Roberto me llevó al hospital. Me senté en una silla en el pabellón de emergencias mientras un doctor me atendía.
―Tiene varias cortadas en los pies. ¿Por qué no llevaba zapatos?
No le respondí. Roberto parecía muy intranquilo.
―¿Se le enterraron trozos de vidrio o piedritas en las heridas?
―No encontré vidrio roto pero hay tierra en las cortadas. Las limpiaré. Va a dolerle un poco.
―Póngale una inyección de anestesia local ―dijo Roberto.
―El dolor que sentirá está dentro de los niveles aceptables. Si le pongo anestesia, no podrá caminar normalmente durante un tiempo.
―Está bien ―dije―. Puedo soportarlo.
Roberto se arrodilló a mi lado y me tomó la mano.
―Puedes morderme si te duele mucho.
―No es un parto. No va a doler tanto ―dije antes de soltar mi mano.
El doctor podía darse cuenta de que estábamos armando una escena y fue muy cuidadoso con la curación. Probablemente no quería meterse en lo que sea que estuviera pasando entre Roberto y yo. Me envolvió los pies con gruesas capas de vendaje y me aconsejó que me quedara en cama y no caminara los próximos días. Si tenía que levantarme, debía ponerme zapatos cómodos con suela suave.
Roberto me cargó fuera del hospital. Me abracé a su cuello y me recargué en su pecho. Mientras caminábamos, mi cabeza se sacudía. No quise pegar la cara a su pecho pero estaba lloviendo. Puede que apenas hubiera comenzado el verano, pero la lluvia en las mejillas aún podía ser bastante helada. Terminé escondiendo la cara.
Su camisa olía bien. No pude distinguir si era perfume de mujer o el detergente que usaba. No podía distinguirlo en lo absoluto. Sólo sabía que la cabeza me daba vueltas. La noche había sido larga y ajetreada. No podía soportar nada más. Lo seguí a casa obedientemente. Puede que el doctor hubiera sido demasiado generoso con las vendas. No eran más que cortadas pequeñas causadas por piedritas. No había necesidad de envolverme los pies como momias.
Después de que Roberto se metió al baño para lavarse, me senté en la cama y comencé a quitarme las vendas. Terminé cuando él salió del baño con el cabello empapado. Miró con furia lo que había hecho.
―¿Qué acabas de hacer?
―Todos van a pensar que quedé lisiada o algo. Es una herida leve nada más.
―Tú fuiste quien decidió salir corriendo descalza por la calle.
―Tú fuiste quien me besó por la fuerza.
―No es la primera vez que lo hago.
―Solías mamarle las tetas a tu madre. ¿Todavía lo haces? ―le respondí, luego lo vi quedarse mudo a causa de mis palabras.
Se quedó en silencio por un momento. En su rostro había una mirada de extrema irritación.
―En el trabajo eres como un gusano: suavecita y fácil de aplastar. ¿Por qué te vuelves un dinosaurio cuando estás conmigo?
No me interesaba actuar como un dinosaurio ni como un gusano. Sólo quería dormir.
―Vete. No quiero dormir contigo esta noche.
―Lo harás aunque no te guste. Somos marido y mujer.
―No somos el matrimonio típico.
―¿Entonces de qué tipo somos? ―me preguntó.
Estaba apoyado con la mano sobre la pared tan alto como era y me miraba desde arriba. Era tarde. Estaba muy cansada. No tenía la energía para discutir con él.
―Vete, quiero dormir.
―Deberías volver a ponerte las vendas.
―Acércate y te patearé ―le advertí.
Estaba preparada para patearlo y recibir un puñetazo a cambio. No intentó acercarse por la fuerza. En vez de eso, tomó el botiquín de primeros auxilios y lo puso frente a mí.
―Ponte una curita en los pies ―dijo.
Lo miré con atención. En cualquier momento podría salirse de la habitación. Debí verme muy firme esta noche. Roberto no intentó pelear. Se fue en silencio y sin protestar. Qué noche tan agitada. Casi era el amanecer. Mañana sería día laboral. Tendría que continuar con este acto. Me dormí mientras quedaba atrapada en una red de emociones enrevesadas. No recuerdo si soñé algo.
La mañana siguiente, desperté con el sol en los pies. Mi celular no servía. Miré el reloj de lechuza en la pared. Eran las diez de la mañana. De alguna forma, llegar tarde se había convertido en parte integral de trabajar en la Organización Ferreiro. Debía ser la directora más incompetente que haya pisado esa oficina.
―¡Roberto!
Me abrazó por la cintura y dejó de besarme. En vez de eso, entornó los ojos.
―¿Esta vez no me morderás?
―No es por compasión ni nada. No sabía si te habías lavado los dientes.
―Ja, ja ―rugió y luego me cargó en sus brazos―. Tu tonta compinche me llamó varias veces. Dijo que hoy tienes una reunión durante el almuerzo.
―¿Mi tonta compinche? ¿De quién hablas?
―Adivina.
Probablemente se refería a Abril.
―¿Qué hora es?
―Son las diez con veinte.
―Bájame. Necesito ir al trabajo.
―Te llevaré ―dijo mientras me cargaba al guardarropa―. ¿Qué te vas a poner? Te traeré lo que quieras.
El guardarropa estaba lleno de filas y filas de prendas. Intentar escoger algo para ponerse era una pesadilla que tenía que pasar todas las mañanas. Siempre terminaba siendo una decisión aleatoria. El vestido que escogiera al azar sería el que me pusiera ese día. Señalé un vestido morado. Roberto me lo pasó. Tomé el vestido y miré a Roberto.
―¿Qué? ―preguntó.
―¿Cómo me voy a vestir si te quedas ahí parado?
―Puedes vestirte conmigo aquí ―dijo con una sonrisa brillante.
Cómo deseé poder estamparle el pie en esa cara sonriente.
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