—Roberto, estás siendo irracional —juzgué. No tenía idea de lo que le pasaba: Silvia estaba con él en ese momento, ¿por qué me llamaba a mí? ¿Acaso era todo una farsa dirigida a Silvia, o el problema eran los reporteros y paparazzi? ¿Cómo podía haber reporteros escondiéndose en su mansión?
Llegó Andrés en su carro.
—Me iré del trabajo a tiempo y eso es todo —dije a secas.
Roberto no contestó. En vez de eso, escuché un fuerte golpe desde la otra línea, como si algo cayera al suelo.
—¿Roberto? ¡Roberto! —grité sucumbiendo al pánico. No obtuve respuesta.
Andrés salió del auto y me abrió la puerta. Entré, intentando llamar a Roberto, pero la llamada no enlazó. ¿Qué sucedía?, ¿qué le había pasado? Reflexioné un instante antes de llamarle a Silvia, pero no contestó. ¿Lo habría embargado la ira? ¿Se habría resbalado y caído en el baño de tan furioso que estaba? Era un hombre fuerte y atlético, ¿qué mal podía hacerle una simple caída?... ¿Por qué estaba tan preocupada?
—Isabela... —La voz de Andrés me devolvió a la realidad. Me di cuenta de que había estado jalando la cuerda de mi teléfono celular—. ¿Qué te pasa?
—Nada —repliqué distraída. Había hecho planes para esa misma noche con Andrés y no estaría bien que faltara a mi palabra, pero no estaba segura de lo que le había sucedido a Roberto.
—Andrés —comencé a regañadientes—, voy a tener que aplazar esa visita.
—¿Surgió un imprevisto? —inquirió con sus penetrantes ojos estudiándome desde el espejo retrovisor.
—Sí —asentí y proseguí—, lo siento de veras. Visitaré a tu madre esta noche, lo prometo.
—¿Qué sucedió?
—No es nada —aseguré, sacudiendo la frente con energía. Andrés no era como Roberto, irracional e implacable. Pareció entender y dejó de hacerme preguntas.
—Bueno, ¿a dónde vas? Te daré aventón.
Lo pensé durante unos segundos antes de darle el domicilio de Roberto. Como no conducía, habría tenido que pedir un taxi. Seguí llamándole de camino a su mansión, pero Roberto no contestó. Andrés nos llevó a su propiedad.
—Silvia —dijo de pronto. Miré por la ventanilla. El auto de Silvia nos rebasó y se alejó. Qué extraño, ¿por qué se había ido tan pronto? ¿Le habría ocurrido algo a Roberto?, ¿lo estaría llevando al hospital? Estiré el cuello y observé mientras que aceleraba hasta desaparecer en la distancia. No pude ver a nadie más en su auto. Hice que Andrés se detuviera afuera de la mansión y le di las gracias.
—¿Volverás a la oficina esta tarde?
—No, iré a la firma.
—Entonces me comunicaré por la noche.
—¿Necesitas ayuda? —preguntó él. Daba la impresión de estar inquieto.
Silvia no habría dejado solo a Roberto si algo le hubiera pasado. Todo estaba bien. Negué con la cabeza.
—Todo bien —dije—, deberías irte.
—De acuerdo, me voy.
Salí del auto, le agité la mano a Andrés y corrí por las rejas y a través del jardín.
—¿Dónde está tu amo? —le grité a Baymax.
—El líder supremo está en el segundo piso.
—¿Está bien? ¿Está todo bien?
—Nada nunca estará bien para el amo supremo, que merece únicamente la perfección.
No era momento de adular. Tratar de sacarle algo razonable al robot era una pérdida de tiempo. Subí corriendo las escaleras. A diferencia de la residencia de los Ferreiro, que tenía cuatro pisos, la mansión de Roberto era de dos pisos, así que no era necesario tener un elevador.
Corrí como el viento; no había ido tan rápido desde que me gradué y le dije adiós al entrenamiento físico. Me precipité hasta el cuarto de Roberto, empujé la puerta y me abalancé, rubicunda y sudorosa, hasta el interior y entonces lo vi, inclinado cómodamente en la cabecera de la cama con su computadora portátil en el regazo. Me adelanté, levanté sus brazos y revolví las sábanas. Parecía físicamente intacto y de hecho, se veía muy bien.
—¿Pena? ¿Por un teléfono? Vamos ya, Roberto. ¿Qué no Empresas Lafuente acaba de firmar un contrato con una maquiladora de teléfonos? Eres dueño de una enorme fábrica que genera estas cosas, ¿y me estás diciendo que te angustiaste por haber estropeado un teléfono?
—Este teléfono ha estado conmigo durante mucho tiempo. Le tomé cariño. Soy humano y los humanos tienen sentimientos.
—Es último modelo, salió hace menos de dos meses. ¿Cuánto tiempo dijiste que lo habías tenido?
—No tienes corazón, Isabela —dijo honestamente—, no entiendes lo que sentía por este teléfono.
No me interesaba escuchar sus historias. Le arrebaté el aparato y lo tiré a la basura.
—Ahórrate tus mentiras, Roberto. Esto no fue otra cosa que un señuelo para alejarme de Andrés. Ya te dije que no hay nada entre nosotros. Ya me voy. Tengo que presentarme en otro lado.
Me puse de pie y me dispuse a marcharme. A un paso de la puerta, escuché un hondo gruñido.
—Me duele el estómago.
—Ojalá te mate —dije. Mis dedos se curvaron alrededor de la perilla y..., no pude evitarlo. Me volví—. ¿Ya te moriste?
Tenía pinta de sufrir mucho dolor, pero podía estar fingiendo. A saber.
—No he comido nada desde el desayuno.
Un olor delicioso flotaba en el aire. Mis ojos recorrieron el cuarto hasta toparse con la mesita de té, donde había unos moldes de plástico y un termo. Me aproximé para echar un vistazo. Estaban llenos de platillos exquisitos que, con toda seguridad, habían sido preparados con mucho amor y dedicación. Uno de los guisos era kale frito y croquetas de pescado rellenas de almejas. Le di una mordida. Tenía pasta de camarón.
Silvia debía haberlos preparado. El repertorio de comidas que podía preparar era bastante reducido y una de nuestras cocineras le había enseñado a hacer aquel platillo. Debía haber salido temprano del trabajo para cocinarle a Roberto; había dos cuencos y dos pares de palillos sobre la mesita. Había planeado almorzar con él. Pero entonces, ¿por qué se había ido?
—¿Dónde está Silvia? ¿Por qué partió tan de improviso?
Comentarios
Los comentarios de los lectores sobre la novela: Un extraño en mi cama