Alexander
No podía desear de ella, más que lo que necesitaba comprar. Es que no me lo podía permitir.
Mi compra no podía fallar por las llamas de la lujuria. No me quemaría en ellas.No podía poner en peligro mi compra. Eso nunca.
La maldita enfermedad que me controla, me impide hacerlo.
Necesito que me ame, lo suficiente, como para venderme lo que requiero y salvarla a ella, y calmar mi sed de compra.
Desde el momento que la ví, la he deseado. Dos malditos días furioso conmigo mismo, por querer más de ella, que lo que ya quiero que es suficientemente grande, como para pretender tomar más.
He planeado mi nueva compra y no puedo renunciar a ella. Cada paso podrido de mis planes siniestros, no pueden ser en vano.
Esta mujer, de ojos verdes que me duelen, de cabello negro que ondula al viento de mi deseo, es todo lo que un día quise. Pero si no puedo comprarla no me alivia. No me sirve.
Soy un enfermo... Un psicópata... Un maldito. Y ahora un loco. Un loco que ella desquicia y el sabor de su piel en mis dedos, me hace arder en las llamas de mi infierno.
Su piel me supo a más de lo que debería y por eso, no puedo impedirme soñarla.
Por eso, le exigí que me deje verla como un asqueroso pervertido que se excita con su incertidumbre y su inocente belleza endiosada.
Moriré sin ella, el mismo día que le arranque la vida...
Eso lo llevo grabado en mi mente, como una certeza, desde el mismo día en que la ví, y supe que sería ella, la nueva vendedora.
Loreine
Mis muslos quemaban. Mi corazón latía desbocado por el ardor de su contacto a mis sentidos.
Ese hombre era oscuro, tenebroso, completamente críptico y me iba a terminar arrastrando a sus tinieblas, sin que pudiera defenderme. No iba a hacerlo, porque su intensa atracción me dominaba.
Si la señora Mery, decía que podía seducirlo, tendría que intentarlo.
Tal vez eso, me hundiera más en su pantanosa intención, pero puede que fuera, la única manera de interceptar su compra y cerrar otro trato.
— ¿Que fueron esos gritos niña? — la dulce señora me tomó de los hombros y me abrazó, como la madre que ya no tenía y que ahora necesitaba. Entendiendo así, que los gritos no tenían mucha explicación.
Se sentó conmigo sobre el suelo. Me había resbalado contra la puerta de aquel despacho por su parte de afuera y sabía perfectamente, que aquel tempano de hielo, que estaba del otro lado, puede que estuviera disfrutando el dolor que sentía.
Alguien como él, no se compadece de gente como yo.
Sin embargo, así y todo, la atracción era tan grande, ya hasta visceral, que eran sus helados brazos los que quería sentir sobre mi ardiente piel en este momento... Estaba tan confundida. Embelesada en su belleza viril y perdida en su brillante oscuridad.
Llamas de odio, me quemaban el alma.
Mientras yo trataba de llorar menos, sin conseguirlo,la puerta se abrió y si no hubiéramos estado recostadas sobre la otra hoja, habríamos caído a sus pies.
¿ O es que acaso yo no lo estaba ya...?
Ni siquiera nos miró. Esquivó nuestros cuerpos como si fuéramos invisibles y se fue, sin mirar atrás.
Mi llanto aumentó y Mery, me besó el pelo. Me acarició la espalda y suspiró cómplice.
— No es malo niña — no sé por qué me sabía a autoconvencimiento — está asustado, de sentir por primera vez, que es controlado por algo más que su tormento. Dale tiempo y oblígalo a quererte, eso será su única salvación. La de todos.
— ¿Por qué no me hablas claro? — era la segunda vez que se ponía enigmática.
— Porque no hay claridad en la oscuridad...
Ella se levantó, me ayudó a ponerme en pie y me dejó allí, después de acariciar mi mejilla y besarme la frente con obvia pena.
Las gomas de un auto chirriando afuera me indicaron que él, se había ido.
¿Quién más podía hacer algo así, en una casa como esta, con un dueño como él?
La noche estaba ahí, justo afuera de la ventana de la habitación que me encarcelaba.
No cené. Solo bebí un vaso de leche y con pesar ví, como Mery guardaba la comida sin ser probada.
Decidí, que mi situación quizá podía revertirse.
— No dijiste que tuviera un horario para desvestirme. — me miró impasible — ni siquiera sé, porque quieres que esté desnuda frente a tí. Aunque supongo que quieres humillarse un poco más.
Finalmente mostró un sentimiento... Rabia.
Su rostro proyectó una imagen rabiosa ante mi comentario.
— Yo no te he humillado. No me gusta ese verbo y no lo practico— gruñó para mí y se quitó de la puerta, indicándome que pasara.
— Acabas de hacerlo — le dije, cuando pasé delante de él y lo sentí detrás de mí, tan cerca que eché a correr. Cerró la puerta antes de acercarse a mí y cada movimiento me estremecía más de lo narrable, pero la puerta se le resistió y resopló molesto.
Me tomó del brazo y dió el segundo portazo del día, dejándonos dentro de su habitación.
Quizá le gustara aporrear puertas como desfogue.
— Si un día te sientes humillada, dímelo y nunca más lo sentirás. No lo permitiré — su tono era raro. Parecía como si estuviésemos hablando de un límite que jamás cruzaba.
— Haciéndome desnudar en contra de mi voluntad, me has humillado — le dije frente a frente.
Negó despacio. Sin dejar de mirarme.
— Llevo el torso desnudo y no me siento humillado — contestó caminando hacia mí. Por instinto retrocedí. Él sin embargo avanzó.
— Tu has elegido estarlo. A mí, me estás obligando. Eso es humillante. — siguió avanzando hasta mí y yo hacia atrás.
— Entonces no te lo pediré. — me detuve sorprendida — haré que no te sientas humillada.
Lo que pasó a continuación, sí que me sorprendió y desde luego, borró todo rastro de la sensación de humillación. La reemplazó, por la lujuria.
Se agachó despacio, delante de mí, sin dejar de mirarme.
Sacó una a una, mis piernas de dentro de las botas y cada vez que sus dedos rozaban mi piel,me sentía incendiada por su tacto.
Me quitó hasta las medias demorando su toque a mis piernas, obligandome a sentir calor, hambre, deseo. Y cuando fue subiendo, deslizando sus manos por mis rodillas, llegando a mis muslos y rozando el borde de mi vestido, comenzando a subirlo lentamente escalando mi piel, me miró directo a los ojos y me dijo...
— ¿Te sientes humillada ahora? — ni siquiera pude responder. Solo miraba su boca, la forma en que Esso labios se unían para exponer las palabras que salían de ellos. El exquisito movimiento de sus dientes pellizcando sus comisuras y los azules ojos que parecían glaciales. Me había embelesado con su toque, sus caricias a mi piel, su cadencia en la voz y su poderoso magnetismo sexual. Como vió que no respondía, formuló otra pregunta igual de perturbadora e irrespondible — ¿Sigo?...
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