Era imposible. Ahí estaba yo, tratando de tener una conversación decente con él, y allí estaba él, llamándome una hipócrita.
-Creo que ahora lo entiendo -dije mientras miraba la pálida luz de la luna derramarse sobre su blanca mejilla—. Lo dices porque estas cosas son importantes para ti, por lo que no puedes creer que los dejaría. ¿Estoy en lo cierto?
Giró la cabeza y dejó de hablarme. No sabía por qué se sentía triste. Y aun así, era lindo estar sentada ahí, a pesar de que hacía un poco de frío. La brisa primaveral lo trajo consigo por la tarde. Las temperaturas tienden a descender en las orillas de los lagos. Estornudé dos veces. No soné para nada como una dama. Me congelaba. Me resguarde en mis propios brazos. No pensé que Roberto sería lo suficientemente caballeroso como para quitarse la chaqueta y prestármela. Tendría que conseguir calor por mí misma.
Sin ninguna advertencia, Roberto me arrojó su abrigo.
Seguía cálido, con la temperatura de su cuerpo.
—¿Seguro que no quieres ponértelo? —le pregunté, algo aturdida.
-Cállate -me gruñó.
A caballo regalado no se le ve el colmillo. Parecía que planeaba quedarse un rato más. Me acurruqué en su abrigo. Era muy grande, por lo alto que es. Estaba nadando en su abrigo.
Se sentía bastante cálido. Me escondí, como un enano en una cueva. Podía oler a Roberto en su abrigo. ¿A qué olía? Ni a humo, ni a alcohol, sólo la leve fragancia del champú de su cabello y un ligero aroma a detergente, de su camisa. Olía a limpio. Me acurruqué dentro del abrigo y casi me quedo dormida. Sin embargo, me iba a resfriar si me quedaba dormida. Empecé a hablar con él.
-Roberto.
—Hum —zumbó.
-Quiero preguntarte algo.
-Hum.
-¿A quién quieres más? ¿A Silvia o a Santiago?
No pensé que la pregunta fuera una invasión excesiva de su privacidad. Ya sabía lo que ocurría entre ellos tres. No había necesidad de ocultarme nada. Pude sentir sus ojos sobre mí. Me volví y lo miré de regreso. Pero no me disparo un rayo láser con sus ojos, y no parecía que estuviera determinado a prenderme fuego en el acto.
—¿Por qué quieres saber?
—Tengo curiosidad. Te haría la misma pregunta si fueran del mismo género, pero no es así. ¿A quién quieres más?
-¿Por qué sería de tu incumbencia? -Se dio la vuelta y observó el lago de nuevo.
Sabía que diría eso. ¿Qué tenía de fascinante el lago de todos modos?
Perfecto. Si él se mantenía en silencio, yo dormiría un rato. De pronto, se puso de pie y me levantó.
—Vámonos.
-¿Irnos? ¿Así nada más?
—¿Quieres pasar la noche aquí?
-Oh, -resoplé, mientras comencé a quitarme el abrigo. Siguió caminando.
-Déjatelo puesto.
Mi corazón se llenó con gratitud. Sin embargo, antes de que pudiera agradecerle, se detuvo en seco y se dio la vuelta. Había una sonrisa maliciosa en su rostro.
-Recuerda lavarlo antes de devolvérmelo.
¿Me dijo sucia? Sólo me lo puse por un momento. ¿Qué tan sucio podría dejar su abrigo?
Era él quien me mordía regularmente, no le parecía sucia entonces. Tomé el cuello del abrigo con fuerza y caminé en su dirección. Llegamos al borde del bosque. De repente me tomó de la mano. La suya era tibia, y envolvió la mía por completo. Casi lo olvido. Tenía miedo. Tuvo que tomarme de la mano para cruzar el bosque.
Muy bien. Apreté mis dedos alrededor de los suyos y dije en un tono reconfortante:
-Es tarde. Es probable que los búhos hayan volado en busca de comida. Sólo regresarán por la mañana para dormir un poco.
Tenía razón. No vimos ningún búho al caminar por el bosque. Aun así, mantuvo su mano apretada alrededor de la mía.
—¿Sabes de dónde viene el talento?
Empecé a mordisquearme las uñas de manera inconsciente. Debió ser un hábito que desarrollé. Me mordía las uñas en lugar de contestarle cuando me evidenciaba en público, porque no me atrevía a responder. Por eso nunca me hacía la manicura. Me mordía las uñas antes de que pudieran crecer lo suficiente para una
manicura.
—El talento es algo que está estrechamente relacionado con tus genes.
Sabía que volvería a hablar sobre mi falta de relación biológica con mi padre. Se refería a que yo no era su hija biológica. Por eso no tenía la capacidad para administrar su empresa.
No quería discutir con ella. La gente nos miraba. Este era un asunto de familia. No había necesidad de sacar nuestros trapos sucios en público.
-Señora Guerra -contesté-, estamos en medio de una reunión en este momento. No hagamos perder el tiempo a todos.
Ella sonrió levemente y preguntó:
—Isabela, ¿no quieres saber de dónde obtuviste tus genes?
La miré, insegura de lo que ella trataba de decir.
—Te estoy preguntando si te gustaría saber quién es tu padre biológico.
—Señora Guerra, por favor, muestre algo de profesionalismo -espetó Abril. ¿Es este en verdad momento para eso?
Mi madrastra ni siquiera se molestó en mirarla. Volvió la cabeza ligeramente hacia su secretaria, que estaba parada detrás de ella, y dijo:
—Traiga al señor Tirado.
¿Señor Tirado? ¿Quién era él? Estaba confundida por completo. Abril y yo nos miramos. Ella apretó mi mano con fuerza entre las suyas. Mi madrastra rio alegremente.
-No hay por qué estar nerviosa.
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