el primero.
El sabor de los fideos apenas cocidos venía con varios condimentos obligados a coexistir en la misma sopa. Sentí granos individuales de sal en mi lengua. Todos los sabores; extraños y misteriosos, llegaron a mis papilas gustativas. Era como el infierno en la tierra.
Los dieciocho niveles del infierno no eran nada comparados con esta experiencia.
Roberto se sentó a mi lado mientras, muy feliz, me veía comer. Era un demonio. Tenía esto planeado desde un inicio. No pude comer nada más después del tercer intento. Lo miré. Una sonrisa misteriosa se apareció en sus labios. «No pareces tener tanta hambre como parecías tener». Parecía estar diciendo.
Después del tercer bocado llegó el cuarto. Me entumecía mientras continuaba. Una sensación asfixiante me llenó la boca.
Vacié todo el tazón de fideos bajo los ojos vigilantes de Roberto. Después, levanté el tazón para su inspección.
Había una sonrisa aparente en su rostro.
-¿No vas a terminar el caldo?
¿El caldo también? Terminar los fideos era mi límite.
La sonrisa educada en su rostro apenas vacilaba.
—Ya sabes lo que dicen. El caldo ayuda con la digestión.
No le agradaba. Todo en su sonrisa me dijo lo mucho que no le gustaba. No tenía idea de por qué Roberto me odiaba tanto, pero no me gustaba lo que él hacía.
Tuvo sexo conmigo a pesar de que no le gustaba. Su libido hizo una cosa mientras su corazón decía otra. Qué hipocresía.
Lo bebería, de acuerdo. No era veneno. No iba a morir por beberlo.
Apreté los dientes, sostuve el tazón en mi cara y lo drené. El tazón era más grande que mi cara. Luego, me limpié la boca con la parte posterior de la mano y le di la vuelta al tazón vacío.
-Ya se acabó.
Él sonrió.
—¿Cómo estuvo?
—Fantástico.
Se puso de pie, como si estuviera aburrido con la conversación y desinteresado en continuarla.
Tuve mis momentos de obstinación sin sentido.
Después de haber terminado el tazón más memorable de fideos, drené un vaso lleno de agua para hacer desaparecer el extraño sabor en mi boca.
Era tarde. Sólo una pequeña lámpara con una luz tenue, se dejó encendida en la enorme sala de estar. La principal fuente de luz en la habitación venía de las velas gemelas ardiendo en el altar.
Mis ojos se volvieron hacia la puerta a toda prisa. Vi a los padres de Roberto aferrándose a los brazos de la anciana y guiándola a través de la puerta.
Me apresuré. La anciana extendió la mano y me tomó en sus suaves y cálidas manos.
-Mi querida, ¿por qué los dioses son tan duros contigo? Ramiro apenas pasaba los cincuenta. ¿Por qué nos dejó tan pronto? ¿Qué diablos salió mal? ¿Qué le va a pasar a mi querida Isa?
Ramiro era el nombre de mi padre. Miré las arrugas que cubrían la cara de la anciana y las lágrimas rebosantes en sus ojos. Cualquier fuerza que había pretendido tener durante tanto tiempo finalmente colapso como un casa de naipes.
Las lágrimas brotaron de mis ojos. Apenas era inteligible mientras sollozaba, inconsolable.
—Abue.
-Tranquila, querida, no llores. -La abuela me envolvió en sus brazos y me dio palmaditas en la espalda-. Mi querida Isa, mi pobre e infortunada Isa. Ahora hay una persona menos en este mundo que te ama.
Mis defensas se desmoronaron en su cálido abrazo. No había derramado ni una sola lágrima desde anoche, cuando me enteré del accidente de mi padre, hasta ese momento.
Me di cuenta de lo extraño que era mi comportamiento. Pude mantenerme calmada frente a mi madrastra y hermanas, pero cuando se trataba de personas que realmente se preocupaban por mí, me convertía en un completo desastre.
Los mocos y las lágrimas fluyeron libres mientras sollozaba. Descubrí a la madre de Roberto limpiando en secreto las lágrimas de sus ojos.
No le caía bien. Lo sabía. Pero tenía buen corazón.
Debe tener un corazón muy bueno.
Me desplomé sobre el hombro de la abuela y lloré durante mucho tiempo. Alguien me jaló. Miré a través de lágrimas y cabello que oscurecían mi visión. Era Roberto.
—Abue, cuídate y no estés muy triste.
-Rober -dijo la abuela sollozando-, Isa ya no tiene papá. Tienes que tratarla muy bien de ahora en adelante. Tienes que cargar con el amor de su padre por ella. ¿Lo entiendes?
—Mamá, vamos a sentarte por ahí -dijo la madre de Roberto.
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