Creí que algunas personas jamás cambiaban. Andrés Gallardo era una de ellas. Con frecuencia había descansado en sus brazos cuando era una niña. Mis sentimientos por él habían sido puros, sin una sola noción romántica que me pasara por la cabeza. Después, me había dado cuenta de que lo había amado como una chica ama a un chico. Para entonces, él ya se había mudado a Inglaterra. Le había profesado mi amor en secreto a través de una carta, pero para entonces tal vez ya se había mudado a los Estados Unidos. Tal vez no la había recibido.
Sus abrazos no habían cambiado. Todavía eran tan cálidos y reconfortantes como antes. Me abrazó también, estrechamente, al tiempo que yo escondía el rostro en su chaqueta. Antes le gustaba usar camisas de mezclilla. El calmante aroma de detergente de lavandería siempre había estado ahí. Me gustaba el tacto áspero de sus camisas. Se sentían ordinarias, como la vida misma. La inquietud y la frustración que había estado sintiendo los últimos días se evaporaron de manera instantánea cuando me hundí en el abrazo de Andrés.
Las puertas del elevador se abrieron. Estaba a medias consciente de que había dos personas en la entrada del elevador, pero los ignoré. No sabía a qué piso nos dirigíamos. Estaba concentrada en abrazar a Andrés; no pensaba en ninguna otra cosa. La voz que escuché entonces me puso a temblar de inmediato.
—Isabela.
Me volví lento, sin separarme de Andrés, viendo la entrada del elevador. Había dos hombres altos, uno de los cuales yo conocía: uno de ellos era el alto y apuesto Santiago Galindo, el más bello de todos. El otro era el desalmado e inexpresivo demonio del infierno, Roberto Lafuente.
Los circuitos de mi cerebro se chamuscaron. ¿Por qué tenía tan mala suerte? De todos los lugares, ¿por qué me topé ahí con Roberto?
Me quedé muda. Me tomó un largo rato ser capaz de articular una respuesta.
-Hola, qué coincidencia.
—¿No vas a presentarnos? —Roberto sonrió con frialdad.
Odiaba ver esa sonrisa. Prefería que se mantuviera inexpresivo, me daban escalofríos cada vez que sonreía de esa forma.
—Este es Andrés Gallardo, mi abogado.
—¿No me vas a presentar a mí?
—Eh —dije, lamiéndome los labios—, Roberto Lafuente.
—¡Ja! —rio en apariencia contento, y luego inclinó la cabeza para mirarnos en actitud apreciativa—. ¿Van a quedarse así?
Entonces me di cuenta de que todavía estaba en los brazos de Andrés. Retrocedí un paso y me golpeé la espalda contra la pared del elevador. Él me sostuvo por instinto y me frotó la espalda.
-¿Te duele?
De pronto, tenía a alguien que de hecho se preocupaba por mí. Sacudí la cabeza.
-No.
Roberto me atajó de improviso por la cintura. Con un jalón repentino, me atrajo hacia sí, haciéndome chocar de lleno con su pecho, que estaba tan duro como una placa de metal. Mi frente aún tenía un chichón. El impacto dolió mucho. Lancé una exclamación de dolor y me llevé una mano a la frente.
—Isabela, ¿estás bien? —oí que preguntó Andrés. Roberto no me dio oportunidad de responder. Pasó un brazo alrededor de mi cuello, se dio la vuelta y se dirigió al estacionamiento. Parecía que el elevador se había detenido en el nivel subterráneo. Escuché que Santiago le hablaba a Andrés.
-Hola, señor Gallardo. La señora Lafuente está a salvo con el señor Lafuente, no se preocupe.
No sabía que Santiago era tan buen político. Siempre se había dirigido a mí como «señorita Ferreiro», pero ahora me llamaba «señora Lafuente» en frente de Andrés.
La llave estrangulados de Roberto me tenía al borde de la asfixia. Tenía mi cabeza apretada contra su axila como si fuera un jugador de baloncesto. Por fortuna, no sufría de mal olor, o me habría desmayado. Continuó con su firme agarre hasta que llegamos al auto, tras lo cual abrió la puerta y me empujó dentro. Se subió a su vez, cerró la puerta de un golpe y encendió los faros. Parecía enfadado.
Había llegado en el carro de la empresa. Los asientos eran espaciosos. Me empujó contra el asiento, presionando el cuero mientras se cernía sobre mí y me miraba.
-Ustedes dos estaban teniendo un abrazo muy apretado. -Volvió a sonreír, mostrando sus dientes brillantes. Sentí cómo se me erizaba el cabello.
No había sido así para nada. Él era el de la mente cochambrosa.
-No todos pensamos en esas cosas cuando nos encontramos con alguien —repliqué sin fuerzas.
—¿Qué cosas? -Sonrió lascivamente. El arete de diamante destelló en su oreja. Sabía que estaba equivocada, así que no me atreví a contestar. Extendió la mano de golpe y me tomó del mentón—. De pronto me doy cuenta de que hoy luces mucho más bonita. ¿Será porque acabas de reunirte con tu amigo de la infancia? ¿La reunión te dejó resplandeciente de felicidad y llena de feromonas sexuales?
Qué vulgar. Ni siquiera me molestaría en contestarle.
Siempre había sido muy bonita. Cuando niña, la madre de Andrés había dicho que yo heredé todos los buenos genes de mis padres. Mi madre había sido toda una belleza.
Me debatí para liberarme. Mi resistencia debió enojarlo, porque me oprimió hacia abajo tan pronto me solté.
-No olvides que todavía me debes. Ahora no puedes darme ninguna de tus acciones. Puedo enviar a prisión a Abril si me da la gana.
-La lesión de tu cabeza ya casi sanó. Han pasado tres días y no has hecho un reporte policial. ¿De veras crees que vas a salirte con la tuya si lo haces ahora?
—No sabía que tenías una lengua tan afilada. ¿Es porque tu novio ya regresó? ¿Te hiciste más bonita y aprendiste a contestarme? -Me apretó contra el asiento y enganchó con un dedo el tirante de la blusa de seda que llevaba bajo el abrigo-. ¿Alguna vez lo hiciste en un carro? He oído que es muy divertido...
-Roberto, deja de jugar -dije tratando de liberarme-. ¿Estás en celo o qué? ¿Por qué siempre te pones así?
—Eres mi esposa. Es legal que tenga sexo contigo cuando me dé la gana. -Me sostuvo con las piernas mientras se quitaba la chaqueta y se aflojaba la corbata, tirando de ella con tanta fuerza que podría haberse estrangulado. Se desnudó en cuestión de segundos y comenzó a tirar de mi ropa.
No iba a dejarme someter esta vez. Sobre mi cadáver. Acababa de ver a Andrés y no iba a pasar de abrazarlo, a hacerlo en el carro con este animal. No era tan fuerte, grande o pervertida como él. ¿Qué podía hacer? De pronto recordé la herida de su cabeza. Eché mi mano hacia delante y le di un fuerte coscorrón.
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