Me volví y le eché un vistazo a Silvia, que estaba parada detrás de nosotros. Parecía serena, sin un atisbo de emoción en su rostro.
—Hermana —dije.
-No tenemos parentesco de sangre. Puedes llamarme por mi nombre —dijo tranquila-. Pueden continuar con su conversación. Me voy.
-Oh, no estaba tratando de interrumpir tu conversación -le grité a Silvia. Ella ya se había ido para entonces.
No había tenido la intención de hacer eso en absoluto.
Miré a Roberto.
—No quise interrumpirlos. Todos empezaron a amontonarme bebidas porque no estabas cerca. Por eso vine a buscarte.
—Esa es una buena excusa. Isabela, me di cuenta de que puedes ser bastante inteligente. Es una lástima que también seas muy juvenil -dijo mientras me arrojaba mi teléfono. Luego, se dio la vuelta y regresó a la fiesta.
Corrí tras él.
—Roberto, vayamos a casa.
Me ignoró y entró a la fiesta.
Donde él fuera, yo también. No me pegaba a él como una sombra porque disfrutara haciéndolo. Él era el único que podía protegerme de todos los demás.
Mi madrastra se adelantó para brindar por Roberto. Ella sonrió cuando dijo:
—Roberto, el alma de tu suegro descansará bien en el cielo, sabiendo que nos hemos convertido en socios.
—Así es —sonrió Roberto con educación.
Me trataron como si no estuviera allí a pesar de que estaba junto a ellos. Mi madrastra ni siquiera me miraba.
Todo gracias a la temible reputación de Roberto, nadie se atrevía a acercarse a mí para brindar. Me dirigí hacia la mesa del bufet y comencé a comer sin preocuparme. La comida se veía deliciosa. Estaba hambrienta. Pero todo me sabía a ceniza en la boca.
Mi horrible primer día de trabajo terminaría pronto. A partir de hoy, tendría que trabajar con un grupo de personas que me odiaban.
Gente como mi madrastra y Laura.
No olvidemos a Roberto. Además de encontrarnos en casa durante las noches, de seguro también lo vería mucho más durante el día.
Me senté en un rincón, mirando el brillo y el glamour desplegándose ante mis ojos. No pertenecía a este mundo. Mi mundo era más simple. Tenía a mi papá y a mi mamá, Abril, Andrés y yo.
Pero nada se quedaba igual para siempre. Esperaba que al menos Abril, Andrés y yo pudiéramos estar juntos para siempre.
La fiesta al fin terminó. Lo había sobrevivido ilesa. Seguí a
Roberto a casa.
Fuimos en el mismo coche. Me apoyé pesada contra el asiento y miré por la ventana. Me sentía agotada emocional y físicamente. Estaba muerta de pie.
-¿A quién le diste el perro? -preguntó Roberto de la nada.
-Se lo di a Andrés. Él me ayudará a cuidarlo -dije sin pensar.
—¿No te dará eso otra excusa para ir a su casa? ¿Visitar al perro?
Levanté la mirada a Roberto.
—No necesito una excusa para visitar a Andrés.
Apretó mis mejillas con la mano. Estaba furioso.
—No creas ni por un segundo que eres una mujer de negocios que toma las decisiones ahora. No seas insolente cuando te hablo.
Este machista testarudo. Luché por liberarme.
Me soltó, luego se volvió y miró por la ventana con una expresión aburrida en su rostro.
El interior del coche estaba iluminado con luz tenue. Las luces arrojaron un delicado resplandor sobre él.
Roberto era un hombre extraño. Cuanto más se escondía en las sombras, más claro parecía uno verlo. Pero cuando estaba en presencia de luz, se volvía incomprensible, la mirada en sus ojos ilegible. A veces, podía ver tristeza en sus ojos. Podía tener lo que quisiera. ¿Por qué estaría triste?
Lo miré como estúpida.
—¿Hay algo en mi cara? -preguntó de repente.
-No realmente.
-¿Por qué me miras entonces?
-¿A quién más puedo mirar?
-Tenemos un chófer —sonrió con malicia.
-Él mira el camino. ¿Cómo se supone que voy a ver su cara?
Acurruqué mis piernas en mi asiento y abracé mis rodillas con fuerza. Esto me hizo sentir segura. Luego, enterré mi rostro entre mis rodillas.
-Roberto -murmuré-. Honestamente, te envidio a veces.
—Todo el mundo me tiene envidia —dijo con una sonrisa sarcástica en sus labios.
Ese debe ser el idiota en él hablando.
-No en ese sentido. Lo que quiero decir es que envidio lo fuerte y valiente que eres. No parece que tengas miedo de nada en absoluto. Ah, excepto por los animales pequeños.
No se enojó esta vez. Me miró en silencio y dijo:
—No te molestes con halagos. No te llevará a ninguna parte.
-No estoy tratando de halagarte. -Abracé mis rodillas con fuerza y suspiré—. Eres fuerte y eso hace que las personas que te rodean parezcan débiles. Pero no estás dispuesto a proteger a nadie. Quizás así son las cosas. Cuanto más egoísta eres, más fuerte te vuelves.
Agarró mi hombro con fuerza.
-Creo que entiendo lo que estás diciendo ahora. ¿Estás diciendo que soy egoísta?
Me estaba lastimando el hombro. Me eché a reír como una idiota.
-Así es -dije.
Me reí como tonta. Roberto me miró desconcertado. Luego, aflojó su agarre y, por suerte, también se echó a reír.
-¿Por qué te ríes? —le pregunté confundida.
-¿Cómo es eso de tu incumbencia? -Su risa llenó todo el auto. Se derramó por las ventanas y cruzó el cielo nocturno.
Tenía la sensación de que la risa de Roberto había sido genuina.
Entonces, el coche se detuvo a un lado de la carretera.
Miré hacia afuera. No habíamos llegado a la residencia de los Lafuente.
—¿Qué haces?
—Sal del coche —dijo. Abrió la puerta y salió.
-¿Qué quieres? -pregunté aterrorizada. ¿Fue algo que dije? ¿Me iba a matar?
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