Un extraño en mi cama romance Capítulo 194

A veces Roberto se portaba como un niño. El tipo de niño irracional que hacía berrinches y no obedecía lo que le ordenaban.

Por fin logré liberarme de su abrazo y escapar al baño. Me lavé y me vestí. Cuando salí, él todavía estaba en cama. Lo pensé un poco antes de acercarme y agacharme.

-Le avisaré a Santiago que no tienes ganas de ir a la isla. Podemos no ir hoy. Puedes recuperarte en casa mientras yo vuelvo a trabajar en la Organización Ferreiro.

Sus ojos seguían cerrados. Me di la vuelta y tomé mi teléfono de la mesita. Luego, llamé a Santiago.

Escuché movimiento detrás de mí mientras entraba la llamada. Volteé. Roberto se había levantado de la cama. Iba al baño. No parecía tan enfermo. Se movía con paso ligero. Santiago llegó a recogernos. De inmediato supo que Roberto se sentía mal.

—El señor Lafuente parece no estar bien. Se ve pálido

-susurró Santiago.

—Eh, no es gran cosa. Comió mucho asado y le causó indigestión -respondí.

Santiago me miró sobresaltado.

-¿El señor Lafuente? ¿Comida asada? ¿Qué clase de comida asada?

-De un puesto de la calle -dije con orgullo.

Había logrado que Roberto comiera comida de la calle. Santiago estaba anonadado. Me miró pasmado.

-El señor Lafuente nunca ha sido cliente de un puesto callejero.

-Por eso se intoxicó un poco. No está acostumbrado a la comida —suspiré y sacudí la cabeza—. Se pondrá mejor después de comer más veces.

Santiago parecía aturdido, como si no pudiera hacerse a la idea de lo que le acababa de decir. Sin embargo, era

reservado. Se quedó callado después de oír lo que dije.

Roberto permaneció indiferente. Recargó la cabeza en mi hombro durante el viaje al puerto. Temí que fuera a caerse, así que sostuve su cabeza con la mano. Tenía una cabeza muy pesada. Se me cansó el brazo.

Pronto llegamos al puerto. Pude ver a Silvia a la distancia mientras nos acercábamos. Estaba parada esperándonos. Llevaba un vestido blanco con un diseño de capullos de flores en los hombros. Se veía hermosa. No conocía a ninguna otra mujer que se viera tan bella e inocente como Silvia en un vestido blanco. Era como una voluta de una nube blanca en un cielo azul.

Santiago se bajó del auto y abrió la puerta. Roberto sacó la mano antes de bajarse. La tomé y salí. Los gestos parecían fluidos y naturales, como si me hubiera acostumbrado a hacer esto. No había duda de que Roberto se portaba como todo un caballero cuando estábamos en público. Ponía la mano en el marco de la puerta antes de que me saliera del auto, como si le preocupara que pudiera golpearme la cabeza al subir o bajar.

Silvia se acercó. Antes de que pudiera saludarla, se volvió hacia Roberto y exclamó con sorpresa:

-Roberto, perdiste peso.

¿De verdad? ¿Por qué no me había dado cuenta? Volteé a un lado y lo observé con atención. Ella parecía tener razón. Sus mejillas se veían un tanto hundidas. Aunque no era obvio. Nada de qué alarmarse. Además, me pareció que se veía más vivo así.

—Hola, Silvia —dijo él en voz suave.

Siempre le hablaba así a ella. Con suavidad, nada de dureza ni fiereza, como a mí. Silvia parecía un tanto sorprendida de verme. Me saludó con la cabeza después de un momento de sorpresa. Yo no había querido ir. No me gustaba viajar en el mar. porque me mareaba con facilidad. La situación era extremadamente incómoda.

Santiago y Roberto se adelantaron mientras Silvia y yo los seguíamos. Al pisar la cubierta del barco, Roberto se paró en seco. Se volteó y dijo, de forma vaga y a nadie en particular:

—Cuidado. Los escalones están mojados.

Yo traía tacones. Subir los escalones era una situación aterradora. Estiró la mano hacia nosotros. Lo miré estupefacta. No iba a tomarme de la mano, ¿o sí? No lo creí. Así que no lo tomé de la mano. Silvia alargó la mano sin pensarlo. Volteé la mirada y me preparé para avanzar cuando Roberto me puso la mano en la cara. ¿Me había estado ofreciendo su mano todo este tiempo? Aturdida, miré a Silvia. La sorpresa en sus ojos era igual que la mía. Después de un momento de silencio, tomé la mano de Roberto con firmeza. Luego, miré a Silvia.

-Cuidado -le dije.

Mi mano se posó en la suya. Me volteé para echarle un vistazo a Silvia. En su rostro se notaba la sorpresa. Incluso, había una pizca de vergüenza y tristeza en su mirada. Había confundido las intenciones de él. Claro que estaría avergonzada. Sin embargo, yo no podía arriesgarme a cometer el mismo error.

-Los medios no están aquí -le susurré a Roberto-. Puedes relajarte y bajarle a esto de los trucos

publicitarios.

-Sólo me preocupa que te caigas y mueras. Luego no habría nadie que limpie mi nombre —dijo él y apretó mis dedos. El agarre mortal me lastimó.

Después de que abordamos, el barco zarpó sin demora. Esta vez, era un crucero enorme, y nuevo. Era espacioso y no estaban las jóvenes modelos que había visto en mi viaje pasado al mar. Nosotros éramos los únicos pasajeros a bordo. Eso hacía que el barco se viera aún más amplio.

-¿Acaso sólo has visto cruceros en las películas?

—¿Y qué si fuera cierto?

-Uno de estos días, vas a hacer el ridículo por lo que acabas de decir.

Resoplé. No me iba a molestar a causa de sus insultos. Él pareció satisfecho con su comentario sarcástico.

Continuó felizmente con su inspección de los camarotes.

El crucero podía estar navegando a ritmo constante y tranquilo, pero aun así era un barco en el océano. No supe si mi mente me estaba jugando una mala pasada, pero no pude evitar sentir que estaba meciéndose. Hacía que la cabeza me diera vueltas.

-¿Dónde está mi camarote? -le pregunté al capitán-. Quisiera descansar un poco.

—¿Qué te pasa? —Roberto se dio la vuelta y me miró—. ¿Estás mareada?

-Sí.

—Santiago tiene pastillas para eso. Ve a tu camarote. Santiago, trae esas pastillas para Isabela.

—Está bien.

El capitán me llevó a mi camarote mientras Santiago iba por las pastillas. Roberto y Silvia continuaron la inspección.

Seguí al capitán mientras se caminaba. Luego, me volví y miré a Roberto y a Silvia. Él se veía alto y galante; ella, pequeña y hermosa. Parecían la pareja perfecta. La vida amorosa de Roberto parecía ser menos complicada que antes. No había nada entre él y Santiago. Eso significaba que podría darle por completo su corazón a Silvia.

—Señora Lafuente —me llamó el capitán.

De inmediato me volteé.

—Ay, perdóneme.

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