Un extraño en mi cama romance Capítulo 86

Mi vientre me dolía mucho. Dejé caer mi peso contra el pasamanos y traté de mantenerme erguida. La cara de Roberto estaba un poco roja; debí asustarlo.

-¿Por qué estás tan nervioso? -pregunté. Se veía diferente a su terrorífico yo de siempre. Era bastante entrañable.

-No quiero que te mueras en nuestra casa -dijo frunciendo el ceño al tiempo que me miraba—. Rápido, ve a tomar una ducha.

-Roberto, ¿te puedo pedir un favor?

-No —dijo rotundamente.

Mi rostro se contrajo al seguirlo.

-Se me acabaron las toallas sanitarias. ¿Me puedes comprar unas?

-¿Y cómo se supone que haga eso?

-Hay una tienda veinticuatro horas en las faldas de la colina que está afuera de tu casa. ¿Podrías ayudarme a comprar algunas?

Se giró tan rápido que casi me tiró de la escalera.

-¿Le estás pidiendo a un hombre adulto que te ayude a comprar toallas sanitarias?

—De veras me duele el vientre —dije llorosa.

-¿Y eso en qué me atañe?

Subió las escaleras sin una pizca de compasión. No pude alcanzarlo debido al dolor; sólo pude subir lentamente detrás de él. Para cuando llegué arriba, él ya habría entrado a su recámara. Me dirigí a mi cuarto. Estaba parado junto a la puerta, arrugando la frente.

—¿Quieres decir que no puedes hallar una sola toalla sanitaria en una casona como esta?

-Bueno, puedes ayudarme a pedirle una a mi cuñada.

Arqueó la ceja, incrédulo. Me di cuenta de lo raras que sonaron esas palabras al salir de mi boca.

-Tal vez Marta tenga, o alguna otra de las domésticas -dije. Marta era la hija del jardinero. Vivía en la propiedad y ayudaba con las tareas domésticas.

Roberto arqueó la otra ceja. De acuerdo, eso tampoco era apropiado. Ya que no podía pedirle a nadie una toalla sanitaria, me quedaba sólo la opción de comprar. ¡Bah!, tratar de pedirle ayuda era una pérdida de tiempo. No tenía compasión. Empujé la puerta de mi habitación para vestirme, salir y comprarlas yo misma, y estaba a punto de entrar cuando la voz de Roberto sonó furiosa a mis espaldas:

-¿De qué marca?

Me volví con alegría.

—Quiero de las ultra delgadas con alas.

—¿Qué quieres decir con «alas»?

—Son como extensiones que se doblan hacia afuera.

Previenen escurrimientos.

Frunció el entrecejo.

—Las mujeres son puros problemas.

—Pues no tengo opción.

-¿Entonces qué marca debo buscar?

—La marca no importa.

-¿De qué tipo, entonces?

-La ultradelgada con alas.

—¿Ese tipo lo vende sólo una marca?

-Muchas marcas tienen toallas de ese tipo.

—Isabela... —dijo Roberto con una nota de advertencia en la voz.

-Sólo escoge una marca. Cualquiera está bien -dije. Mi vientre me estaba matando. Empujé la puerta y corrí al baño—. Voy a tomar una ducha.

Me quedé parada bajo la regadera, calentándome con el chorro de agua caliente. Al fin pude volver a pensar. No podía imaginarme a Roberto comprando toallas sanitarias. ¿Cómo sería esa escena? Debía ser espectacular, después de todo, era famoso y había aparecido en las portadas de muchas revistas. Todos en la ciudad sabían quién era... especialmente las mujeres. Me bañé y me puse ropa limpia. Roberto volvió mientras yo me sentaba en mi tocador, secándome el cabello. Llevaba una bolsa de plástico en la mano. Entró al dormitorio y la volvió de revés, vaciando el contenido sobre mi cama. Estaba llena de paquetes de toallas sanitarias, una visión impresionante.

—No tengo idea.

—Isabela, ¿fue para ti? No mientas o te va a crecer la nariz.

Enterré los dedos en la cabecera de mi cama y me quedé mirando al vacío. Abril había adivinado que era yo.

-Roberto de hecho te ayudó a comprar toallas sanitarias. ¡Esto es increíble!

Era como si me hubiera pegado un rayo. Se había resistido tanto a ayudarme el día anterior y ahora que todos sabían lo que había hecho, de seguro me desollaría viva. Agaché la cabeza, desolada.

—Abril, déjame quedarme en tu casa unos días.

-¿Por qué?

—No hagas preguntas. Llegaré en un parpadeo.

—¿Quieres que vaya a recogerte?

—Iré yo sola —indiqué, y colgué. Enseguida comencé a empacar. No había tiempo para lavarse los dientes.

Roberto era en extremo mezquino y acababa de pasar una gran vergüenza. No se había a quedar así nada más. Me convenía alejarme de él durante unos días. Tuve suerte, porque no se apareció mientras empacaba. No estaba, a pesar de que era fin de semana... ¡genial! Recogí mi maleta y me deslicé fuera del cuarto. Aún no había nadie despierto, sólo la señora Rosa, quien me preguntó a dónde iba.

—Señora Lafuente, hoy tenemos fideos de arroz. ¿Quiere un plato? Los brotes de bambú en escabeche tienen un sabor especial.

Sí quería un plato, pero no podía. Si Roberto me veía, me rompería los huesos.

Salí a la cochera a hurtadillas. La familia Lafuente me había comprado un auto; elegí el de apariencia más aburrida y ordinaria y Roberto se había burlado de mí, diciendo que nuestros ayudantes domésticos tenían mejores carros que el mío. Aceleré hasta la casa de Abril. Cuando llegué, estaba en la entrada con su pijama, el rostro sin lavar y el cabello desordenado.

-Pareces una refugiada -comentó entre bostezos-. Mis padres se fueron a Rusia y no volverán hasta dentro de unas semanas. Es genial tenerte de compañía. ¿Trajiste todas tus cosas? ¿Planeas mudarte? -inquirió tomando mi equipaje.

—Me quedaré por un tiempo.

-¿Cuánto tiempo?

-Hasta que termine el contrato matrimonial con Roberto.

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