Roberto alzó su copa y se tomó la champaña. Todos lo miraron como tontos.
-¿Por qué no están bebiendo? -espetó arrugando la frente. De inmediato se echaron el licor a la boca, y los marineros empezaron a vaciarle la tina llena de champaña en la cabeza a José, quien quedó empapado. Mi vaso de agua permaneció en mis manos. No era tan cruel y me complací en el hecho de que Roberto me había ayudado a vengarme de él.
-¡Señor Lafuente, señor Lafuente, no lo vuelvo a hacer! -chilló-, ¡Señorita Ferreiro, lo siento!
-¿Qué dijo? -preguntó Roberto, encogido de hombros, y continuó sin ninguna vergüenza-. ¿Por qué lo siente?, ¿te hizo algo que mereciera una disculpa?
Se volvía a hacer el inocente. Guardé silencio. Miró el vaso de agua caliente que tenía en las manos. Un segundo después, lo tomó y vació su contenido en la cabeza de José, que gritó aún más fuerte.
-Tú... -La piel de mi cuero cabelludo se erizó con el sonido—. ¡Esa agua estaba hirviendo!
-Es una larga caída y hay mucho viento. ¿De todos modos cuánta le pudo haber caído?
Me devolvió el vaso vacío y se limpió un polvo invisible de las manos antes de retirarse. Me recliné sobre la barandilla para mirar a José. Estaba atrapado en el mar, su rostro bañado de champaña. Podía olería desde ahí arriba. Contraía los rasgos en un lloroso desastre.
—¡Alguien sáqueme de aquí, ahora!
Todos comenzaron a intercambiar miradas, pero nadie se atrevió a moverse. Los guardias de seguridad de Roberto eran los únicos que paseaban por la cubierta.
-Señor Chávez, ¿cómo se las arregló para ofender al señor Lafuente?
Entonces concluí que José era un idiota; había tratado con Roberto y debía conocer su carácter, y sin embargo, había dejado que sus bajos instintos borraran todo lo demás y me había acosado abiertamente enfrente de él. A Roberto seguro no le había importado tanto el acoso como el hecho de que tuviera el descaro de hacerlo en su cara, como si no estuviera ahí.
Nadie se atrevió a sacar a José del mar sin autorización expresa de Roberto. Lo miré un poco y abandoné la cubierta.
Roberto estaba en la cabina, cortando su filete con placer. Me dio hambre de observarlo. Me acerqué y me senté frente a él. Quise darle las gracias por ayudarme, pero antes de que pudiera decir nada, se echó a la boca un pedazo de filete y me miró de forma significativa. Parecía tener una habilidad especial. No sabía cómo lo hacía.
—¿Estás idiota?
-¿Eh? -la pregunta había sido inesperada y me agarró por sorpresa-, ¿Qué?
-José dejó que le ganaran sus bajos instintos. Debiste haberle dado una buena bofetada.
—Pues eso hice, más o menos. Lo golpeé con la maniobra que me enseñó Abril.
—Debiste haberlo golpeado cada vez que trató de hablar contigo. Ya no se atreverá a volverlo a hacer —declaró, y tomó un trago de jugo de frutas que dejó el vaso medio vacío. Una capa de espuma blanca se le pegó a los labios. Le pasé una servilleta. Él tomó mi mano y dijo:
—Te hice un favor. Deberías devolvérmelo.
—¿Eh? -Lo miré estúpidamente, sintiendo que las cosas se iban a poner escabrosas.
—Ayúdame a limpiarme.
Bueno, aquello sería fácil. Estaba por tomar la servilleta cuando me jaló hacia él. Nos separaba la mesa, por lo que casi me hizo deslizarme sobre ella.
—¿Qué estás tratando de hacer? -dije, pasmada. Apoyó su mano en la mesa y saltó hacia mí, y antes de que supiera lo que pasaba, me había tomado de la nuca y empujaba mi cabeza hacia la suya. Sus labios presionaron los míos con violencia. Pude sentir la espuma y olí la fragancia de naranjas acidas en el aire, una esencia muy apropiada para un bálsamo labial.
Mis ojos se abrieron desmesuradamente, mi corazón empezó a palpitar. Él cerraba los ojos, y sus largas pestañas temblaron un poco. Era el muñeco Ken más apuesto de todos, podía cautivar a una chica siempre que quisiera. Mi corazón latía tan fuerte que no podía recuperar el aliento. Estaba demasiado cerca. Tan cerca, que no podía ver claramente. Habíamos tenido sexo en incontables ocasiones, pero muy rara vez me besaba así, con tal seriedad. Sí, le estaba poniendo toda su atención.
Me envolvió la cintura con uno de sus brazos, la otra mano sosteniéndome aún la nuca, y después, sus manos viajaron a mis mejillas.
Lo miré con los ojos muy abiertos. El latido de mi corazón sonaba como si alguien tocara tambores: ¡bum, bum, bum!, se metía con mi mente.
-¿Así eres de frágil? -se burló-. ¿Qué, estás hecha de tofu que te puede matar una botella?
La deposité en la mesa con aire resentido.
-No es este tipo de pimienta. Y el azúcar roja es el ingrediente más importante.
Me volteó la cara con desdén.
-Las mujeres son tan problemáticas.
Tenía razón. Esto no era más que un problema... debería experimentarlo cada mes, entonces sería mucho más problemático que yo.
Verlo comer me dio hambre también. En la cocina había bacalao y me sirvieron. La carne a la parrilla estaba suave y los champiñones de guarnición sabían deliciosos. Casi me mordí la lengua al engullirlo todo.
Roberto no se fue al terminar de comer, sino que se quedó ahí sentado, viéndome. Me sentí más y más incómoda bajo su mirada, pero no pude detenerme porque estaba famélica.
Alguien tocó a la puerta de la cabina y preguntó:
-Señor Lafuente, el señor Chávez está a punto de convertirse en un pescado asado. ¿Lo sacamos de ahí?
Roberto se volvió y me preguntó:
—¿Ya lo pescamos?
—Rasguémoslo.
Comentarios
Los comentarios de los lectores sobre la novela: Un extraño en mi cama