EL ERROR QUE CAMBIÓ NUESTRAS VIDAS romance Capítulo 35

Llegó al hospital, se anunció en la recepción y lo pasaron directamente a una sala, al lado del despacho del director.

Apenas entró, se dio cuenta de la presencia de las dos mujeres, estaban vestidas de enfermera y se veían bastante nerviosas, sobre todo cuando el director se levantó para saludarlo.

—Señor Abad, siento haberlo hecho venir de manera intempestiva, pero es que pensé que lo mejor era que llegáramos al fondo de esta situación. En verdad, no nos conviene un escándalo que perjudique a esta institución de salud, en todos sus años de fundada jamás, tuvimos un caso similar. Y en verdad, que esto nos tiene muy preocupados. Aquí están las dos enfermeras que estuvieron de guardia el día del intercambio de las niñas, ellas saben algo, pero solo están dispuestas a contárselo a usted.

En la misma sala, se encontraban dos hombres de Conrado, Melquíades y otro más.

—Empiecen a hablar, y espero que lo que digan sea la verdad, no intenten engañarme porque no voy a tener compasión con ustedes, y les advierto el hecho de que cuenten lo sucedido, no significa que no vaya a actuar conforme a lo que corresponde —expresó de manera férrea, ante la mirada temerosa de las dos mujeres.

La primera de ellas que empezó a hablar, sé tomaba una mano con la otra, mientras las lágrimas comenzaban a salir de sus ojos, sin embargo, eso en vez de causar alguna compasión en Conrado, tuvo el efecto contrario.

—Voy a dejarles claro, que no soy hombre que se compadezca con las lágrimas y menos cuando ustedes, por su accionar y complicidad con una persona inescrupulosa, separaron a dos niñas de su familia biológica e incluso provocaron el rompimiento de una de ellas. Así que esas lágrimas están de más ¡Hablen de una vez! Porque están colmando mi paciencia, quizás si me dicen la verdad, puedan apaciguar mi ira.

Las dos enfermeras se miraron mutuamente antes de que la segunda tomara la palabra. Sus ojos estaban enrojecidos y su voz temblaba de miedo.

—No quisimos hacerlo… cuando se fue la luz, notamos que estaba pasando algo extraño, vimos a una mujer que tomaba a una niña y la acostaba en la cuna que correspondía a la otra y cargaba al mismo tiempo a otra, cuando íbamos a regresarla, apareció un hombre con un arma y me apuntó en la cabeza.

Luego empezó a hablar la otra.

—Nos dijo que si decíamos algo nos asesinarían y que si hablábamos después conocían nuestra familia, que agradeciéramos que las niñas iban a estar en buenas manos.

—¿Vieron a la mujer?

Ambas asintieron.

—Aunque se había ido la luz, nosotras cargábamos, linternas, la mujer tenía el cabello rojo.

—Pero se trataba de una peluca —respondió la otra.

—Pero sus ojos eran rayados, no verdes, sino como amarillos intensos… —la mujer se quedó callada de manera repentina—. Luego vimos a esa misma mujer visitando a una de las pacientes —concluyó.

—¿Recuerdan sus facciones? ¿La forma de su cara? ¿Pueden hacer un retrato hablado de ella?

Las mujeres lo miraron con temor.

—Les juro que más les vale ser condescendiente conmigo, porque todos los involucrados pagarán caro, pero si colaboran, tal vez puedan mover mi compasión.

Las mujeres asintieron.

—Melquíades consíguete un dibujante de inmediato —ordenó.

—¡Si señor!

De inmediato Melquíades salió a buscar lo pedido, en menos de quince minutos regresó con un dibujante forense.

El dibujante empezó a hacer preguntas detalladas sobre la apariencia de la mujer y las enfermeras se esforzaron en recordar cada detalle posible. Después de unas horas, el dibujante mostró el resultado de su trabajo, un retrato hablado bastante detallado de la mujer que había intercambiado a las niñas.

—Señor Abad, está listo —respondió el dibujante pasándole el dibujo.

Conrado tomó el dibujo y lo miró detenidamente, ni una expresión se dibujó en su cara a pesar de reconocer a la persona del retrato. Melquíades lo vio y no tuvo duda de quien era.

—Es ella —dijo en voz baja—, debemos mandar a detenerla de inmediato.

—No Melquíades, debemos saber quién era el hombre, las razones que tenían para cambiar a su nieta… aunque después de esto dudo que incluso Imelda tenga algún vínculo con Laura. Debemos darle, protección a estas mujeres, son nuestras testigos más importantes.

—¿Recuerdan al hombre? —preguntó Conrado y ellas negaron.

—No, cargaba una especie de malla en la cabeza ¿Recuerdan su altura?

Las mujeres asintieron.

—Ese hombre era como de su tamaño, aunque su cuerpo no era tan en forma como el suyo.

—Entiendo.

Se alejó de las mujeres y fijó su atención en Melquíades.

—Necesito que vayas tú, o encuentres alguien de confianza para que se encargue de revisar en los registros de nacimientos del año y fecha que te acabo de enviar al teléfono y busca los de Laura Valverde.

—¿Acaso cree que ella no es la madre? —interrogó el hombre,

—No lo creo, estoy seguro de eso, solo necesito las pruebas… Imelda no sabe con quién se metió —pronunció con una expresión siniestra en el rostro, que estremeció a quienes lo estaban mirando.

Conrado se quedó pensativo por un momento, intentando procesar toda la información que había recibido. Luego, se dirigió a Melquíades.

—Envíalas a un lugar seguro y asegúrate de que tengan todo lo que necesitan.

—Sí, señor.

Melquíades se acercó a las enfermeras y les indicó que lo siguieran. Conrado los observó alejarse, sintiéndose impotente ante la situación. Se despidió del director y salió de allí con determinación.

Salió del hospital con la mente llena de pensamientos y emociones encontradas. Sabía que debía actuar rápidamente para descubrir toda la verdad y proteger a Salomé y a sus hijas, pero también sabía que había muchas cosas que no cuadraban y si la acusaba solo del intercambio de las niñas, no podrían descubrir nada.

Caminó con paso firme hacia su automóvil estacionado en el parqueadero del hospital, se subió, y encendió el motor.

Mientras conducía, su mente se desplazaba entre diferentes escenarios posibles. ¿Qué motivos tenía Imelda para hacer eso? ¿Ese testamento de dónde habría salido?, eran tantas las preguntas que pululaban en su cabeza, que se sentía atormentado, aunque con unas inmensas ganas de hallar respuestas.

—No es eso, señor, es que las mujeres requieren tiempo y yo tengo poco de eso.

—En tus días libres, o en vacaciones.

—Tengo diez años trabajando con usted y no he tenido vacaciones ni días libres en ese tiempo —pronunció el hombre aflojando la corbata que sentía que le ahogaba.

—¿Qué estás tratando de decir? ¿Me estás llamando explotador? — preguntó molesto.

—No señor, por supuesto que no estoy diciendo eso… ni me estoy quejando.

—Porque si quieres las vacaciones y días libres, yo tengo una solución… —comenzó a decir y Dino se emocionó, pensando que le darían sus días libres, pero pronto supo la realidad—, renuncia y puedes tener muchos días libres.

Sus palabras hicieron que el hombre abriera los ojos, sorprendido, y el temor lo agobiara.

—Estoy bien así señor, me encanta trabajar.

Conrado caminó con firmeza, subió al ascensor seguido de su gente de confianza y caminó a la entrada de su edificio.

—¿Qué haces aquí? ¿No te dije que te mantuvieras alejado de Salomé? —inquirió molesto.

—Y lo estoy haciendo, técnicamente no estoy cerca de ella, pero no te voy a dejar en paz hasta que me devuelvas a mi familia.

—¡Tú las echaste!

—Cometí un error, todos podemos corregir —la gente que se aglomeraba apoyaba a Joaquín, porque se veía tan desgraciado.

—¡Ella no te ama! —respondió Conrado.

—Porque no me dejas acercarme y conquistarla —expresó.

—Porque no hacen un trato —propuso alguien de la gente que esperaba—. Los dos deben hacer cosas asombrosas por ella, durante cinco días y si él gana —dijo señalando a Joaquín—, tú le dejas acercarse para conquistarla, pero si gana el señor Abad, debes dejarla en paz para siempre.

—No voy a hacer eso, porque Salomé me ama, ya escogió ella —declaró con firmeza Conrado.

—No es que ella lo escogerá, es que él tendrá la oportunidad de conquistarla y no usted no se opondrá —siguió el hombre.

—¡No lo haré!

—El gran empresario e implacable Conrado Abad, le tiene miedo a Joaquín Román —dijo otro y un murmullo general se escuchó.

—¡Silencio! —gritó Conrado cesando el rumor de inmediato—, no le tengo miedo, eso quieres Román, tú no sabes conquistar a una mujer, y menos a la mía ¡Acepto el trato!

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