Un extraño en mi cama romance Capítulo 136

Silvia fue sincera al ofrecerme aventón. Fue por las llaves de su auto sin decir nada más. A esas alturas habría sido una grosería rechazar su oferta, así que me quedé esperándola ante la reja. Si las cosas hubieran sido distintas, tenía la sensación de que habríamos sido buenas amigas. Ella era gentil y bondadosa, no como Laura. No pasó mucho tiempo antes de que llegara Silvia en su carro. Subí al asiento del pasajero, y nos pusimos en marcha hacia la residencia Lafuente.

Quise hacer conversación en el camino de vuelta, pero éramos prácticamente extrañas y no sabía qué decirle. Silvia fue quien inició la conversación.

-Es tarde y no estás en casa. ¿No debería llamarte Roberto?

-En realidad no somos tan cercanos -dije de inmediato. Y ya que estábamos hablando de Roberto, aproveché para tratar de resolver algunas preguntas.

-Hermana, quiero preguntarte algo.

-¿Qué cosa?

—¿Todavía amas a Roberto?

Silvia me miró con sigilo.

-No deberías sobre analizar las cosas. No hay nada entre nosotros, sólo hemos estado pasando tiempo juntos por el trabajo.

-Ya lo sé. No me refiero a eso —repliqué, gesticulando—, pero algo me dice que todavía lo amas. ¿Por qué lo dejaste? ¿Pasó algo?

-No pasó nada. Me di cuenta de que no éramos tan buena pareja -dijo pasándose la mano por el cabello desordenado por el viento, Las luces de neón fuera del carro se derramaron por su mejilla y la hicieron verse bella y misteriosa.

Se lo preguntaba por una buena razón, pues recientemente me había enterado de que había roto con su prometido. De alguna forma, se había conseguido otro desde Roberto y ahora, sin razón aparente, había roto con él. Tenía la sensación de que todavía estaba muy enamorada de Roberto. Con todo, Silvia no parecía dispuesta a explayarse en el tema, así que no insistí, y de manera apropiada, vi el carro de Roberto justo en frente de nosotros cuando atravesamos el portón. También acababa de volver.

Nuestros carros se detuvieron frente a la mansión al mismo tiempo. Roberto nos vio al bajar, se nos acercó y saludó.

—¿Por qué están juntas a esta hora de la noche?

-Han pasado cuarenta y nueve días desde que murió papá. Isabela fue a la casa a cenar con nosotros.

-¿Quieres entrar?

-De acuerdo. Tengo un par de preguntas que quisiera hacerte acerca del proyecto.

Comenzaron a andar hacia la mansión y yo hice lo mismo atrás de ellos. Sorprendentemente, la abuela estaba despierta. Estaba en la sala, viendo un programa de televisión, y no trató de ocultar su disgusto al ver a Silvia.

—Betito, estás descuidando a tu esposa. Viene sola atrás de ti, ¿no te das cuenta?

-¡Abue! -se apresuró a saludar Silvia. El rostro de la anciana se oscureció tanto como una nube de tormenta.

-Es medianoche. ¿Qué haces aquí?

-Abue, fui a rendirle homenaje a mi papá. Se me hizo tarde, así que mi hermana me dio aventón -expliqué de prisa.

—¡Isa! —dijo la abuela, saludándome. Me acerqué y me senté junto a ella, que me palmeó el dorso de la mano-. Invitarte a cenar y llevarte a casa después de dejarte a tu suerte durante tanto tiempo, ¿recuerdas la fábula de la comadreja que visita el gallinero? La comadreja siempre tiene segundas intenciones.

Las palabras de la anciana sonaron más y más ofensivas a medida que hablaba.

—¡Abue, vamos a tu cuarto! -le dije apresuradamente.

-¿Por qué estás aquí? -pregunté, algo sorprendida.

-¿Por qué no debería estar aquí?

Sabía que estaba de mal humor. Siempre contestaba a mis preguntas con otras preguntas cuando estaba disgustado.

-Estaba hablando de negocios con Silvia en el estudio. La señora Rosa tocó tres veces durante los primeros quince minutos, la primera vez preguntando si quería té, luego si quería bocadillos y la última vez que si quería cenar. Debió habernos preguntado si queríamos bañarnos y darnos un par de pijamas.

—Ella no haría eso —sonreí falsamente—. No habría sido apropiado.

La expresión de Roberto era fría como el hielo.

-Abue no me iba a dejar en paz si no me presentaba en tu cuarto.

Lo sabía. Las acciones de la abuela no hacían sino predisponer a Roberto contra mí. Emití un suspiro.

—Ya se durmió. Vuelve a tu cuarto.

Roberto se volvió, regalándome un vistazo de su orgullosa espalda. Por fin, suspiré de alivio cuando su puerta se cerró. Me acosté, pero antes de que pudiera cerrar los ojos, Emanuel tocó a la puerta. Me acordé entonces de que no lo había ayudado a ponerse su medicina. Me levanté y abrí, y no bien lo hice, me puso el brazo en la

cara, reportando con alegría:

—¡Mira, Isabela! Las marcas están desvaneciéndose.

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