Caminé sin mucho apuro en dirección al edificio B, subí en el ascensor hasta el cuarto piso, y anduve unos cuantos pasos más, hasta detenerme en la última puerta del pasillo derecho donde se encontraba el consultorio de Nia.
Entré, encontrándome en el interior; con la recepción totalmente vacía, en las sillas de la sala de espera no había ni un alma, ni siquiera donde su secretaria se suponía debía estar atendiendo, había alguien, después de todo, eran las doce del mediodía y era el único momento de descanso que a la pobre señora se le permitía.
Me dirigí hacia la puerta que tenía el letrero con el nombre de mi amiga y antes de entrar, le di unos pequeños toquecitos a la madera como aviso de que ya me encontraba allí. Al adentrarme en la acogedora estancia, me encontré con todas las ventanas abiertas, dejando pasar la intensa luz del día, que a decir verdad era muy poca dado que estábamos en invierno, pero al menos aún no había caído la primera nevada en Atlanta y eso que el año estaba a punto de acabarse.
La habitación donde mi vieja amiga pasaba gran parte de su tiempo, estaba pintada por colores blancos y negros, nada más. Era un recinto lo suficientemente amplio como para sentirte a gusto por horas, tenía un escritorio junto a un estante lleno de libros, un sofá y varias sillas regadas por todo el lugar, donde en una de ella se encontraba leyendo un libro.
Nia, quien a pesar de ser de mi misma edad, era mi superior, una a la cual respetaba y admiraba con todo mi ser. Ella en cuanto me vio no pudo evitar soltar una gran sonrisa, que iluminó su aniñado rostro.
Nia era una chica hermosa, a pesar de casi nunca usar maquillaje, era sutil a la hora de llevarlo, tenía su cabello café un poco rizado sobre los hombros, y sus ojos grises intensos me miraron dulcemente al detenerme frente a ella, sin embargo, su felicidad fue tiñéndose en amargura cuando le extendí el ramo de flores que sabía perfectamente no era para mí, y que tomó con una de sus cejas levantada, casi extrañada con aquello.
Sin embargo, le quité aquellas ideas erróneas al decirle de quién procedía el regalo.
—Cody… —suspiré, tomando asiento a su lado.
—Oh.
—¿Cuándo piensas darle una oportunidad? —inquirí, poniendo las bolsas sobre la mesita que tenía a unos centímetros de mi silla, rebusque entre estas y saqué su café el cual le entregué de inmediato, junto con el sándwich que lógicamente Cody había escogido para ella sin necesidad de avisar, ya que este estaba marcado en su envoltura con un simple “vegetariano”; el preferido de Nia—. ¿Lleva más de un año rogándote?
—Sabes que todo estaba bien cuando sólo los tres éramos buenos amigos, y vivíamos felices en el apartamento —murmuró, dejando las flores en su regazo para poder agarrar lo que le estaba extendiendo. Bebió un largo trago de aquel delicioso café, que sabía le encantaba, y prosiguió con sus quejas sobre el asunto—. Por su estúpida declaración, ahora tengo que dormir en las residencias del hospital.
—¿Podrías dejar de hacerte ideas raras en la cabeza sobre lo malo que sucedería y mirar a Cody una sola vez? —bufé, tomando entre mis manos ese sándwich que el susodicho había llevado para mí, le di un leve mordisco y continúe—: No te hagas la difícil, sé que también te sientes un poco atraída por él.
—Un poco no es suficiente, Lucy —susurró cabizbaja con ello, como si en el fondo si deseara darle un chance a Cody, pero algo en su interior la detenía cada vez que se le cruzaba por la cabeza—. ¿Vienes a darme terapia tú a mí o yo a ti?
—De acuerdo, sigue ignorando la realidad y lo perderás —le advertí con una mirada fiera, ella me fulminó con sus profundos ojos y tras unos segundos fingiendo estar enfadada con mi comentario, me sonrió.
—¿Cómo te has sentido en la última semana?
Le parlotee en total calma lo ocurrido en los últimos días en los que no nos habíamos visto, sobre el estrés con mis pacientes, las discusiones con algunos otros colegas, y nada que fuera de gran importancia, hasta que mencioné lo ocurrido con la niña y el dichoso apellido de Jack, su expresión pasó de la felicidad a la preocupación por lo que le decía.
Me felicitó un poco pensativa por no haberme quedado a hablar con mis alucinaciones, y me dio unos cuantos consejos más, sin embargo, podía sentir en la forma en que decía las cosas, en cómo me miraba; que algo muy en lo profundo de su ser le alarmaba, pero no me dijo el qué, ni tampoco me molesté en preguntar, no quería otra carga más a mi vida diaria.
…
Ese día terminé entristecida y con el ánimo por los suelos, después del encuentro con esa pequeña niña.
Sabía perfectamente que no era bueno, pero cada noche como esa después de un largo día en el que no podía pensar con claridad, ni menos sacarme a Jack de la cabeza, rememoraba todo lo que había pasado entre nosotros.
Me dirigía a esa calle en Atlanta que me traía tan malos recuerdos, me quedaba de pie en medio de la acera, y observaba el mismo punto en la autopista, rebobinando una y otra vez mis viejas memorias, donde siempre era aquel accidente el que pasaba por mi cerebro sin descanso alguno.
A veces duraba allí en total silencio, hasta que me llamaban al celular para avisarme de alguna emergencia, la cual me obligaba a regresar al hospital, pero en otras ocasiones, me quedaba de pie por horas buscando una respuesta a mis dudas antes de marcharme a mi casa.
Sin embargo, estas no se solucionaban, ni mucho menos.
Deborah era la culpable de todo esto, el verdadero motivo de la muerte de quien más amaba era su propia madre.
—Cálmate, Lucy.
Respiré profundamente, mientras me limpiaba las agrias lágrimas con el dorso de mis manos.
Intenté calmar el dolor que aún no desaparecía en mi interior, y al sentirme un tanto mejor, me dispuse a caminar hacia el apartamento, el cual no estaba muy lejos de allí.
Tras unos instantes, donde una melodía instrumental me acompañaba en la soledad de ese recinto, las puertas se abrieron frente a mi apartamento.
Ese especializado edificio donde ahora vivíamos gracias a las clientas de Cody, era maravilloso; el ascensor te dejaba en medio de tu casa, o cualquiera de los pisos, sin embargo, para esto último se necesitaba un permiso que se debía solicitar a la persona que vivían en el lugar al que deseabas ir.
—¿Lucy? —pregunto Cody desde la cocina.
—Sí.
Dejé la bata sobre el sofá de la sala, me estiré perezosa por todo el lugar, observando un poco extrañada el ir y venir de Cody, como si estuviera preparando algo misterioso, que de seguro ni sería comestible, dado que sus dotes culinarias eran pésimas.
—Tienes mucho correo, lo dejé sobre tu escritorio —me informó, levantando por primera vez la mirada de lo que sea que estuviera picando.
—De acuerdo, gracias.
—Y también tienes un poco de comida en el comedor.
—¿C-cocinaste? —balbucí, rascándome la nuca, nerviosa de tener que rechazar su ofrecimiento de alimentarme, o quizás debería decir; intoxicarme por tercera vez en esos siete años en los que habíamos vivido juntos.
—Hice el intento.
—Prefiero pedir comida a domicilio —susurré, saltando a tomar mi teléfono celular del bolsillo de mi bata.
Pero este salió disparado a detenerme, me raptó el aparato de las manos y me miró fiero, con aquel ridículo delantal rosado aún puesto que era de Nia.
—Vamos pruébalo, no está tan mal —bufó, empujándome en dirección al comedor.
Me hizo subir los cortos escalones y hasta me obligó a sentarme en una de las cuatro sillas de la amplia mesa.
Le eché un vistazo un poco ansioso de llegar a enfermarme de nuevo, mi cuerpo no era tan fuerte como Nia, quien era la única que lograba comerse sus experimentos extraños sin morir en el intento.
Cody, con una amplia sonrisa, quitó el plástico del plato y me entregó un tenedor para que degustara sus burritos de carne con montones de verdura.
Corté un pequeño pedacito y me lo metí en la boca, un tanto forzada mastiqué y tragué apresurada, sin embargo, esta vez el sabor era excelente.
—Sabes, que eres el peor chef del universo, pero esto, creo que ha pasado la prueba.
—Lo sé —asintió orgulloso de su logro—. ¿Qué tal estuvo tu día?
—Si quieres saber sobre Nia, dijo que gracias por las flores —murmuré atropelladamente, antes de continuar comiendo fascinada con lo bien que le habían quedado.
Después de años de practicar, al menos había dado un poco de frutos sus fallidos intentos.
—No mientas por ella.
—De acuerdo —suspiré poniendo mis ojos en blanco, al ser descubierta tan rápido—. Dijo que no regresara a casa aún y que todo era mejor cuando solo éramos amigos, lo mismo de siempre, Cody.
—Lleva más de un año durmiendo en el hospital, ni siquiera se esfuerza por darme la cara cuando voy a buscarla —farfulló, dejando caer su rostro entre sus manos, indignado con las extravagantes decisiones de la chica—. ¿Es justo?
—No, pero así es la vida.
Luego de observarme comer todo por completo, recogió mi plato, impidiéndome lavarlo como se suponía debía de ser, según nuestras reglas; pero por una vez, lo dejé hacer a su antojo.
Después de ayudarle a limpiar el desastre que había hecho en la pobre cocina, me marché a mi cuarto, para darme una refrescante ducha tibia, cepillé mis dientes, y al recordar lo que me había dicho sobre mi correo, me senté en la silla frente a mi escritorio y empecé a mirar papel por papel.
Había cartas sobre deudas que debía pagar ese mes, cartas invitándome a eventos de oncología y además, otra de esas misteriosas notas, una que llamó mi atención y me hace sentir inquieta.
"Muy pronto, Lucy".
Decidí hacer lo mismo que las demás notas y me olvidé del asunto, recordando que pronto llegaría la dichosa fiesta.
Éste me dedicó una mirada estupefacta, que se tiño en rabia cuando le saqué la lengua, divertida con su reacción.
—¡Las odio a las dos! —escuché que gritaba tras mi espalda, en el instante en que ya había entrado en el ascensor junto a Nia.
Tomamos mi camioneta, la cual estaba estacionada en el parqueadero subterráneo del edificio.
A pesar de tenerla desde hacía buen tiempo, rara vez la usaba; dado que prefería irme caminando al trabajo, porque no quedaba tan lejos después de todo.
Conduje tranquilamente en dirección al hotel Jackson's donde se realizaría la gran fiesta del año, charlamos por todo el camino, y cantamos una que otra canción que nos llamó la atención de la radio, pero lo ocurrido en el apartamento no lo mencionamos ni una sola vez más.
Cuando llegamos al espectacular lugar, me quedé anonadada con la magnífica arquitectura de aquel sitio.
Tras estacionar en donde nos habían indicado, entramos con nuestros brazos enganchados en esas dos torres que se alzaban frente a nuestras narices, parecía a simple vista hechas de cristal, era sencillamente hermoso.
Nia entregó la invitación al guardia que en las puertas la solicitaba, y luego de asegurarse de que éramos nosotros parte de los invitados, nos explicó brevemente el camino hasta el salón imperial, lo cual no fue difícil de hallar, dado que todos iban en esa dirección.
Antes de permitirnos pasar a la reunión, unos amables señores nos entregaron antifaces, dado que era parte de la temática.
Entre risas al vernos enmascaradas, nos sentamos en una mesa con varios médicos que habían estudiado con nosotros, y personas reconocidas en el campo.
Por primera vez en mucho tiempo, sentí los nervios apoderarse de mí. Sin poderme controlar, comencé a juguetear con el anillo de mi dedo anular, y justo cuando el espectáculo iba a iniciar, este se resbaló de mis manos, cayendo en algún punto del oscuro suelo.
—Mi anillo —mascullé, espantada con la idea de perderlo.
Era el último regalo que Jack me había dejado, ¿Cómo podía ser tan torpe?
Busqué en el suelo con mis manos temblorosas, aterrorizada con jamás volverlo a tener, no era sólo un accesorio, era la promesa de siempre estar juntos a pesar de todo.
—¿Qué pasa? —inquirió Nia, extrañada con mi comportamiento.
—No lo encuentro, se me ha caído al piso.
—Búscalo, bien.
Sin pensármelo dos veces, me tiré al suelo alfombrado, con sumo cuidado de no causar incomodidad a los demás, al menos las luces del recinto estaban apagadas y sólo se podían ver las que iluminaban el escenario, lo que me hacía casi imperceptible.
Gateé, tanteando cada centímetro que recorría, pasando por los pies de las personas, y viendo una que otra esbelta pierna asomarse entre los vestidos.
—¡Bienvenidos, damas y caballeros, a la fiesta más esperada del imperio Jackson! —dijo un hombre desde la tarima, haciendo que de inmediato la alocada música invade mis oídos—. El hombre que empezó desde cero, aún cuando su padre había dejado un gran legado, el hombre que estuvo un año lejos de nuestro alcance en un lugar donde ni siquiera alguien podría regresar con vida, ¡Él es el mejor de todos! ¡Él es nuestro presidente, Jack Louis Thierry!
Sentí mi piel erizarse al escuchar ese nombre, mis manos se detuvieron sobre mi preciado anillo, justo en el momento en que aquel hombre subió los escalones.
Llevaba un traje rojo que lo hacía ver increíble, el presentador le cedió el micrófono tras un fuerte apretón de manos, y aún cuando se notaba a metros de distancia, el presidente se quitó su máscara, dejándome ver su rostro.
Ahora estaba en medio de toda la estancia, arrodillada y con mi boca entreabierta.
Era Jack, ése que pensé había olvidado después de tanto tiempo, que no reconocería sino hasta el día en que muriese.
—Buenas noches —masculló fríamente, su rostro era inexpresivo, no sonreía.
No tenía brillo tenía en sus ojos acaramelados, los cuales se posaron sobre mí y de repente, se inyectaron por el desprecio, petrificándome en mi lugar.
Me subió a lo alto del cielo, para luego dejarme caer sin ninguna protección, porque en ese momento, me había vuelto a destruir en pedazos, ya que no estaba segura si aquel hombre era una alucinación o la realidad.
—Jack…
Comentarios
Los comentarios de los lectores sobre la novela: Mi Jefe y Yo