Erick Collins.
Estoy mal.
No sé que mierdas me ocurre, pero no puedo dejar de pensarla, de desearla, de querer que este junto a mí las veinticuatro horas del día, sencillamente no puedo y me jode, me jode el no saber que me está pasando.
Ella te importa más de lo que crees...
No. Eso no es así.
Ella es realmente hermosa, eso no lo puedo negar, tampoco que tiene un cuerpo espectacular y una sonrisa deslumbrante. Pero sencillamente no puedo permitirme el que está atracción que estoy sintiendo se convierta en algo más fuerte.
No puedo ni deseo enamorarme de nadie más.
Raquel es distinta...
Sacudo la cabeza repetidas veces apartado aquel pensamiento.
Por muy distinta que sea no puedo dejarla entrar como una vez hice con Camille, ni a ella ni a ninguna otra porque tarde o temprano buscará la manera de joderme, lo sé y porque lo sé no dejaré que me vean la cara de estúpido de nuevo.
«No es más que cama» Me repito tratando de convencerme, si la quiero es solo para saciar las enormes ganas que tengo de ella, fin.
Unos toques a la puerta de mi oficina me sacan de mis pensamientos, suelto un suspiro y le indico que pase.
Sonriendo de oreja a oreja entra Sabrina a mi oficina con una carpeta en sus manos y me resulta difícil no echarle un vistazo de arriba abajo si trae puesto un provocador vestido negro que se le ajusta de manera perfecta a su proporcional cuerpo, es corto y con un escote que deja poco a la imaginación.
— Hola, bombón.
Rodea el escritorio y se inclina hacia adelante dándome un beso en los labios a modo de saludo.
— Perdona la demora, estaba resolviendo unos asuntos —se sienta sobre mi escritorio y cruza sus piernas dejándome apreciar parte del tatuaje que tiene en su muslo derecho.
Desvío la mirada de sus piernas y la clavo en sus ojos.
— ¿Qué asuntos?
Su semblante cambia, su tono de voz al responder sale triste, apagado.
— Mi abuela...
— ¿Está bien?
— Ella nunca ha estado bien, Erick.
Un suspiro se escapa de sus labios.
— Mamá ha decidido internarla en un psiquiátrico, no estoy de acuerdo con su decisión, lo único que quieren ella y sus hermanos es declararla con demencia senil para hacerse cargo de todo ellos y heredar.
No me mira a los ojos, tiene la mirada clavada en el suelo como siempre que toca el tema de su abuela y lo cruel que están siendo sus tíos y su madre, todos cegados por la ambición.
Atrapó su mano con la mía y le doy un suave apretón.
— Te ayudaré, no me parece justo lo que están haciendo.
Conozco a Sabrina hace menos de un año y me importa, no de una forma amorosa. Siempre ha estado para mí, incluso el día que me dejaron plantado frente al altar, ese día nos encontramos en un bar, al ver mi estado no dudó en acercarse y no sé cómo termine desahogandome con ella, pero lo hice.
Ella me escucha y me comprende como nadie más lo hace.
Y porque le he tomado cariño la ayudaré, no me gusta verla tan mal porque no es una mala persona y no merece todo el calvario que su familia le hace vivir al ser ella la única que se preocupa por su abuela materna.
— Gracias.
Sonríe de medio lado con tristeza, y extiende la carpeta que traía hacia mi.
— ¿Qué es? —pregunto, tomándola.
— Mi carta de renuncia.
Eso me toma por sorpresa, frunzo mi entrecejo mirándola.
— ¿Renuncias?
Afirma con la cabeza.
— El psiquiátrico donde internaran a mi abuela está en Canadá. Y no quiero que esté sola en un país donde no tiene a nadie, por eso decidí irme para allá hasta que pueda sacarla.
— En ese caso, no te acepto la renuncia —le devuelvo la carpeta. Intenta hablar, pero continuó—. Estás despedida, más tarde pasa a recursos humanos por tu pago de la indemnización.
— ¿Eh?
— Necesitarás el dinero, así que solo obedece.
Toma la carpeta, dándome una sonrisa genuina.
— Gracias, otra vez.
Se levanta del escrito, abrazando la carpeta contra su pecho y besa mis labios.
— ¿Estás todavía en la casa del bosque?
Niego con la cabeza.
— Me devuelvo hoy.
— Perfecto —sonríe—. Pasaré a tu casa por la tarde, me voy mañana y debes darme una despedida digna de mi.
— Vale.
— Continuaré con mi trabajo, debo dejar todo listo antes de partir y buscar a alguien que me reemplace.
Gira sobre sus talones, camina hacia la puerta de la oficina y antes de salir voltea a verme.
— Casi lo olvido, Ronaldo te espera en la sala de juntas con los contratistas.
Asiento con la cabeza, me coloco el saco del traje y salgo rumbo a la sala de juntas.
[×××]
Llego a la casa a eso de las tres, todos ya están listos y Marcos ha venido por nosotros así que solo subo a mi habitación para darme una ducha rápida, me visto con vaqueros, playera azul cielo y zapatos deportivos, tomo mi maleta y bajo.
Marcos se encarga de subir las maletas en el maletero del coche, mientras subo en el asiento del copiloto y el resto atrás, me es imposible no ver a Raquel a través del espejo retrovisor. Su cabello castaño ahora esta recogido en una coleta alta lo que me permite detallar mejor las delicadas y tiernas facciones de su rostro, reitero el que es hermosa.
Esboza una sonrisa que le ilumina la mirada mientras acaricia el cabello de mi sobrino el cual tiene la cabeza sobre su regazo y mis ojos recaen en sus labios. «Quiero besarla»
Relamo mis labios e inhalo y exhalo conteniendo las ganas que tengo de sacarla del vehículo, llevarla a la casa y follarla en mi alcoba, en la cocina, en el baño, en todas partes.
Siente mi mirada puesto a que mira al frente y sus ojos se conectan con los míos, sigue sonriendo y una sensación extraña se apodera de mi cuerpo, no sé cómo describirla. Me muevo incómodo y soy el primero en desviar la mirada.
Marcos se sube al asiento del piloto y en completo silencio volvemos a la ciudad.
Mi chófer se desvía de la ruta que nos lleva a mi casa y se dirige a la zona residencial donde mi hermana vive, cuando llegamos a su edificio me toca sacar a Thiago del coche cargado ya que está dormido.
Vuelvo al coche después de despedirme de mi hermana, solo es cuestión de minutos para que Marcos se detenga frente a la casa.
Soy el primero en bajarse y sacar el equipaje de todos, Raquel se acerca a mi, pero no dice nada, solo toma su maleta y entra a la casa seguida de Sandra.
Entro a la casa arrastrando mi maleta y doy pasos largos para ir a las escaleras, pero el sonido del timbre me detiene. Suelto un suspiro y dejo la maleta para devolverme a la puerta principal con pasos perezosos.
— ¡Precioso! —en cuánto abro la puerta se lanza a mis brazos.
Había olvidado que vendría.
— Hola Sabrina —doy un paso atrás, separándome del abrazo—. Pasa.
Me hago a un lado y la pelinegra entra sin dudarlo, cierro la puerta.
— ¿Acabas de llegar?
Sigo su mirada, está viendo mi maleta al pie de las escaleras.
— De hecho, si —meto mis manos dentro de los bolsillos de mi pantalón—. Pensé que vendrías más tarde.
— Eso tenía planeado, pero es que quería verte ya —muerde su labio inferior, enredando un mechón de su cabello suelto en su dedo.
— Estuvimos todo el día en la oficina...
— Tú lo has dicho, en la oficina, ahí no podíamos hacer nada de lo que deseo que hagamos justo ahora.
— ¿Quieres algo de tomar?
— Gracias —le sonrío.
Ella me guiña un ojo antes de retirarse, empiezo a comer y no me molesto en hablar o mirar al hombre en la mesa que tiene su mirada sobre mí.
— ¡Buenos días! —esa voz me hace levantar la mirada a la entrada del comedor. Mi día se arruinó al solo verla ahí con una deslumbrante sonrisa, el que vista solo con una camisa del ojiverde hace que mi estómago se revuelva y me den náuseas.
— Eran buenos —mascullo para mí misma.
Sabrina toma asiento a la derecha del ojiverde y me da una mirada recelosa al notar mi presencia en la mesa.
— Hola precioso.
Se inclina hacia él e intenta darle un beso en los labios, pero este voltea la cara y toma un sorbo de su jugo, termina dándole el beso en el cachete.
— Hola, Sabrina —responde en un tono seco—. Come, en una hora sale tu vuelo.
— Cierto, supongo que tú me llevarás al aeropuerto.
Erick abre la boca para responderle, pero la cierra y clava la mirada en mi cuando me pongo de pie, la pelinegra también me mira enarcando una ceja.
— Ya no comeré más, con permiso.
— Raquel —dice Erick antes de que pueda irme—. Has dejado el desayuno entero así que siéntate y terminalo.
— No me trates como a una niña —establezco—. Y se me quitó el apetito así que paso, con tantas zorras alrededor es normal...
Me encojo de hombros, y miro a Sabrina quien tensa la mandíbula y hace un ademán de ponerse de pie, pero el espécimen de ojos verdes no se lo permite tomándola del brazo.
— Raquel vuelve...
Hago caso omiso a la orden de Erick y salgo del comedor, apuro mis pasos cuando lo siento caminar a mis espaldas.
Llego a las escaleras y las subo, en el cuarto escalón siento su gruesa mano rodear mi brazo, sin ningún tipo de delicadeza me voltea.
— Estoy harto —espeta—. Deja de comportarte como una cría, madura y vuelve a la maldita mesa...
— No Erick, harta estoy yo —le suelto, mirándolo seria—. De ti, ¡de todo...!
Resopla y rueda los ojos con fastidio.
— Supongo este es el momento que me dices que te deje libre, como la última vez y...
— No, este es el momento que te digo que me largo así te opongas.
Suelta una sonora carcajada, mientras yo me mantengo sería y con el mentón en alta.
— ¿Te largas?
— Si...
— Sobre mi cadáver, Raquel tú te vas de aquí —toma mi mandíbula con fuerza, sin una pisca de diversión—. Y si te vas, pues te busco hasta encontrarte y traerte devuelta, pero de mí no te libras tan fácil.
Ladeó la cabeza, sin perder contacto visual con él.
— ¿Para qué lo harías? —pregunto—. ¿Para que me sigas tratando del asco, como lo has hecho hasta ahora? ¿O para que tengas a alguien que escuche como gimen las putas que traes a cada nada?
Guarda silencio, lo que me enfurece.
— Déjame vivir mi vida en paz, lejos de ti porque esa es la única forma de que sea feliz...
— Eso nunca.
— Eres un egoísta, Erick —espeto—. Eres un maldito egoísta que no se da cuenta nunca de nada...
— ¿De que debo darme cuenta? —pregunta, frunciendo el entrecejo.
Niego con la cabeza, soltando una risa que me resulta amarga.
— ¡Eres tan jodidamente ciego!
Pongo mis mano contra su pecho y lo empujo lejos de mi, baja dos escalones con un gesto de confusión en su rostro y cuando intenta hablar, tomo una bocanada de aire y me dejo llevar por la rabia que me da valentía para confesarlo:
— ¡Estoy enamorada de ti, maldita sea!
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