Un extraño en mi cama romance Capítulo 3

Santiago había estado volteado mientras miraba cómo cambiaban los números en el panel del elevador. Cuando escuchó la pregunta, giró su cabeza hacia mí con brusquedad.

—¿Cómo?-

-Tú estabas encima, así que seguro que eres el activo. Pero Roberto no parece el tipo de hombre que es sumiso —murmuré.

Su rostro estaba del color del famoso logo de los Rolling Stones. No pude ver más allá del rojo. Me tiñó la vista y el mundo. Se humedeció los labios y balbuceaba como si le faltara el aliento.

-Señorita Ferreiro, no es lo que cree...

-No digas más. Eso no es lo que intento decir -expliqué apresuradamente—. No me interesa lo que esté sucediendo entre ustedes dos. Además, mi relación con Roberto no es lo que imaginas. No tienes que preocuparte.

Sólo tenía curiosidad.

—Señorita Ferreiro...

Tenía sonrojadas las mejillas y las orejas se le habían puesto rojas. Parecía un tomate maduro. Está bien, dejaré de hacer preguntas. Las puertas del elevador se abrieron. Santiago se escurrió hacia afuera de inmediato, parecía que había escapado a la muerte por poco. La manera en que caminaba se veía un tanto extraña. Como si sintiera dolor. Mientras llegábamos a la unidad, una idea apareció en mi cabeza. ¿Habían realizado alguna actividad agotadora que lo llevó a sentir molestias en alguna parte de su cuerpo? Me acerqué a trote y le toqué la parte baja de la espalda con el dedo. Se volteó.

—Señorita Ferreiro.

Saqué de mi bolso un tubo de vaselina y se lo di. Lo tomó sin pensar, luego me miró confundido.

—Esto es...

-Es muy efectiva. Rozaduras, cortes, incluso pequeños desgarros del ano -susurré-. Sirve para todo. Sólo póntela unas cuantas veces al día. Te recuperarás en un abrir y cerrar de ojos.

Santiago agarró con fuerza el tubo. Parecía estar desconcertado. Entonces, Roberto apareció en la entrada de la unidad y gritó:

—¿Qué carajos haces, Isabela?

Me encogí de hombros del susto y luego me despedí de Santiago con la mano.

-¡No olvides usarla!

Roberto tenía el ceño fruncido mientras corría hacia él. Me fulminó con la mirada.

-¿Qué le diste?

—Vaselina.

-¿Qué es eso?

—Es un humectante. También puedes usarlo como lubricante cuando la situación lo requiera. —No pude ser más directa. La mirada en su rostro era tan inquietante que uno pensaría que se avecinaba una tormenta.

—¿Crees que es gracioso, Isabela? ¿Crees que eres mejor que yo?

—No me atrevería.

De inmediato levanté las manos para rendirme. Miré hacia la unidad. Abue estaba descansando en un cuarto separado mientras la gente se amontonaba afuera. Todos eran de la familia Lafuente. Hermanos y hermanas de Roberto, sus esposos y esposas, todos llenaban la unidad privada.

Me tomó de la muñeca con fuerza y me guió entre la gente. Sus hermanos mayores lo saludaron. Pero él pareció no haberlos visto. Este era el tipo de hombre que era: con una arrogancia que lo distanciaba de sus propios hermanos.

Me jaló junto a la cama de abue. Tenía un coágulo pero no era nada serio. Aunque recientemente había cedido a sus antojos y en secreto comía más rebanadas de pastel de frutas que las que tenía permitido. Eso le causó mareos y por eso la enviamos al hospital. Ahora se veía bien. Comenzó a limpiarse las lágrimas cuando vio a Roberto.

-Mi querido nieto, ¿por qué no viniste antes? Si hubieras tardado un instante más, no me habrías visto.

-Abue -dijo él en un extraño tono gentil mientras se sentaba a su lado—, son tonterías. Sólo necesitas cuidar lo que comes en el futuro y llegarás a vivir hasta los doscientos.

—¿Eso no me hará un demonio? Además, ¿qué caso tiene vivir si no puedes comer cosas deliciosas?

Abue tomó la mano de Roberto. De repente, sus ojos se volvieron hacia mí.

—¿Mmm? Mi querida Isa, no llevabas eso puesto cuando te fuiste. ¿Por qué te cambiaste la ropa?

-Eh.

No esperaba que abue fuera tan observadora. Me quedé sin palabras al momento, no segura de cómo explicarlo. Ella abrió los ojos como platos. Se dio una fuerte palmada en el muslo, como si hubiera entendido, y luego se rio alegremente.

-Ya sé, ya sé. Está bien llegar tarde por eso.

Se me subió la sangre a la cabeza. Abue siguió bromeando con nosotros mientras nos aseguraba que no le importaba en absoluto. Roberto se veía bastante aliviado. Puede que tuviera muchas fallas, pero al menos era leal. Era su nieto favorito.

El mayordomo trajo la cena de abue. Avena cocida y pepinillos. Abue le echó un vistazo a la cena, luego se volteó.

-Llévense esta basura y dénsela a los puercos. No pienso comer eso.

-Abue. -La esposa del hermano mayor de Roberto se abrió camino y le quitó los termos al mayordomo-. El doctor dijo que casi te desmayaste porque has estado comiendo cosas demasiado grasosas. Tienes que llevar una dieta más saludable por ahora.

—Tú eres la que está llena de grasa. Se me sube la presión nada más de verte -dijo abue al tiempo que sacudía violentamente las manos—. Aléjate de mí.

De todas sus nueras, era la que más detestaba abue. No tenía mucho tacto. A nadie le gustaba escucharla cuando decía las cosas de tal manera.

Roberto tomó los termos y me los puso en las manos.

—Encárgate de esto. Te esperaré afuera.

Como si yo tuviera manera de convencer a abue. Era quien se portaba más amable conmigo desde que me había casado. Su amor por su nieto favorito debió haberse derramado a la esposa. Roberto salió del cuarto. Poco a poco, los demás hicieron lo mismo. Abrí los termos y serví la avena. La cara de abue estaba tan sombría como una tormenta.

—Ve y busca a alguien que le guste comer esto. Yo no pienso hacerlo.

Sostuve la avena mientras me sentaba frente a ella. Luego, saqué una cucharada.

-Abuela, ¿quieres que me vaya?

—¿A qué te refieres?

La anciana me vio de reojo. Cada que hacía eso, una de sus cejas se arqueaba. Era fascinante.

—No le gusto a Roberto. No hay forma de que no lo sepas. Ahora me encargó esta difícil tarea. Si no me ayudas, definitivamente lo usará como excusa para echarme de la familia. Después de eso, ya no habrá nadie que juegue contigo.

Abue me miró como una lechuza y entrecerró un ojo. Probablemente estaba sopesando los pros y los contras. Lo pensó un largo rato antes de por fin hacer un puchero y decir:

—Bueno, bueno. Es mi culpa por quererte. Lo comeré.

-¡Genial! -Me alegré mientras le pasaba el tazón de avena-. Mañana te traeré un poco de carne seca, abue. Hará que la avena sepa mejor.

—¿Lo prometes?

Los ojos de la anciana brillaron cuando mencioné la carne. Yo tenía algo de experiencia con los mayores. En mi familia también había uno, mi abuelo paterno. Nadie de la familia le caía bien, excepto yo un poco.

La anciana casi se terminaba la avena. Tomé los termos y salí de la unidad. La voz de Roberto resonó detrás de mí.

-Isabela.

Me sobresaltó. Quedé helada, luego me di la vuelta.

—Casi me matas del susto.

-¿Abue se comió la avena?

-Casi se la acabó toda —dije mientras levantaba los termos.

Él levantó las cejas.

—Sabía que podías.

Lo tomé como un halago. Seguí caminando por el pasillo con los termos en mano. De repente, me arrojó algo. Lo atrapé sin pensar. Era mi tubo de vaselina.

—¿Qué intentas decirme?

Me dio un empujón con el hombro mientras pasaba junto a mí e ignoraba la pregunta. Lo perseguí.

—¿Esto significa que tú eres el pasivo?

Se quedó parado en la recepción, esperando el elevador.

Lo pensé un momento y finalmente me decidí a devolverle la vaselina.

—Ten, tú la necesitas más que yo. Te juro que de verdad funciona.

-¡Isabela! Echó la vaselina a la basura. Un tiro perfecto. Luego, se metió al elevador. Cada que intentaba ayudar, terminaba arrojándole perlas a los cerdos.

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