Roberto se comió el pastel de arroz, tras lo cual terminó comiéndose los otros platillos. Tanta comida debió subírsele a la cabeza porque incluso comió de la molleja que le había repugnado tanto hacía un momento. A excepción de las brochetas de res con perejil, se sirvió un poco de todo.
Le pregunté si estaba rico y contestó que estaba bien. Lo bastante bien para haberse servido tanto de cada cosa; también se comió dos cuencos de glaseado.
Cuando se trataba de comida era un aventurero, sólo que no había tenido la oportunidad de probar la molleja, ya que nadie nunca lo había llevado a un lugar así.
—¿No te puedes quitar el sombrero y los lentes? ¿No crees que es raro usarlos mientras comes?
—Si me los quito, se va a armar la gorda.
—Por favor. No eres el presidente, no sé qué clase de alboroto podrías causar sólo por haber venido a comer brochetas a un restaurante pequeño.
Se quitó los lentes y el sombrero y siguió comiendo. La joven que se sentaba a un lado de nosotros había estado contemplándolo todo ese tiempo, y comenzó a gritar de improviso:
—¡Roberto Lafuente! ¡Roberto Lafuente!
Tan fuerte que pronto se quedaría ronca. Fue en aquel instante que un hombre sentado cerca de ella se acercó a nuestra mesa.
—¿Señor Lafuente? ¿De veras es usted? ¿Qué hace comiendo aquí? Soy periodista, trabajo para el Digital Mint. Le escribimos solicitando una entrevista. Por favor, háganos saber cuándo estaría disponible.
—¿Planeaba entrevistarme mientras como brochetas? —Roberto inclinó la cabeza y se quedó mirando al reportero, quien esbozó una sonrisa cordial en el rostro antes de retirarse.
Podía estar comiendo brochetas como el resto de los mortales, pero eso no quería decir que se había convertido en alguien accesible. La sonrisa que había dibujado era frágil a pesar de estar recibiendo el calor de la olla de sopa.
—Están aglomerándose a mi alrededor mientras como, lo cual me está haciendo sentir incómodo. Olvídense de obtener una entrevista conmigo.
Las personas que se habían conglomerado se dispersaron enseguida. Por fin caí en cuenta del poder que tenían la autoridad y el encanto de Roberto. Todo ese rato habíamos estado sentados al lado de una mesa llena de reporteros muertos de ganas de entrevistarlo y que no tuvieron esa suerte. Los comensales también habían reconocido a Roberto y comenzaron a mirarnos fijamente.
—Tal vez deberías ponerte otra vez el sombrero y los lentes —le dije.
—¿Cuál sería el punto?
Los reporteros trataban de sacarle fotos a escondidas, algunos con sus teléfonos. Uno de ellos traía su cámara y comenzó a aprovecharla en silencio.
Roberto fingió no darse cuenta de nada, si bien cuando terminamos, pagamos y nos levantamos, se dirigió directo a su mesa con la mano extendida.
—Tomaron algunas fotos. Creo que es hora de que me las den.
—¡No lo hicimos! —negaron al unísono—, señor Lafuente, debe ser un malentendido.
—¿Para qué sitio web dicen trabajar? ¿El Digital Mint? —Se inclinó con las manos en el borde de la mesa. Su voz se tornó suave e hipnótica—. ¿Están cansados de tener un trabajo? ¿No aguantan las ganas de hacer que desaparezca su sitio web de la vastedad del internet?
Sus amenazas funcionaron. Una chica le entregó su teléfono y los demás la imitaron. El periodista de la cámara parecía a punto de romper en llanto cuando se la entregó.
—Me desharé de las fotos, señor Lafuente. Por favor, no rompa mi cámara, es propiedad de la empresa y es muy cara. No podré pagarla.
Roberto no recibió la cámara o los celulares.
—¿Cómo planean escribirlos?
—¿Qué cosa? —Se miraron entre sí, balbuceando confusos.
—Los pies de foto. Vamos, ilústrenos.
Parecía lo suficientemente inofensivo y amigable en aquel momento. Un periodista se armó de valor y habló:
—«Rico magnate se humilla por amor. Se le avistó comiendo brochetas durante una cita con su esposa».
—Mmm —murmuró aprobatoriamente y asintió con la cabeza. Yo no podía creerlo. Apuntó el dedo índice hacia la punta de la nariz del periodista y dijo:
—Eso está bien. Usa eso.
Tomó uno de los teléfonos y empezó a deslizar el dedo por la pantalla.
—Mi esposa no se ve bien aquí. Bórrala. Asegúrense de que salga bien en cada una de las fotos que publiquen.
Y devolvió el teléfono a su dueño. Los reporteros lo miraban pasmados. Roberto me tomó de la mano y me condujo fuera del restaurante. Me volví para mirarlos una última vez antes de salir. Tenían los rostros iluminados y sorprendidos. Podrían publicar fotos exclusivas de Roberto Lafuente en su sitio web, y eso sin duda los llenaba de alegría.
Roberto estaba increíblemente complaciente ese día. No había tratado de ponerlos en jaque, sino que les había dado permiso de publicar en su sitio de tabloides.
Roberto se detuvo enfrente de la recepción y se volvió hacia mí.
—¿Así es como te han estado tratando?
—¿Qué pasa? —pregunté, sin sentirme demasiado molesta. Las recepcionistas solían saludarme de esa forma siempre que entraba al edificio.
—¿Siempre se quedan sentadas en lugar de pararse y hacer una reverencia?
—¿Por qué tanto alboroto por las formalidades?
—Ese no es el punto. No te respetan. Eres la directora de la Organización Ferreiro, el alma de la empresa...
De pronto, la recepcionista volvió a incorporarse e hizo otra profunda reverencia.
—Buenas tardes, señorita Ferreiro.
Me giré y la vi. Era Silvia, que, a su vez, estaba sorprendida de vernos.
—Roberto, ¿qué haces aquí? Hoy no tenemos juntas.
—No hay juntas —dijo este, poniendo por instinto un brazo alrededor de mis hombros—. Estoy aquí para acompañar a Isabela.
¿No había dicho que sólo me llevaría hasta mi oficina? ¿Qué había sido aquello de los monstruos escondidos en el edificio? ¿Ahora mi escolta me haría compañía mientras trabajaba?
Estudié la reacción de Silvia, pero no pude dilucidar sus pensamientos.
Roberto y yo ya habíamos dado la impresión de ser cercanos en otras ocasiones. Sin importar lo circunspecta que se había mostrado entonces, no había podido esconder los sentimientos de tristeza y pérdida que se reflejaban en sus ojos. Pero desde lo ocurrido durante nuestro último viaje a la isla Solar, había cambiado: se mantenía impasible sin importar lo que hiciéramos.
Había una pizca de compasión en sus ojos cuando me miró. Como si fuera un títere cuyos hilos jalara otra persona. Y sin embargo, yo ignoraba el hecho de que alguien estuviera haciéndolo.
Estaba lista para separarme de Roberto, pero él no había terminado. Caminó hasta la recepción y golpeó la superficie del mostrador con los nudillos.
—Déjeme que le haga una pregunta: ¿quién tiene el puesto más alto? ¿El gerente o el director?
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