Santiago había estado volteado mientras miraba cómo cambiaban los números en el panel del elevador. Cuando escuchó la pregunta, giró su cabeza hacia mí con brusquedad.
—¿Cómo?-
-Tú estabas encima, así que seguro que eres el activo. Pero Roberto no parece el tipo de hombre que es sumiso —murmuré.
Su rostro estaba del color del famoso logo de los Rolling Stones. No pude ver más allá del rojo. Me tiñó la vista y el mundo. Se humedeció los labios y balbuceaba como si le faltara el aliento.
-Señorita Ferreiro, no es lo que cree...
-No digas más. Eso no es lo que intento decir -expliqué apresuradamente—. No me interesa lo que esté sucediendo entre ustedes dos. Además, mi relación con Roberto no es lo que imaginas. No tienes que preocuparte.
Sólo tenía curiosidad.
—Señorita Ferreiro...
Tenía sonrojadas las mejillas y las orejas se le habían puesto rojas. Parecía un tomate maduro. Está bien, dejaré de hacer preguntas. Las puertas del elevador se abrieron. Santiago se escurrió hacia afuera de inmediato, parecía que había escapado a la muerte por poco. La manera en que caminaba se veía un tanto extraña. Como si sintiera dolor. Mientras llegábamos a la unidad, una idea apareció en mi cabeza. ¿Habían realizado alguna actividad agotadora que lo llevó a sentir molestias en alguna parte de su cuerpo? Me acerqué a trote y le toqué la parte baja de la espalda con el dedo. Se volteó.
—Señorita Ferreiro.
Saqué de mi bolso un tubo de vaselina y se lo di. Lo tomó sin pensar, luego me miró confundido.
—Esto es...
-Es muy efectiva. Rozaduras, cortes, incluso pequeños desgarros del ano -susurré-. Sirve para todo. Sólo póntela unas cuantas veces al día. Te recuperarás en un abrir y cerrar de ojos.
Santiago agarró con fuerza el tubo. Parecía estar desconcertado. Entonces, Roberto apareció en la entrada de la unidad y gritó:
—¿Qué carajos haces, Isabela?
Me encogí de hombros del susto y luego me despedí de Santiago con la mano.
-¡No olvides usarla!
Roberto tenía el ceño fruncido mientras corría hacia él. Me fulminó con la mirada.
-¿Qué le diste?
—Vaselina.
-¿Qué es eso?
—Es un humectante. También puedes usarlo como lubricante cuando la situación lo requiera. —No pude ser más directa. La mirada en su rostro era tan inquietante que uno pensaría que se avecinaba una tormenta.
—¿Crees que es gracioso, Isabela? ¿Crees que eres mejor que yo?
—No me atrevería.
De inmediato levanté las manos para rendirme. Miré hacia la unidad. Abue estaba descansando en un cuarto separado mientras la gente se amontonaba afuera. Todos eran de la familia Lafuente. Hermanos y hermanas de Roberto, sus esposos y esposas, todos llenaban la unidad privada.
Me tomó de la muñeca con fuerza y me guió entre la gente. Sus hermanos mayores lo saludaron. Pero él pareció no haberlos visto. Este era el tipo de hombre que era: con una arrogancia que lo distanciaba de sus propios hermanos.
Me jaló junto a la cama de abue. Tenía un coágulo pero no era nada serio. Aunque recientemente había cedido a sus antojos y en secreto comía más rebanadas de pastel de frutas que las que tenía permitido. Eso le causó mareos y por eso la enviamos al hospital. Ahora se veía bien. Comenzó a limpiarse las lágrimas cuando vio a Roberto.
-Mi querido nieto, ¿por qué no viniste antes? Si hubieras tardado un instante más, no me habrías visto.
-Abue -dijo él en un extraño tono gentil mientras se sentaba a su lado—, son tonterías. Sólo necesitas cuidar lo que comes en el futuro y llegarás a vivir hasta los doscientos.
—¿Eso no me hará un demonio? Además, ¿qué caso tiene vivir si no puedes comer cosas deliciosas?
Abue tomó la mano de Roberto. De repente, sus ojos se volvieron hacia mí.
—¿Mmm? Mi querida Isa, no llevabas eso puesto cuando te fuiste. ¿Por qué te cambiaste la ropa?
-Eh.
No esperaba que abue fuera tan observadora. Me quedé sin palabras al momento, no segura de cómo explicarlo. Ella abrió los ojos como platos. Se dio una fuerte palmada en el muslo, como si hubiera entendido, y luego se rio alegremente.
-Ya sé, ya sé. Está bien llegar tarde por eso.
Los ojos de la anciana brillaron cuando mencioné la carne. Yo tenía algo de experiencia con los mayores. En mi familia también había uno, mi abuelo paterno. Nadie de la familia le caía bien, excepto yo un poco.
La anciana casi se terminaba la avena. Tomé los termos y salí de la unidad. La voz de Roberto resonó detrás de mí.
-Isabela.
Me sobresaltó. Quedé helada, luego me di la vuelta.
—Casi me matas del susto.
-¿Abue se comió la avena?
-Casi se la acabó toda —dije mientras levantaba los termos.
Él levantó las cejas.
—Sabía que podías.
Lo tomé como un halago. Seguí caminando por el pasillo con los termos en mano. De repente, me arrojó algo. Lo atrapé sin pensar. Era mi tubo de vaselina.
—¿Qué intentas decirme?
Me dio un empujón con el hombro mientras pasaba junto a mí e ignoraba la pregunta. Lo perseguí.
—¿Esto significa que tú eres el pasivo?
Se quedó parado en la recepción, esperando el elevador.
Lo pensé un momento y finalmente me decidí a devolverle la vaselina.
—Ten, tú la necesitas más que yo. Te juro que de verdad funciona.
-¡Isabela! Echó la vaselina a la basura. Un tiro perfecto. Luego, se metió al elevador. Cada que intentaba ayudar, terminaba arrojándole perlas a los cerdos.
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