Un extraño en mi cama romance Capítulo 89

Era mi primera vez en un yate, y la primera vez que había experimentado un acoso tan descarado. José estaba muy guapo, era joven y atlético, pero la presunción y condescendencia de sus ojos eran repelentes. Me acercó su copa con tanta brusquedad que casi me golpeó la cara.

-Ten, tómate una copa de champaña. Te ayudará a relajarte. No te sentirás tan tensa.

Retiré su mano y el champán salpicó fuera de la copa. Frunció el ceño.

—Este licor es caro, pero si decides andar conmigo, nena, dejaré que derrames toda la champaña que quieras.

Lo único que quería hacer era darle una fuerte bofetada. Traté de alejarme, pero se cernió sobre mí y me tomó por la cintura. Podía sentir su aliento contra mi oreja.

Asqueroso. Recordé los movimientos de autodefensa que me enseñó Abril. Cuando alguien me agarrara por detrás, tenía que darle un pisotón, golpearle el estómago con el codo y luego lanzarlo por encima de mi espalda. No había querido aprenderlos, pero Abril me obligó y me los enseñó cuando tenía tiempo.

Apreté la mandíbula e hice exactamente lo que me enseñó. Le pisé el pie con fuerza, le pegué en la tripa con el codo y lo arrojé al piso por encima de mi espalda. Cayó boca arriba, exhalando un grito estrangulado. Seguro no tenía idea de qué había sucedido y mientras seguía aturdido por la caída, escapé apresuradamente de la cabina con la ropa en desorden. Me escondí en una esquina de la cubierta, me arreglé el vestido y el cabello, y cuando volví a mirar vi que Roberto estaba a cierta distancia, observándome. Vacilé y pensé en decirle que José Chávez me había estado acosando, pero no sabía lo que haría. Estaba a punto de aproximarme a él cuando se dio la vuelta y se fue. Casi me atraganté de ira. Había estado en la cabina con José durante algún rato. Con su inteligencia, debía haber adivinado lo que me pasó. Esos jóvenes ricos que se reunían a las fiestas llevaban también a sus parejas. Aquella podía ser su manera de darse una oportunidad para intercambiarlas durante el viaje; nadie diría nada si otra persona perseguía a su novia. Todos eran hombres de negocios, socios y colegas. Haber sido obligada a estar ahí, en esa fiesta en yate, no saldría bien para mí. De seguro Silvia nunca fue a lugares semejantes mientras salió con Roberto. El pensamiento me alteró.

Caminé a lo largo de la cubierta. Había gente pescando, unas pocas modelos sentadas debajo de una sombrilla, charlando y gesticulando entre ellas con alegría. No parecían pescar en absoluto: mi padre me había enseñado cuando era niña. Habíamos visitado los puertos y habíamos salido al mar en un bote; él decía que pescar no era una actividad de recreo en absoluto porque tenías que concentrarte por completo en el anzuelo. Teníamos que ser respetuosos porque cada criatura que atrapábamos era una vida. Ellas reían y perdían el tiempo, así no atraparían nada.

Me senté en un rincón, perdida en mis pensamientos. José y Roberto se acercaron después de un rato. El primero se veía como si nada le hubiera sucedido, le pasaba un brazo sobre los hombros a Roberto y hablaba animadamente. Roberto llevaba lentes de sol, así que no pude verle los ojos. Sus labios se curvaban hacia arriba en una sonrisa. No iba a agriar su relación con José a causa de mí.

Alguien les llevó un equipo de pesca y una cubeta. Se sentaron juntos y empezaron a pescar. Roberto llevaba un anzuelo azul. Desde lejos, ese azul se mezclaba perfectamente con el color del océano. Parecía agarrarse del aire mientras pescaba.

El sol se hizo más grande. La sombra de la sombrilla ahora estaba detrás de mí. El calor me mareó. Me incorporé para refugiarme en un lugar sombreado. José volteó de pronto y me miró. Estaba viéndome las piernas. El dobladillo de mi falda era desigual, terminaba una pulgada por encima de las rodillas y se podía entrever la piel de mis muslos. Hubo una mirada maquiavélica con un dejo de desprecio y condescendencia. Roberto debió haberse dado cuenta. Se volvió con una expresión neutra en el rostro.

Pude sentir que mi pecho se llenaba de una ira sorda. Estaban sentados juntos en la cubierta, pero el hombre al que quería patear fuera del yate era Roberto. Lo imaginé hundiéndose en el océano... no duraría mucho aunque supiera nadar. Se ahogaría eventualmente y sufriría la sensación del agua salada penetrando su cuerpo a través de sus ojos, orejas, boca y nariz. El pensamiento me hizo sentir de maravilla. No sabía que era capaz de tales fantasías en un lugar así.

De pronto, Roberto se puso de pie y se puso detrás de José. Levantó un pie, apuntó con cuidado a su trasero y lo mandó volando por la borda de una sola patada.

La cubierta tenía barandilla, pero el espacio entre las varillas era considerable; José cayó a través de él, dio una vuelta completa en el aire y se precipitó directo en el mar. La multitud contuvo el aliento. Yo también estaba anonadada, no tenía ¡dea de lo que pasaba. Lo había visto con mis propios ojos, a Roberto pateando a José. Casi de seguro, este sabía nadar. Tragó un poco de agua salada, pero flotó en la superficie, mirando hacia arriba, confundido. Roberto se apoyó contra la barandilla y dijo sin inmutarse:

-Pensé que estabas sintiendo demasiado calor.

—¡¿Qué?! -gritó José—. ¡Alguien sálveme, rápido!

Un marinero que se hallaba a bordo se dispuso a saltar para rescatarlo, pero Roberto lo detuvo.

-El señor Chávez sabe nadar. Sería humillante que intentara rescatarlo.

Un momento después, aparecieron dos marineros cargando algo que parecía ser una bañera llena de champaña. El aire se llenó con su ácido aroma.

-¡Les pedí que te trajeran algo de champaña! -le dijo a José, quien comenzó a entrar en pánico.

-Señor Lafuente, señor Lafuente, deje de bromear...

Roberto apoyaba los brazos en la barandilla. Parecía

pensar con todas sus fuerzas.

-Ah, ya sé, al señor Chávez le gusta que otras personas beban con él. En ese caso —añadió y se giró-, señoritas, bebamos todos con el señor Chávez, ¿de acuerdo?

Los guardias de seguridad de Roberto entregaron una copa de champaña a todas las modelos. A mí me dieron un vaso de agua caliente. Él me miró, tras lo cual dijo:

—Puedes tomártelo, o puedes derramárselo en la cabeza.

Ahora sí creí entender. ¿Me estaba tratando de ayudar a vengarme de José?

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