—Soy intolerante a los mariscos. El almuerzo que preparó eran puros mariscos.
—Pero, ¿por qué se marchó?
—Yo qué sé —dijo con una sonrisa amistosa—. Mi esposa se va a comer con la madre de su amante y hace que su hermanastra, o sea mi exnovia, venga a hacerme compañía. Tengo que ponerle un alto a esta relación perversa y retorcida, ¿no crees?
Fue un gesto tan ordinario, pero de alguna forma lo hizo sonar como algo sórdido. De pronto, se puso de pie.
—Vamos por algo de comer. La comida a domicilio no sabe tan bien.
—¿Y qué se supone que hagamos con esta comida?
—Que se la coma Baymax.
—¿Acaso Baymax tiene boca?
—Puedo hacer que los ingenieros le instalen una boca y un sistema digestivo —repuso, entrando a su vestidor para cambiarse—. ¿Qué quieres comer, Isabela?
Todavía estaba algo enojada. No tenía ganas de hablar con él. Por su parte, volvió a salir del vestidor con una camisa de mezclilla azul marino y un par de bermudas floreadas.
—¿Planeas ir a la playa de vacaciones?
—No estoy trabajando, así que puedo pasearme desnudo si me da la gana.
—Te arrestarán.
—Hoy llevas puntos... —Estudió mi atuendo con cuidado y luego dijo—: Tengo una pijama de puntos. Me la pondré para estar a juego.
Lo saqué del cuarto a toda prisa. Si no lo detenía, se le podían ocurrir muchas malas ideas, que en su caso eran tan abundantes como mosquitos.
Roberto me había preguntado lo que quería comer. Unos días atrás, habíamos comido mariscos y otros platillos de sabores sutiles, así que tenía ganas de algo más fuerte. Lo llevé a las brochetas; el restaurante en cuestión era el más popular de su clase en toda la ciudad, aunque nunca había sido renovado y se veía algo deteriorado. Sabía que a Roberto no le gustaría el lugar, por eso lo elegí.
Tenía razón. Comenzó a fruncir el entrecejo nada más llegar al pórtico.
—¿No conoces mejores restaurantes?
—Encajarás a la perfección con tus bermudas floreadas —dije. Parecía rapero. Habría sido una pena que no aprovechara y lo llevara a comer brochetas.
Roberto traía un sombrero de pesca y lentes de sol, seguramente para que nadie lo reconociera con aquella vestimenta. Su impresionante altura y silueta, combinadas con su atuendo, llamaban mucho la atención. Vi cómo algunas jóvenes se susurraban cosas, preguntándose si no sería alguna celebridad de incógnito.
—¿No tienen mesas privadas? —preguntó mientras me seguía al interior.
—No.
Una joven mesera nos condujo justo al centro del restaurante.
—Es la única mesa disponible en este momento.
Señalé a Roberto con la barbilla.
—Toma asiento.
Miró a su alrededor antes de obedecer al fin, vacilante.
—¿No te gustaba ser el centro de atención? Sólo estoy dándote lo que quieres.
Puse mi bolsa en la silla y me incorporé.
—¿A dónde vas?
—Por mi comida —repliqué. Fue entonces cuando recordé que Roberto no frecuentaba el lugar.
—¿Es un buffet? —inquirió dubitativo y me imitó.
—Podría decirse —confirmé. Anduve hasta el congelador y escogí mis brochetas. Se puso a mi lado con los lentes de sol todavía puestos. Tuve la sospecha de que no podía ver nada en absoluto.
—¿Puedes ver con esos lentes? ¿Cómo vas a elegir tus brochetas?
—Sólo dame lo mismo que tú.
—Bueno, ¿entonces por qué no vuelves a la mesa?
—Me da miedo quedarme solo.
Tenía en la mano un par de lenguas cuando lo dijo. Me volví, mirándolo fijamente. Era un hombre de uno noventa y me acababa de decir que le daba miedo quedarse solo en una multitud. Si quería parecer adorable, estaba haciendo todo mal. Me olvidaría del verdadero Roberto si seguía así.
Había escuchado que no le gustaban las vísceras, así que me tomé la molestia de elegir eso exclusivamente. Yo era como Abril: ambas disfrutábamos todo tipo de vísceras. Luego de escoger las brochetas, volví a nuestra mesa. Ya habían servido la sopa de base, y vertí todo en la olla.
Roberto se puso las manos en las mejillas y me miró.
—¿Cómo se supone que comamos esto?
—Te lo tienes que comer entero, con todo y brochetas —repliqué hoscamente; luego dije—. Muéstrame.
Pero él me sonrió y declaró:
—No me gusta el perejil.
—Pues entonces muérete de hambre —dije. Era increíble que en el menú hubiera todo tipo de brochetas y él no pudiera comer ninguno. Si no iba a comer nada, yo sí lo haría. Supuse que Silvia y él habrían cenado en puros restaurantes caros cuando salían juntos, y luego de cenar, seguro habrían ido a la ópera o a escuchar algún concierto orquestal. Todo eso estaba muy bien, claro, pero debía dejarse para alguna ocasión especial. La vida debía vivirse de forma simple, más aterrizada.
Roberto no daba su brazo a torcer. Parecía decidido a no comer nada. No me importó. Aún estaba enojada por haberme engañado para que acudiera a toda prisa a la mansión. Comenzó a observar las mesas de alrededor.
—¿Qué están comiendo en esa mesa de al lado? Esa cosa suave como gelatina que tienen en el cuenco.
—Es glaseado tipo gelatina.
—¿Qué es eso?
—Es como gelatina, pero no exactamente lo mismo.
—Quiero eso.
—¿Seguro?
—Seguro.
—Es un postre. No te vas a llenar sólo con eso.
Le pedí un cuenco de glaseado, que sirvieron casi inmediatamente. Tomó una cucharada y después empujó el cuenco.
—Qué burda.
—No puedes esperar que sea como los postres que se preparan en esos restaurantes de comida occidental a los que vas. El glaseado se lleva bien con las brochetas. ¿Estás seguro de que no quieres?
Parecía determinado. Pues si insistía en matarse de hambre, no podía hacer nada al respecto. Terminé el cuenco de glaseado y me alejé de la mesa para conseguir una ración extra. Cuando me di la vuelta, advertí su figura encorvada, una visión digna de lástima. Entonces me asaltó un pensamiento: Roberto había accedido a venir conmigo y se las había arreglado para controlar su mal genio. Debía estar agradecida, no podía pedirle más.
Le conseguí unas brochetas de res, pollo y algunos otros platillos. Empezó a perforar su gruesa rebanada de pastel de arroz con los palillos hasta convertirlo en algo similar a una colmena de abejas.
—¿Qué es esto? —preguntó con desazón.
—Pastel de arroz.
—Se ve diferente a los que he probado antes.
—Todos se hacen con los mismos ingredientes, es sólo que los chefs los cortan de formas distintas. ¿Quieres decir que no sabes reconocer un pastel de arroz si lo cortan de otra manera?
Dio un mordisco tentativo. Probablemente sabía bien porque pronto lo volvió a morder. A veces era como un niño. Tenías que persuadirlo lentamente para que se acostumbrara a las cosas. No es que le mostrara aquella faceta a cualquiera. Tal vez hubiera alguien allá afuera dispuesto a darle gusto, pero él no les daría la oportunidad de hacerlo.
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