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— Hola Joel —lo saludo, esbozando una media sonrisa.
— Hola —me devuelve el gesto—. Qué gusto verte otra vez.
Tomó asiento a mi lado, giró su torso hacia mí y apoyó su brazo del respaldo del banco.
— ¿Cómo estás?
— De lo mejor —miento.
— ¿Segura? —cuestiona, levantando una ceja.
Muevo la cabeza en un gesto afirmativo, mirando el suelo. Pero mi mente me falla, recordando las palabras de Erick y lo estúpida que soy, mis ojos se llenan de lágrimas que me niego a soltar.
Joel colocó su mano en mi mentón para así obligarme a mirarlo.
— ¿Te ocurrió algo?
— No, tranquilo.
— No llores —me pide, y es en ese momento que noto como una lágrima baja por mí mejilla—. A ver, sé que a penas nos conocimos hace unos días. Pero puedes confiar en mí, Raquel.
Dudo entre si contarle o no, sé que a penas nos conocemos, pero algo en su mirada me dice que es así como dice él, por lo que inhalo, exhalo y procedo a decirle todo, desde lo que sucedió con mi padre hasta lo que sucedió hoy.
Él permaneció en silencio, atento a cada palabra que salió de mi boca hasta que con un profundo suspiro finalizo.
— Primero toma —me dió un pañuelo de tela el cual acepto para así limpiar mis lágrimas y sacudir mi nariz—. Y ahora necesito que me respondas una pregunta con honestidad, ¿vale?
Asiento con la cabeza.
— Ese tal Erick del que hablas... ¿te gusta?
Ladeo la cabeza, mirándolo ceñuda por la pregunta que me ha tomado un poco fuera de base, aún así le respondo con sinceridad.
— Yo... no, por supuesto que... no.
Él me miró, enarcando una ceja.
— Sólo me parece... atractivo. Sí, sólo eso.
MUY atractivo, diría yo.
— Entonces mándalo a la mierda, si no te gusta es pan comido. Hombres como él, no merecen mujeres tan maravillosas como tú.
Eso, mandarlo a la mierda... Si, eso haré.
— Y por último, respecto a tu padre... —dice con cautela, asegurándose de que me tomaré bien lo próximo que dirá—. Deberías decirle como esas sintiéndote.
Incremento mi entrecejo fruncido, mirándolo esta vez como si de un monstruo de cuatro cabezas se tratara.
—¿Estás loco? —pregunto—. No puedo. Creerá que no quiero ayudarlo. Y...
—Tienes miedo de como va a reaccionar —termina por mí.
Suspiro.
—Tal vez.
—Raquel, no tienes por qué temer —me asegura—. Es tu padre, se supone que quiere lo mejor para ti siempre. Y si hablas con él, creo que lo comprenderá porque tampoco puede obligarte a seguir en la casa de un hombre que apenas conocen.
—Si no continúo con esto puede ir a la cárcel.
—Pueden negociar con Erick —comenta—. Buscar otra manera...
Niego, interrumpiendolo.
—No las hay.
—Que no quieras verlas, es otra cosa.
Hundo mi entrecejo, sin comprender del todo sus palabras. Pero antes de si quiera poder preguntar algo al respecto, él cambio el tema de conversación y en cierta parte se lo agradezco.
Joel siguió haciéndome compañía en aquel parque un par de horas más que a mí parecer pasaron en un abrir y cerrar de ojos debido a lo agradable y divertido que es hablar con personas como él. Pero cuando recibió un mensaje de su padre pidiéndole que lo ayudará en algo quiso acompañarme en mi caminata devuelta a la casa para asegurarse de que llegará bien, después se fue a por un taxi.
Voy a la puerta principal y una vez entro a la casa camino en dirección a las escaleras, pero me detengo en seco al presenciar una escena no grata ante mis ojos.
Una chica, de piel blanca y cabello azabache, la cual nunca he visto en mi vida esta sentada sobre el regazo de Erick mientras ambos se besan como si su vida dependiera de ello.
Pongo una mueca de asco al verlos compartir saliva de tal manera.
Mientras la besa lo veo abrir sus ojos y su mirada se clava con la mía como si fueran dos imanes. Al darse cuenta de mi presencia, apartó a la chica de su regazo de una forma para nada delicada y está pareció desorientada por dicha acción del ojiverde.
— Por mí no se detengan, pueden seguir en lo suyo.
Con la intención de alejarme específicamente de él, sigo mi camino hacia las escaleras.
— Detente —ordena él, ganándose la ignorada del siglo de mi parte—. ¡Raquel!
— ¿Quién es esa, Erick? —le pregunta la chica, pero no logro escuchar que le responde el susodicho porque una vez siento que viene detrás de mí subo de manera rápida las escaleras hasta llegar a la segunda planta.
Ignoro el hecho de que está pidiéndome que me detenga y apresuro mis pasos por el pasillo, me detengo frente a la puerta de mi habitación y cuando alcanzo el pomo siento su mano enroscarse alrededor de mi brazo, girándome hacia él después.
— ¡Cuando te hablé hazme caso, joder!
— ¡No me toques! —exijo, quitando su mano de mi brazo de una forma brusca.
— ¿Qué te sucede? —frunce su ceño levemente.
— ¿En serio vas a preguntar eso? —arqueo una ceja, indignada—. Eres un imbécil —espeto decidida a entrar a mi habitación.
— Tú no irás a ningún lado —me sujetó nuevamente del brazo—. ¿Dónde estabas?
— ¡Ese no es tu problema! —exclamo molesta—. Mejor suéltame y vete con la zorra que está esperándote abajo.
— No te lo voy a volver a repetir así que dime.
Ruedo los ojos, irritada.
— ¡Estaba en el parque! ¿Feliz? Bien, ahora suéltame.
Sin refutar él me soltó, permitiéndome a entrar sin más a mi habitación.
Cuando entro cierro la puerta con pestillo y me acuesto en la cama mirando el techo de mi habitación mientras pienso en todo, provocando así quedarme dormida poco después.
Despierto un par de horas después debido a unos ruidos provenientes de afuera, cosa que me genera un poco de intriga y extrañeza.
Me levanto de la cama con la clara intención de salir a averiguar de qué son esos ruidos así que me coloco las pantuflas y salgo de mi habitación con sumo cuidado.
Debe ser de madrugada así que no quiero despertar a nadie.
Camino por el pasillo hasta obtener el sitio exacto de donde provienen aquellos ruidos, y una vez frente a la puerta de la habitación del ojiverde puedo escuchar con claridad todo, dándome cuenta así que no son ruidos comunes los que escuché, son... gemidos de una fémina.
Una punzada de dolor me cruza el pecho, siento un vacío por dentro y una mezcla indescifrable de sentimientos apoderarse de mí a la vez que mi vista se torna borrosa, producto a las lágrimas que está vez dejo caer por mis mejillas.
Este maldito infeliz está revolcándose con esa estúpida sin importarle siquiera que yo puedo escucharlo o no, está revolcándose con ella en la misma cama en la que nosotros dos hace poco... Demonios, cuánta razón tuvo Sandra en todas sus palabras.
Sin querer escuchar más nada, limpio mis lágrimas con rabia y voy devuelta a mi habitación donde me lanzo en la cama y tapó mis oídos con una almohada con la intención de no escuchar nada, cosa que no logro porque aún así puedo escuchar todo, no tan fuerte, pero se oye.
No pasó mucho hasta que ya no se escuchó nada más y así otra vez me quedo dormida.
De inmediato la paz que siento se esfumó, abriéndole paso a una sensación de enojo que jamás he sentido en toda mi corta vida.
La amiga —o como prefiero decirle, la zorra— de Erick termina de bajar las escaleras luciendo una camisa de botones de él la cual sólo la cubre hasta la mitad de los muslos, y se acerca hasta donde yo me encuentro.
— Tú, como te llames, ve a preparar mi desayuno —ordena la pelinegra señalándome con su dedo.
Aquello me hace soltar una fuerte carcajada. ¿Quién se cree está que soy yo?
— ¿Disculpa? —levanto una ceja—. Tú no tienes sirvientas y veo que tienes dos manos en perfecto estado, por lo que fácilmente puedes ir tú a prepararte lo.
— Creo que no sabes quién soy, así que...
— Tampoco es que me interese saber quién eres —le dejo claro, interrumpiéndola.
— No tanta como tú o como él, pero creo que puedo ayudarte.
— Bien.
Comienzo a revisar aquellos documentos que me entregó en la carpeta y después de una ardua revisión doy con los errores que tienen los balances, así que durante toda la tarde permanezco con él arreglando aquello en su oficina.
Para cuándo se hacen las 6:30 de la tarde ya hemos acabado con todo, incluso lo he ayudado con otras cosas para así pasar el tiempo.
Justo ahora estamos todavía en su oficina, no hemos salido ni siquiera a almorzar puesto a que su secretaria —por desgracia resultó ser la zorra que llevo a la casa— nos trajo de comer por orden del ojiverde. Y lo único que deseo ya es estar en la casa y tomar una larga siesta. Pero debido a que Erick está revisando unos documentos que le trajeron hace pocos minutos no nos hemos marchado.
— ¿No puedes hacer eso en casa? —pregunto por décima vez.
— No.
— Erick quiero irme, estoy cansada.
Él no responde, permanece concentrado y con la mirada sobre los papeles que sostiene en sus manos.
— Erick...
— ¿Qué? —suelta de forma grosera, mirándome por primera vez desde que trajeron aquellos papeles.
— Vámonos.
— No puedo —dice, volviendo la mirada a los documentos—. Aún estoy trabajando.
— Entonces déjame ir a mí.
— No.
— ¿Por qué no?
— Porque no, Raquel —dice de forma irrefutable—. Ahora guarda silencio.
— Pero...
Inhaló y exhaló de forma ruidosa, reuniendo paciencia.
— Lárgate —dice—. Busca a Marcos y que te lleve a la casa.
Sonrió sin siquiera disimular y me pongo de pie.
— Como digas.
Salgo de su oficina antes de que se arrepienta y bajo en el ascensor hasta el primer piso, me despido de la recepcionista y salgo de la empresa.
Afuera hace un poco de frío así que me abrazó a mí misma para entrar en calor a la vez que busco a Marcos con la mirada, pero debido a que no lo veo por ningún lado decido irme en algún autobús o en un taxi, lo que pase primero.
Camino hasta la parada de autobús que está al otro lado de la calle la cual no está tan ilumina y pocas personas están cercas.
Duro en ese sitio esperando unos minutos, aunque ningún medio de transporte pasa, hasta que un hombre completamente desconocido para mí aparece a mi lado.
— ¿A dónde vas, preciosa? —dicd el sujeto quién, a mi parecer, parece un drogadicto y un sádico.
— Eso no es su problema —contesto sin importar cuán grosera sueno, sin quitar mi gesto serio.
— No seas odiosa, cariño —sonrió y quiso tocar mi cabello, pero doy un paso lejos de él temorosa—. Tranquila, no te haré daño pequeña.
— Debo irme, con permiso —doy unos pasos dispuesta a irme, pero éste hombre me sujeta del brazo.
— ¿Tan pronto te irás? —cuestiona, sonriente—.Si a penas comenzamos a hablar.
— Suélteme, por favor, tengo que irme —le pido ocultando mi temor.
— Oh no, preciosa, tú no irás a ningún lado. Primero nos divertiremos juntos —esbozó una sonrisa maliciosa, mostrando sus amarillentos dientes.
— ¿Eh? Usted se ha vuelto loco. ¡Suéltame! —exclamo, el miedo es evidente en mi voz. Trato de soltarme de su agarre, pero el hombre aumenta su fuerza—. ¡Suéltame! ¡Ayuda! ¡Por favor...!
— ¡Cállate, perra! —el hombre levantó su mano con la clara intención de darme una bofetada, por suerte alguien más interviene e impide que me ponga un dedo encima.
— ¡Suéltala imbécil!
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