-Señorita Ferreiro, si usted no reconoce los resultados del análisis de ADN que presentó la parte contraria, ¿podrá obtener alguna pertenencia de su padre para otro análisis? Puede solicitar que se efectúe otra prueba de ADN de manera independiente.
Volví a concentrar mis pensamientos errantes luego de que Abril me diera un codazo en la cintura. Había escuchado todo lo que él había dicho, pero mi cabeza estaba demasiado repleta de pensamientos y no pensé en contestar.
Lo miré y pregunté:
—¿Es necesario hacer otro análisis?
—Sólo si usted no reconoce la validez de su reporte.
—¿Afectará el resultado de la demanda?
—Puede que no. Su padre no especificó en el testamento que los bienes asignados a usted fueron hechos porque hubiera relación consanguínea. Podemos ganar la demanda incluso si los resultados del análisis prueban que no es hija biológica de su padre. El reporte sólo alargará el proceso.
—Si ese es el caso, no hay necesidad de un segundo análisis.
-Isabela Ferreiro, ¿estás segura de que no quieres llegar al fondo de esto? —Abril me sostuvo el rostro con las manos—. ¿Planeas salir del paso por la vida sin nunca tener la certeza?
-No importa si tenemos lazos de sangre. Siempre seré la hija de mi padre.
-Tienes miedo, ¿verdad?
Esa era la Abril Rojas que yo conocía. Siempre sabía exactamente lo que me pasaba. Tenía razón, me daba miedo averiguarlo. La miré y pregunté:
—¿De veras tengo que hacerlo?
—Tienes que.
—Bueno, de acuerdo.
Aquella era mi mayor fortaleza, o quizá lo que algunos llamarían mi mayor debilidad: era fácil de convencer. Para ser exactos, no tenía criterio propio.
Andrés ordenó los documentos, los retiró y se puso de pie.
—Señorita Ferreiro, la audiencia está programada para la próxima semana. Programaré otra reunión con usted antes de la sesión en la corte. Por favor infórmeme sobre los resultados de la prueba de ADN cuando salgan; si no ayudan a su caso, no tenemos que presentarlos en la corte —dicho esto, saludó a Abril con la cabeza—. Me voy, Abril.
El tono que usaba para hablarme a mí y para hablar con ella eran dos mundos aparte. A ella le hablaba como a una amiga; cuando se dirigía a mí, lo hacía como si estuviera hablando cortésmente con un extraño. Todavía miraba atontada la puerta por la que había abandonado la sala de juntas cuando Abril me dio un empujón.
-¿Por qué te ignoró Andrés?
—¡Qué sé yo! —gemí abatida.
-Ve tras él y pregúntale.
—Olvídalo —dije yo.
—¡Siempre dando largas! ¡Me vas a volver loca! —dijo Abril, quien me tomó del brazo y echó a correr en pos de Andrés. Había sido una atleta. Era alta y tenía largos brazos y piernas. No había ningún deporte en el cual no hubiera sobresalido desde que era una niña. En la universidad, nadie podía ganarle en carreras de corta distancia;
también tenía resistencia para hacer carreras largas. La distancia más larga que yo podía correr antes de caer muerta eran ochocientos metros. Abril, por otro lado, podía hacer maratones enteros.
Me arrastró de forma muy literal mientras corría.
Llegamos al recibidor. Andrés justo entraba al elevador y ella me arrastró al interior. Él no pareció sorprenderse, sino que nos preguntó con calma:
-¿A qué piso van?
—¿Cómo que a qué piso? Adonis, ¿no deberías estar explicándote? ¿Por qué estás tratando a Isabela como a una completa extraña? -Abril se inclinó hacia Andrés, apretando la mano contra la pared del elevador. Era como una escena sacada de una novela romántica: el vigoroso director de una empresa acorralando a su dulce y confundida amada en una esquina. Era casi tan alta como él. Parecía haber crecido en los últimos dos años, antes medía un metro setenta y ocho, pero ahora debía alcanzar al menos un metro ochenta.
—No es el caso en absoluto. Sólo no sabía cómo dirigirme a ella. No estaba seguro de si era más apropiado llamarle «señorita Ferreiro» o «señora Lafuente».
-Isabela, has crecido -dijo. Sus labios se curvaron ligeramente. De todos los hombres que había conocido, él era el más apuesto cuando sonreía—. Antes me llegabas al pecho, ahora me llegas a las orejas.
-Sigo siendo la enana.
-¿Crees que todas las chicas deberían ser tan altas como la tonta de Abril? -se rio. Tenía una risa tan cálida y atractiva. La luz del sol no llegaba al encerrado elevador, pero en sus ojos pude sentir el sol y su tibieza.
—Adonis, te he estado buscando, pero no te encontraba -musité.
—No me quedé en Inglaterra. Me fui a los Estados Unidos después de eso.
—¿Recibiste mis cartas? Mi papá me llevó de regreso a la residencia de los Ferreiro. Te di mi nuevo domicilio.
—Te escribí cartas, ¿no las recibiste? Te escribí y te dije que me iba a mudar a los Estados Unidos.
-No recibí nada -le dije la verdad-. Cuando mi papá fue a Inglaterra por un viaje de negocios, le di tu domicilio y le pedí que te buscara. Cuando Silvia fue a Inglaterra también le pedí su ayuda para buscarte, pero ninguno te encontró.
Me miró con simpatía y arrepentimiento, y la pena inundó sus ojos.
-Papá tuvo un accidente de auto en Inglaterra y falleció. Mamá estaba muy alterada, así que nos mudamos a los Estados Unidos y nos quedamos con mi tía.
-Oh. -No tenía ¡dea de que una tragedia tan devastadora le hubiera ocurrido también a Andrés. No supe cómo consolarlo, sólo pude mirarlo como una idiota. De pronto abrió los brazos.
—Perdóname por haber hecho suposiciones. ¿Me das un abrazo, Isabela?
Claro que sí. Había esperado tanto tiempo para hacerlo.
Enterré mi cabeza en sus brazos y lo estreché con fiereza.
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