MADRE (Secretos) romance Capítulo 38

  Levanté la pollera, hasta que mis muslos quedaron a la vista.

               —Simplemente me vestía como una mujer joven y libre —respondí, aunque con desgana—. Que en tu casa te hayan enseñado a ser un machista no es mi culpa —dije, sin dejar de sostener la pollera.

               —Bueno sí… pero esto es una escuela ¿Sabía? No puede andar calentando a chicos como nosotros, que solo pensamos en coger,  esperar a que no pase nada —retrucó él, y después agregó—: Más arriba esa pollerita profe. Más arriba, que los chicos quieren ver su parte más secreta. Eso, así está mejor. Miren a la profe —comentó después, mirando con orgullo a sus compañeros—. Esos labios parecen estar bastante separados. Uf, y el agujero parece un cráter. Lucio tenía razón, esto no le va a quedar grade —explicó a sus amigos, agitando el dildo—. Al contrario, va a entrar de lo más bien. Profe, usted no debió comerse a sus alumnos. Acá la única degenerada es usted. Se lo quería decir porque me sentí un poco culpable con lo que dijo antes. Pero después lo pensé un rato, y acá usted es la profe, usted es la adulta ¿verdad? Debería saber comportarse ¿Sabe? —dijo el rubiecito que a esas alturas ya empezaba a caerme mal—. Usted es la que no debería haberse enfiestado con sus tres alumnos en su propia casa. Usted es la que se dejó manosear la cola por Ricky. ¿Pensó que no lo sabíamos? Sus alumnos… Encima vemos todos los días a su hijo. Por culpa suya, mis amigos fueron heridos, y por culpa suya suspendieron a su hijo. ¿O por qué es que no viene hace días?

               —Eso no es de tu incumbencia. Hacé lo que tenés que hacer y callate —dije.

               —Yo solo digo, que si usted es tan fácil, no espere que nosotros no nos la queramos comer. Eso de querer hacernos sentirnos mal… me parece que se está equivocando profe.

               —No les dijiste ¿No? —pregunté, dirigiéndome a Lucio—. No les contaste de mi padecimiento.

               Fabián, con el dildo apuntando a mi sexo, se detuvo, y miró con curiosidad a Lucio.

               —El único padecimiento que tiene usted es que le gusta demasiado la verga —contestó este, logrando que el resto riera a gusto—. Algunos doctores dicen que eso tiene un nombre y tiene que curarse. Pero yo digo que lo que tiene que hacer es coger todas las veces que quiera.

               Cuando terminó de decir esto, sentí cómo ese falo de látex empezaba a meterse adentro de mi cuerpo. Fabián lo había hundido sin mucho cuidado, cosa que hizo que me retorciera en la pared y soltara un gemido.

               —Despacio —dije.

               —Oigan chicos, la profe está mojada —dijo este, sin prestar la menor atención a lo que le decía. Introdujo varios centímetros más el dildo, y arrimó su cara a mi sexo para olerlo—. Uf, qué olor. Así que así es como huele la concha eh. No es rico, pero dan ganas de olerlo igual—dijo, con la intención de abochornarme.  

               —Dejá ver cabrón —exigió Enzo, que se había vuelto a poner como guardián de la puerta.

               Fabián se hizo a un costado, para que el alumnado presente tuviera una visión perfecta de su profesora. Yo estaba sosteniendo la falda a la altura de las caderas. Las piernas abiertas. La espalda pegada a la pared. Agitada y excitada por el estímulo que estaba recibiendo. Fabián me perforaba con el dildo, y después de unos segundos ya tenía el aparato incrustado en mi cavidad íntima por la mitad. Los chicos estaban extasiados viendo cómo el instrumento se iba metiendo más y más en mi sexo. Mi pelvis, con algo de vello, también estaba expuesta a la vista de esos mocosos, que no se perdían detalle, con la boca abierta, de lo que sucedía. Las paredes vaginales sentían la fricción, pero de todas formas, era penetrada con mucha facilidad, como de costumbre. Y lo que decía Lucio era cierto. Si bien era un dildo de un buen tamaño, yo me había metido cosas mucho más grandes, así que esto no sería mucho problema.

               Entonces Fabián, sin dejar de perforarme, arrimó su rostro nuevamente, y le dio un lengüetazo a mi clítoris. Yo apreté los dientes para reprimir el gemido. pero el aire que salió por mi nariz, y el gesto que hice, evidenciaron mi excitación.

               —Dale, seguí —dijo Gonzalo, entusiasmado.

               —Sí, que siga, pero no griten, miren callados —dijo Nery, quien tiraba la espalda hacia atrás, como si estuviera en su casa mirando una película. Su potente erección se podía ver desde una buena distancia.

               Me di cuenta de que el placer no era disfrutado únicamente por el que se ganaba el turno de vejarme, sino por todos, que miraban con lujo de detalles todo lo que sucedía. Solo les faltaban los pochoclos y ya estaba. Parecían estar en un cine triple equis, aunque supongo que esto era mejor, porque veían todo en vivo y en directo, y además, todos podían interactuar a su debido momento. Noté también que más de uno ya había empezado a masturbarse, frotándose las vergas por encima del pantalón. Se mordían los labios, y me miraban fijamente, con los ojos embriagados de lujuria.

               Imaginé que lo que había ganado Fabián cuando saqué su nombre de la bolsa, había sido únicamente poder penetrarme con ese consolador. Pero ahora todos parecían coincidir en que era una buena idea continuar con el sexo oral que me estaba haciendo. Mi semidesnudés y mi expresión mientras me comía la entrepierna los había entusiasmado.

               Mientras mi sexo recibía los masajes linguales de ese rubiecito quinceañero, sentía cómo largaba más y más flujo. Estaba claro que no tenía la menor experiencia haciendo eso, pues frotaba su lengua torpemente con el clítoris, como si fuera un perro lamiendo el rostro de su dueño. Pero con haber localizado ese lugar tan placentero, y estimularlo con esa extremidad babosa, bastaba para que mi cuerpo se pusiera una vez más en mi contra. Ahora todas las aclaraciones que había hecho antes podrían parecer falsas, porque me encontraba gozando del sexo oral, sentía las piernas temblorosas, y apenas podía mantener el equilibrio, por lo que necesitaba aferrarme a la pared, dejando caer todo mi peso en la espalda.

               —Que no vaya a entrar nadie —le dijo Lucio a Enzo, advirtiendo que la cosa empezaba a salirse de lo planeado, pero más aún, dándose cuenta de que cada vez le costaría más mantener a raya a los otros. Y es que ahora ni siquiera Ricky puso reparos en que su amigo me practicara sexo oral. Y nadie se había quejado al escucharme largar mis débiles gemidos, que reprimía a medias, y con mucho esfuerzo. Si seguía estimulando esa zona, no tardaría en perder el control yo misma. De hecho, sin darme cuenta, empecé a hacer movimientos pélvicos en la geta de Fabián, quien, entusiasmado por mi actitud, empezaba a comerme con más vehemencia.

               Si lo que había pasado en mi casa parecía haber marcado el punto más bajo de mi degradación, esto ya no sé qué implicaba. Además de dejar que hicieran conmigo lo que quisieran, lo empezaba a disfrutar.

              Miré a Ricky y a Lucio, quienes estaban igual de fascinados que el resto. Aunque Lucio tenía el ceño fruncido, seguramente preocupado, pues sabía de sobra la facilidad con que empezaba a gemir y a gritar mientras gozaba. Me tapé la boca, para evitar largar un gemido mucho más fuerte que los anteriores, que quedó ahogado en la palma de mi mano. Pero Fabián seguía devorándome como si fuera una rico postre, mientras el dildo ya estaba metido en su totalidad en mi orificio, cosa de la que ni siquiera me había percatado de que había sucedido.

               Tuve que morderme la mano, para ahogar ya no solo los gemidos de placer, sino los gritos que suelo largar cuando estoy cerca de alcanzar el clímax. Y ya sentía la baba choreando por ella, mientras mi alumno se esmeraba ahí abajo. Al final cerré las piernas en su cara, con todas las fuerzas de mis muslos. Ya no pude aguantar más. Restregué mi sexo en la cara del pendejo, mientras sentía cómo el éxtasis recorría mi cuerpo con una increíble violencia.

               Fabián se puso de pie. Estaba rojo. Los chicos se rieron de su aspecto. Salvo Lucio, que se veía molesto. Estaba claro que, si alguien lo viera en ese estado, con la cara colorada y despeinado, llamaría demasiado la atención. Aunque por otra parte, la postura de los chicos, que estaban demasiado cómodos en sus asientos, y algunos no dejaban de masajearse las vergas, mientras que a los otros se les notaba las erecciones, también era algo que nos podría exponer. Yo me di cuenta de que había dejado la marca de mis dientes en mi mano. Había mordido con mucha fuerza para reprimir los efectos que ese mocoso estaba causando en mi cuerpo. Evidentemente las cosas, de a poco, se estaban saliendo de control.

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