Este hombre no tenía vergüenza. Insistió en verme mientras me vestía. Lo empujé un par de veces pero no entendió el mensaje. Sin otra alternativa, me di la vuelta y comencé a cambiarme. Después de quitarme la pijama, me di cuenta de que no me había puesto ropa interior limpia. Qué incómodo.
―¿Puedes traerme ropa interior? ―le pedí abruptamente.
―¿De qué color? ―preguntó con emoción.
Debí haber sabido que era un raro. Sólo los pervertidos se emocionan por escoger la lencería de una mujer. Le dije que cualquiera estaba bien. Se fue y volvió casi de inmediato con los brazos cargados de lencería.
―No tienes ninguna morada.
―Las blancas o piel están bien. No hay ninguna regla que diga que debes combinar la ropa interior con el vestido.
―¿Pero no sería mucho mejor si combinaran?
―No existe la lencería morada ―dije―. No la venden en ese color.
―Eso no es problema.
No tenía idea de lo que pasaba por su mente. Alargué el brazo mientras me mantenía firmemente volteada.
―Dame la blanca.
Me la pasó.
―¿Qué talla eres?
―Eso no te incumbe.
¿Ya nos estábamos hablando de nuevo? No estaba al tanto. Parece que no le importaba cuando preguntó eso desvergonzadamente.
―Bueno, tu talla de copa se ve respetable.
―Ja, ja ―dije mientras me ponía rápido el brasier―. Puedes ponerte un par si tanto te gusta.
Antes de terminar de ponerme el brasier, sentí que su mano me tomaba el hombro y me volteaba. Me cubrí el pecho con los brazos y lo fulminé con la mirada.
―¿Qué haces?
―¿Por qué siempre eres tan hostil conmigo? Tú fuiste quien faltó a mi fiesta. Yo debería estar enojado.
―Adelante, enójate. No podría importarme menos.
No despegaba los ojos de mi busto. Si no me dolieran tanto los pies, le habría dado un pisotón. Tenía una mirada peligrosa en los ojos. Lo sabía. Dejarlo verme mientras me vestía era buscarme problemas.
―Roberto, voy a llegar tarde. Compórtate.
Antes de que pudiera terminar de hablar, tomó el broche del brasier con los dedos. Estaba entre las copas, de modo que ponérmelo era mucho más conveniente que los brasieres que tenían los broches en la espalda.
―Te ayudaré.
Rogué que no fuera a empezar a sangrarle la nariz antes de que terminara. Me ayudó a abrochar el brasier. Me puse el vestido apresuradamente. El guardarropa era de tamaño considerable, pero con él ahí dentro todo se sentía apretado y sofocante. Le empujé las manos.
―Ya terminé. ¿Puedo salirme?
Él no parecía listo para irse. Sus dedos jugaban con las perlas de mi vestido.
―¿Qué le pasó a tu teléfono?
―Se me cayó.
―¿Cuándo?
―Ayer. Después del trabajo.
―¿Por eso no te llegaban las llamadas?
―Ajá.
―Ya veo.
Me miró. Su semblante era abrasador. Tuve la sensación de que mi cabello se incendiaría en cualquier momento.
―Entonces, llevaron a la madre de Andrés al hospital y te buscó para que la cuidaras. ¿Verdad?
―¿Cómo supiste? ―Levanté la mirada bruscamente al preguntarle. Pasó un minuto antes de que cayera en la cuenta―. Abril te dijo, ¿verdad?
No lo admitió ni lo negó. Abril tenía la boca demasiado grande. No quería que Roberto supiera la verdad tan pronto. No me importaba que llegara a las conclusiones equivocadas.
―¿Por qué no me llamaste?
―No pude recordar tu número.
―¿Y por eso decidiste dejarme esperándote toda la noche?
¿Dijo que me esperó toda la noche? ¡Qué descaro!
―Dámelo.
Le puse el papel en el que venía la bola de arroz. Me miró incrédulo.
―¿Es una broma?
―¿No estabas pidiendo esto?
Creí que quería ayudarme a tirarla.
―Deja de fingir que no sabes lo que pasa. ¿Dónde está mi regalo de cumpleaños?
―¿Quién finge? ―resoplé.
Ayer le había pedido a Silvia que le diera el regalo. ¿Por qué me pedía otro? Un momento. Quizás ella no le dio el regalo.
―Se lo di a Silvia ayer para que pudiera dártelo.
El semáforo se puso en verde. El auto no se movió. Las manos de Roberto se quedaron quietas sobre el volante mientras se volvía y me miraba.
―¿Le diste mi regalo a Silvia?
―Así es. Me la encontré en el elevador antes de irme al hospital. Pensé que podría pedirle que me ayudara a dártelo.
―¿Que podrías pedírselo? ¿Ayudarte? ¿Qué clase de ayuda creíste que te daría?
―De todos modos ella iría a la fiesta. No sería ningún inconveniente. No fui pero eso no significa que no te hubiera preparado un regalo.
Tenía cortadas y moretones en la punta de los dedos por esculpir el pendiente de jade que le hice.
El auto de atrás no paraba de pitarnos. El estridente claxon me hacía zumbar la cabeza.
―Sólo muévete.
Parecía estar rumiando algo. Entrecerró los ojos como si no dejara de pensar. Entonces, alguien golpeó la ventana. Una cara regordeta miraba por la ventana con irritación y enojo. Había una pizca de violencia en sus ojos.
―¿Qué estás haciendo? ¿Estás ciego o qué? ¿No ves que el semáforo está en verde? ¿Por qué no te mueves?
Roberto se volvió y bajó el vidrio. No pude ver si estaba sonriendo. Lo único que oí era la frialdad de su voz.
―¿Quién es el ciego? ¿Tú o yo?
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