Mientras devoraba una docena de ostras, se quejó de la calidad y la frescura.
-Un restaurante respetable no usaría tanto ajo ni salsa. Eso arruina el sabor natural de la ostra.
Lo miré inexpresivamente mientras llamaba al joven y pedía otra orden.
—¿Por qué comes tantas si no saben bien?
-Estoy evaluando la calidad de la comida.
-Ya veo. Qué considerado -dije y le volteé los ojos.
Comencé a arrepentirme de haberlo traído a comer asado cuando lo vi tomar mi elote dulce. Había traído al joven Roberto Lafuente a un puesto callejero y lo había tentado a comer cosas tan poco saludables y pecaminosas. Comida que no acostumbraba comer. ¿Su delicado estómago sobreviviría la experiencia?
Entonces, lo vi acabar con seis ostras en cuanto las sirvieron. Al instante, todo el arrepentimiento que sentí se esfumó. Roberto podía tolerar más de lo que yo esperaba.
Volvimos al auto caminando como patos gordos después de comer. Forcejeé para ponerme el cinturón de seguridad. Roberto tuvo que ayudarme.
-¿Eres una refugiada que acaba de huir de la hambruna en su pueblo? ¿Por qué comiste tanto? -me preguntó.
No estaba en posición de decirme eso. Había comido tanto como yo.
—Estuvo rico, ¿verdad? —le pregunté.
Solemnemente, sacó el auto de la callejuela.
—El ambiente es horrible. También la higiene. La calidad del aire es igual de mala. Deberían hacer algo al respecto.
-No eres del gobierno. Deja de decirle a la gente qué hacer.
—Voy a comprar la calle entera y llenarla de restaurantes que sirvan comida elegante.
—No vas a sacar nada de dinero con esa ¡dea. Te lo prometo —dije.
Los magnates daban miedo. Compraban calles como uno compraba coles o pepinos en el supermercado. Sin embargo, no importaba. Estaba extremadamente satisfecha y feliz. Aunque mi cabello olía a humo. Tuve que lavármelo varias veces para quitarme ese olor. Me sequé el cabello en el baño. Cuando por fin salí a la habitación, Roberto se había quedado dormido. Era extraño verlo dormirse antes que yo. Estaba de costado, con la palma de la mano bajo la mejilla. Estaba tan callado y se veía tan lindo como un muñeco.
Me recosté a su lado, en la misma pose que él, y lo miré. Parecía que me había acostumbrado a compartir la cama con él y a nuestras pláticas; a la mirada orgullosa e infantil en su rostro y a voltearle los ojos a esa expresión suya; a sus palabras sarcásticas mientras me ponía su abrigo.
Tarde o temprano, tendríamos que divorciarnos. ¿Me acostumbraría a eso? De repente, me sentí abrumada por un torrente de emociones. Se me revolvió el estómago. Parecía que la comida estaba peleándose. Las largas habichuelas estaban golpeando al elote dulce mientras este aporreaba a los chiles. Las ostras y las costillas se estaban dando una paliza. Era un caos total, al igual que mi mente y el latido de mi corazón. Mi corazón se aceleraba cada que miraba a Roberto.
Conforme fui calmándolo, me di cuenta de que había estirado la mano y estaba tocando su rostro. Enrosqué los dedos. Las yemas me cosquilleaban. Se sentían tibias. ¿Por qué le había tocado la cara? No tenía idea. Me di la vuelta y cerré los ojos. Las luces proyectaban la sombra de Roberto en la pared. Me envolvió de oscuridad. Una súbita sensación de seguridad me inundó.
No estoy segura de cuándo me quedé dormida. Más tarde, las continuas idas al baño de Roberto me despertaron. Miré el reloj. Eran las tres y media de la mañana. Me incorporé. Él acababa de salir del baño. Pude ver que se tomaba el vientre con las manos. Sus ceño estaba fruncido.
—¿Estás bien?
Se sentó junto a mí. En cuanto lo hizo, se paró de nuevo y corrió al baño.
-¿Comiste demasiado? ¿Se te revolvió el estómago?
Me cerró la puerta del baño en la cara y me dejó con mis preguntas. Parece que había adivinado. Esta era la primera vez que él cenaba en un puesto callejero y, a pesar de eso, había comido demasiado. Probablemente su delicado estómago no pudo soportarlo. Además, aunque se había quejado de la frescura de las ostras, se comió más de una docena.
Lo esperé afuera del baño y me quedé impactada cuando lo vi al salir. Se veía terrible. Tenía los labios pálidos.
-Tenemos que ir al hospital —dije.
—No. —Retrocedió por instinto—. Sólo es un poco de indigestión.
-Te vas a deshidratar. Mañana ¡remos al mar. Si no te recuperas, estarás en un barco sin ayuda. Podrías morirte —le dije.
-Necesitar tomártelas con agua. Las pastillas no servirán si no te las tomas con agua.
-Deberías hacer lo que hacen en las películas de artes marciales —dijo mientras abría un ojo y me miraba—. Ya sabes, cuando el protagonista se desmaya y la mujer tiene que darle la medicina. Ella se la toma y se la da con la boca.
-Sé usar un embudo. ¿Eso serviría? -dije furiosa, luego bebí un trago gigante del vaso de agua.
Sin previo aviso, él me jaló hacia abajo. El vaso se cayó al suelo. Por suerte, me lo había tomado todo. Pegó sus labios a los míos. El agua que aún no había tragado pasó lentamente hacia su boca.
Roberto tenía unos fetiches muy extraños e intensos. La gente normal veía películas de artes marciales por las muestras de heroísmo del protagonista, por el gentil e inquebrantable amor de la protagonista y por el drama que surgía entre el amor y el odio, entre la gratitud y el rencor.
Él, por otro lado, le ponía más atención a la forma en que la mujer le daba medicina al hombre.
Los músculos de su cuello se movieron. Me soltó con gran satisfacción.
-A esto me refería.
No importaba que estuviera enfermo. Seguía siendo insoportable. Lo miré. Me quedé sin habla un momento. Después de tomarse la medicina, se quedó dormido. No volvió a despertarse en toda la noche. Parecía que las pastillas habían funcionado.
La alarma me despertó en la mañana. Teníamos planes de vernos con Silvia en el puerto a las nueve. Ciudad Buenavista había establecido una ruta marítima a Isla Solar. Viajar a la isla se había vuelto mucho más conveniente. Ya no teníamos que viajar a otra ciudad.
Roberto seguía dormido. Me rodeaba con un brazo. Sin importar cuánto intentara empujarlo, no cedía. Le di unas palmaditas en la mejilla.
—Roberto, es hora de despertar. Tenemos que irnos.
Abrió los ojos. Sin aviso alguno, me abrazó con fuerza y apretó mi rostro contra su pecho.
-Soy un paciente enfermo. Voy a dormir un rato más.
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