No me importaba perder a Abril como mi asistente perfecta. Estaba dispuesta a hacer lo que fuera si así ayudaba a que su padre recuperara la salud, pero la vida era cruel y éramos impotentes frente a sus desgracias.
Salí del cuarto al cabo de unos momentos. No podía soportar ver al padre de Abril en ese estado, no podía detener las lágrimas que llenaban mis ojos hasta derramarse.
Ella arribó poco después. Me jaló de la manga con los ojos inyectados y dijo:
—Isabela, me temo que no podré seguir pasando tiempo contigo.
—Ahora tienes mucho trabajo —dije, y le tomé la mano—: deja de hacer enojar a tu padre, concéntrate en administrar la empresa. Puedes hacerlo.
—Juré que no me haría cargo del negocio familiar así se derrumbara el cielo. No lo hizo, mi familia se derrumbó antes —dijo Abril, apretando mis manos—. Isabela, tengo tanto miedo... tanto miedo de que mi papá muera.
—No digas esas cosas —repliqué. Las manos de Abril estaban frías. Las envolví con mis dedos, que no estaban más tibios.
Entendía el dolor de perder a un padre. Me había sentido perdida y confusa al principio. Era como hacerse una cortada grande y profunda: al principio no se sentía nada, pero cuando comenzaba a sangrar, los nervios empezaban a mandar señales y era entonces cuando se sentía el dolor. Se expandía desde el corte y recorría todas las partes del cuerpo, todas las células, desde las puntas del cabello hasta las puntas de los dedos. Nada se escapaba del dolor.
No supe cómo consolarla. Quería hacerle compañía un rato más, pero me dijo que volviera a mi cuarto, alegando que todavía estaba recuperándome de la neumonía y que no debería estar afuera.
Regresé a mi habitación y casi choqué de frente con el pecho de Roberto, que estaba parado en la entrada como una pared muy resistente.
—¿A dónde fuiste? ¿Andabas sonámbula otra vez? —averiguó con el brazo sobre el marco de la puerta. No me iba a dejar entrar hasta que contestara a sus preguntas.
—Es pleno día. No estaba dormida, así que ¿por qué estaría sonámbula? —protesté antes de deslizarme bajo su brazo hasta la recámara. No quería contarle acerca del padre de Abril. Eran gente importante, y el hecho de que se enfermaran era un gran acontecimiento.
Roberto era socio del padre de Abril pero también su competidor. Sería prudente no hacerle saber nada en ese momento.
—Fui a caminar —continué.
—¿Y por eso tienes los ojos rojos? ¿De caminar? —dijo antes de tomarme del brazo y colocarme frente a él. Agachó la cabeza y me miró fijamente.
—¿Qué te pasa ahora?
—Me entró arena a los ojos —mentí, frotándolos.
—Sabes que las telenovelas dejaron de usar esa excusa hace diez años —se burló.
—Tómalo o déjalo —salté, de muy mal humor. Me senté en la cama con los brazos alrededor de mis rodillas, como un pequeño ovillo humano.
—¿Qué es esa arena que se te metió a los ojos? —Roberto se sentó enfrente de mi cama, implacable.
—Eres bastante curioso, ¿verdad? —respondí antes de enterrar mi rostro en mis rodillas y detrás de mi cabello. Eso me hacía sentir segura, pero Roberto me tomó de la cabeza, obligándome a sacar el rostro, y toda sensación de consuelo desapareció.
Arqueaba una ceja, y su frente se había arrugado profundamente. Conocía esa expresión; había perdido la paciencia.
—¿Qué te pasa? ¿Crees que no tengo maneras de averiguarlo si no me lo dices?
—¿No puedo tener mis propios secretos? —le pregunté con franqueza—. ¿Por qué te importan tanto mis asuntos personales? ¿Por qué estás aquí todos los días y por qué estás cuidándome? ¿Por qué me buscaste por toda la ciudad cuando pensaste que desaparecí?
Se congeló con aquel torrente de preguntas, y después de un rato, apretó los labios y dijo:
—Te preocuparías si se extraviara tu perro. Claro que me preocuparía si una persona desaparece.
—Estás sufriendo unos efectos secundarios muy graves por eso de la arena en los ojos —dijo Roberto. Había aparecido de la nada y ahora estaba de pie ante la cama. Miró la mesita llena de comida sin tocar y desvió la vista hacia mí—. Te hizo perder el apetito.
No quería hablar con él. Me quedé en silencio. Vi con el rabillo del ojo que Roberto despedía a la señora Muñoz con un gesto; esta salió de la habitación. Esperé que Roberto empezara a infligirme algún tormento, pero sólo se sentó en el borde de la cama con un cuenco en la mano.
—Come un poco —dijo alzando la cuchara llena. Me estaba alimentando él mismo. Debería estar llorando de gratitud, debería darle las gracias con las lágrimas corriéndome por las mejillas, pero no estaba de humor.
—No tengo hambre —salté, retirándole la mano.
—¿Comiste algo a hurtadillas esta tarde?
—No.
—No comiste nada esta tarde y ahora no quieres cenar.
—Saltarme una comida no me va a matar.
—Das la impresión de que rompieron contigo —dijo y volvió a meter la cuchara en el cuenco—. Yo no rompí contigo, así que no tienes que verte tan miserable.
—Sólo déjame en paz. Se lo agradeceré a los dioses —contesté secamente. Parecía frustrado en extremo, pero no podía hacer nada al respecto.
—La abuela me matará a bastonazos si pierdes todavía más peso —dijo luego. Usaba a la anciana como excusa, tratando de inspirar lástima. Eso sí quera impropio de él.
—La abuela no te va a matar.
—Me mantendrá vivo para que pueda cuidarte, así que toma un bocado —añadió y metió la cuchara en mi boca.
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