Salí a hurtadillas de la mansión de Roberto. La suerte estaba de mi lado, porque no lo vi a él ni a Baymax. Troté fuera de la casa con la espalda rígida, parecía una plancha de madera con piernas. Corrí y le envié mi domicilio a Abril, quien llegó en quince minutos. Emanuel estaba en el asiento del pasajero, tenso junto a ella y sin moverse un centímetro. Aquel viaje había debido durar por lo menos treinta minutos.
—Muévete, al asiento trasero. —Abril lo miró y prosiguió—. El asiento de adelante le toca a Isabela. ¿Por qué no te mueves? ¿Te orinaste en los calzones o qué?
Él me miró mientras yo seguía parada afuera del coche. Me recordó a una canción: «Paralizado».
-Abril, sí sabes que estás manejando un auto y no un cohete, ¿verdad? Asustaste al chico.
-Es sólo un miedoso. No puedo creer que el hermano de
Roberto Lafuente sea un timorato.
—Se suponía que el trayecto durara treinta minutos, no quince.
-No quería hacerte esperar.
-Olvídalo. Me sentaré atrás.
A Emanuel le tomó mucho tiempo recuperarse de la impresión. Luego de subirme al carro, pasó un rato considerable antes de que, por fin, se volviera hacia mí con una expresión de asombro.
-Algo le pasa a Abril. Está tratando de estrellar el auto y matarme.
—Ella también está en el auto, ¿no? —lo consolé sonriente -, no nos va a estrellar.
-Isabela, nunca le vuelvas a pedir aventón. Es como tentar a la suerte.
-Cállate -dijo Abril mientras arrancaba el motor.
-No manejes tan rápido —le pedí—, no lo soportaría.
—Sí, señor —replicó, haciéndome una señal afirmativa antes de ponerse en marcha hacia el hospital—. A todo esto, ¿por qué estamos yendo al hospital? ¿Quién está enfermo? Emanuel, ¿qué se te pegó?
Abril se volvió hacia el asiento trasero.
-¡Mira el camino! —exclamó él con puro terror y le giró la cabeza hacia el frente.
-Amárrate los pantalones, niño -rio ella antes de mirarme —. ¿Qué le pasa? ¿Se golpeó la cabeza?
Eran todo un par, llamándose idiotas mutuamente. ¿Quién iba a decidir quién era el verdadero idiota? ¿Dios?
Llegamos al hospital e hice que Abril esperara en el auto. No le interesaban las vidas privadas de los demás, no preguntaba cuando no le decíamos nada.
Emanuel y yo fuimos a buscar a su doctor, un hombre en sus cincuentas con aire competente. El chico se arremangó la camisa y le mostró su brazo al doctor. Este asintió, tocándose la barba.
-Parece que la medicina que te receté está funcionando.
Estás en proceso de recuperación.
—Doctor, eso no es...
Le di un fuerte codazo en el costado para que dejara de hablar. Emanuel se volvió, sorprendido.
-Tomemos una muestra de sangre para ver si su cuerpo reacciona mejor al alérgeno —le dije al doctor.
-De acuerdo -convino-, te haré otra receta.
De camino a la prueba, Emanuel inquirió:
-¿Por qué no dejaste que le dijera la verdad al doctor? Su medicina no funcionó, fue la tuya la que me curó, y esas pastillas que me diste.
—Hay que esperar los resultados de la muestra de sangre. Si le hubieras dicho que no te tomaste su medicina, se pondría a buscar el problema basándose en los resultados.
Pagamos por el examen y fuimos a que le tomaran la muestra a Emanuel. No esperaba que tuviera miedo; el larguirucho muchacho parecía a punto de desmayarse mientras aguardaba su turno.
-¿Qué tienes?
La enfermera estaba tomando la muestra a alguien más. Él se volvió hacia el otro lado.
-Me desmayo con la sangre.
—Pero no serás tú quien te la saque. Sólo cierra los ojos y finge que no pasa nada.
-Me desmayo al ver sangre, no le temo al dolor -repuso con los labios pálidos. Era un cuadro patético. Su miedo a la sangre era una enfermedad real, y los que la sufrían se desmayaban, aunque vieran muy poca. En ocasiones podían provocar serios accidentes. Al terminar, lo ayudé a salir de la sala, e hice que esperara afuera mientras iba por su receta. Me desvié un poco para conseguirle un café. Su apariencia mejoró bastante luego de vaciar media botella de un solo trago.
—¿Te sientes bien? —pregunté palmeando su gruesa mata de cabellos. En eso se parecía a Roberto. Con certeza, no sufrirían problemas de pérdida de cabello cuando alcanzaran la mediana edad.
-No, estoy bien -dijo abrazando lastimosamente su botella de café.
-¿Quieres que llame al doctor para que te revise?
-No. Me volverán a sacar la sangre —señaló. Daba la impresión de estar al borde del colapso. Lo miré con fijeza y suspiré.
—¿Qué quieres?
-Quiero que seas más amable conmigo.
-¿Y cómo hago eso, si se puede saber?
—Quiero un bocadillo. Sopa picante y cangrejo al curry.
No había olvidado el sabor de esos platillos desde la última vez.
—¿Sí puedes comer eso?
—Ya estoy bien.
No había hablado con Andrés desde que descubrí que había enviado una apelación contra mi divorcio en mi nombre. No estaba en mis planes comer olla caliente en su compañía.
—Lo podemos considerar cuando lleguen los resultados de tu examen -declaré tras un momento de reflexión.
—¿Y si todo está en orden?
-Iremos a casa de Abril. Ella sabe preparar la sopa y yo sé hacer el cangrejo.
-¡Sí! -Emanuel dio un salto y nos salpicó de café por todos lados.
Me estaba limpiando la falda con un pañuelo cuando llamó Roberto, que acababa de reparar en mi ausencia.
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