Por supuesto, no me cortaron en pedazos. La máquina fue bastante delicada conmigo. Las partes móviles giraron alrededor de mi cabeza una vez. Un momento después, me deslizaron fuera de la cámara.
Roberto seguía de pie en el mismo lugar que hace un momento. Las luces de la habitación tenían un color extraño y proyectaban un brillo inusual en su rostro. Me ayudó a salir de la máquina. Sus manos se sentían frías y yo estaba bastante segura de que no era porque se sintiera nervioso. Los resultados se dieron a conocer en poco tiempo. El médico se acercó a nosotros tan pronto como Roberto me subió a la silla de ruedas. Tenía mi informe médico en sus manos.
—Señor Lafuente, la tomografía computarizada de la señora muestra que no hay nada sospechoso en su cerebro.
—Doctor, hablemos afuera —dijo Roberto. Tomó el informe del médico y se marchó. Tuve la extraña sensación de que me acababan de diagnosticar una enfermedad terminal y que ellos mantenían el secreto, no querían que me enterara. Sólo recé para que Roberto nunca se enterara de que le había mentido. Si lo hacía, me cortaría en pedazos y me daría de comer a los tiburones.
Regresó a mi lado después de un tiempo. Luego, se puso en cuclillas y me miró fijamente.
—¿Tengo una enfermedad terminal? —pregunté. Su mirada me estaba dando escalofríos.
—Bueno, no.
—La mirada en tus ojos dice que sí.
—Isabela, ¿sabes que sufres de un trastorno?
—¿En serio? No tenía idea.
—Eres sonámbula —me expresó con simpatía mientras me revelaba la verdad.
No esperaba que me dijera eso de forma directa, a la cara. No estaba segura de cómo reaccionar. Seguro tenía una mirada aturdida en mi rostro.
—¿Soy sonámbula? —dije mientras parpadeaba con fuerza—. ¿Eso fue lo que te dijo la tomografía computarizada?
—Hicimos la tomografía computarizada para asegurarnos de que no tienes ningún otro trastorno neurológico. La tomografía computarizada muestra que no hay nada malo en tu cerebro. Revisé las imágenes de seguridad. Saliste anoche, no te quedaste cama durante toda la noche.
—¿En serio? —exclamé y abrí los ojos ampliamente—. ¿Salí? No recuerdo haber hecho eso.
—Se veía que caminabas dormida —dijo. Lo noté afligido—. Isabela, parece ser que eres sonámbula.
Pretendí que la noticia me era dolorosa, más que para a él. Me preguntaba si debía taparme la boca con las manos y si debía empezar a llorar en público.
—¿De verdad no tenías idea de que caminas dormida? —preguntó lleno de simpatía mientras acariciaba mi cabeza.
—No —dije con gran dolor.
—Ya veo —respondió y asintió con comprensión. Entonces me dijo sin previo aviso: —Si no sabías que caminas dormida, ¿cómo lo sabe Abril?
Estaba lista para mostrar mis habilidades de actuación cuando escuché lo que dijo. Casi me atraganto con mi propia saliva. Aparté la mirada presa del pánico. Los engranajes en mi cabeza empezaron a girar de manera salvaje.
—Tenemos pijamadas todo el tiempo. Por supuesto que lo sabía —expliqué en medio del pánico. La explicación sonaba perfecta. Nunca me di cuenta de lo rápida que podía ser en la marcha.
—¿En serio? Abril me dijo que tú le dijiste que caminas dormida.
—¿Que acabas de decir? —exclamé conmocionada. No habíamos entrado en los detalles de mi engaño, ni siquiera la había visto.
Roberto rio a carcajadas de la nada. Sus dedos se apretaron un poco alrededor de mi cabello cuando me preguntó: —¿Quién pensó en esta pésima excusa? ¿Tú? ¿O ella?
—Eso me duele —grité mientras jalaba mi cabello de sus dedos.
Fui ingenua al pensar que se lo había creído. Me regocijé de engañarlo con éxito, pero no lo había logrado.
—Estabas en el jardín anoche —dijo. Sus ojos eran fríos—. Me viste, pero no te molestaste en decirme que estabas allí. Viste mientras buscaba en todo el hospital y como salí corriendo por la ciudad para encontrarte.
—No pensaba mentirte —le dije con timidez. Sus ojos me pusieron nerviosa—. Estaba en el jardín. Es sólo que no quise avisarte que estaba allí.
—¿Por qué? ¿Estabas enojada? ¿Estabas celosa?
—No, claro que no.
—Esa fue una respuesta rápida. Debe ser la culpa hablando —comentó mientras se inclinaba hacia mí. Tomó mi barbilla cuando me incliné hacia atrás por instinto.
—Isabela —dijo. Su voz sonaba un tanto ronca.
Mi corazón estaba acelerado. Entré en pánico. No sabía qué diría a continuación.
Tenía los ojos enrojecidos. Parecía una pintura gótica con sus oscuros colores carmesí. No pude evitar sentirme nerviosa mientras lo miraba a los ojos.
—¿Qu-qué?
—¿Estas enamorada de mí? —lo dijo de una forma tan lenta que pude escuchar cada palabra claramente.
Entendí lo que estaba diciendo. Sabía la respuesta a su pregunta.
—Deja de pensar tanto de ti mismo —le contesté—. No.
—Es bueno saberlo —dijo. Alejó sus dedos en mi barbilla y se sentó en su silla—. No lo hagas. No deberías enamorarte de mí.
Le di una mirada de incredulidad. Apoyó su pierna contra su rodilla y comenzó a leer los archivos en su teléfono. No sabía qué quiso decir con eso. Sus palabras me dejaron muy confundida. ¿Por qué me había dicho que no me enamorara de él? ¿Qué quiso decir con eso? ¿Me dijo que no me enamorara de él? ¿Que no quería que me enamorara de él? Después de todo, era Roberto. La gente se moría por amarlo. Todos los miembros de la alta sociedad de la ciudad estaban enamorados de él. Algunas sólo tenían el propósito de llamar su atención. Parecía estar tranquilo. Yo también me veía tranquila, pero podía sentir que me deslizaba. Me estaba deslizando hacia un abismo profundo.
Más tarde esa noche, miré al techo mientras yacía en la cama. Fue entonces cuando me di cuenta de que la emoción que sentía era desesperanza. No importaba si estaba secretamente enamorada de él, ni siquiera tenía derecho a hacer eso. Roberto era un idiota terrible. Si de verdad sentía el más mínimo sentimiento por él, debía detenerme en ese mismo momento. No era demasiado tarde, ¿verdad?
Comentarios
Los comentarios de los lectores sobre la novela: Un extraño en mi cama