Un extraño en mi cama romance Capítulo 233

Ese día no fui a visitar a la madre de Andrés. Tampoco lo llamé para avisarle. Lo olvidé. Además, mi teléfono se había quedado sin batería. Llegué a casa y lo cargué, pero olvidé encenderlo de nuevo. Luego, me metí a la cama y dormí toda la noche. A la mañana siguiente, me encontré con Abril en la oficina. Me di cuenta de lo que había olvidado cuando comenzó a asolarme con preguntas.

―¿Por qué no pudimos contactarte por teléfono anoche? ¿Sabes que Adonis y yo estuvimos buscándote en cada rincón? Estaba preocupadísimo. Creyó que habías tenido un accidente o algo.

―Me quedé sin batería. Y después olvidé encender el teléfono.

―Pues no podía decirle que fuiste a una cita romántica con Roberto. Le dije que todavía te sentías mal por el paseo en el crucero. Y que volviste a descansar porque no te sentías bien.

―Oh ―dije con timidez―. Le llamaré ahora mismo.

Andrés respondió de inmediato. Me hizo sentir extremadamente mal.

―Andrés, ayer…

―¿Estás bien? ―preguntó de repente―. Abril me dijo que te sentías mal. ¿Pasa algo? ¿Necesitas ir al hospital?

―No, no estoy…

Mi voz se fue apagando. No quería mentirle pero Abril estaba levantándome las cejas. Decidí quedarme callada. Era mejor que mentir.

―Cuídate ―dijo Andrés. Había preocupación en su voz―. Deberías ir al hospital si las cosas no mejoran.

―Estoy bien. Tu madre…

―No te preocupes, está bien ―dijo con gentileza―. Puedes visitarla cuando sea. No te estreses por eso.

―Te prometo que iré mañana por la tarde. Mi secretaria me acaba de traer una montaña de propuestas. No creo que termine con ellas para la hora del almuerzo.

―Puedes poner a un lado las que no entiendas. Te ayudaré a revisarlas cuando vaya a la oficina en la tarde.

―Está bien.

Hablar con Andrés era una experiencia tan reconfortante. Era como echarse al sol primaveral. No era para nada como hablar con Roberto. Cuando Roberto te hablaba, sentías que poco a poco te iba arrinconando. Después de colgar, escuché que Silvia, mi secretaria, tocaba la puerta.

―Señora Lafuente, el señor Lafuente está aquí.

¿Roberto? ¿Qué estaba haciendo aquí? Volví la mirada hacia la puerta. Estaba vestido de traje gris claro. Llevaba una corbata plateada y un par de lentes sin armazón. Se veía como el caballero perfecto. Un lobo en piel de oveja.

―¿Por qué estás aquí?

―La reunión ―dijo mientras entraba a la oficina―. No me digas que lo olvidaste.

Se fue de la casa antes de que yo me hubiera despertado. Baymax me dijo que se había ido a la oficina. Se supone que estaría en la Organización Ferreiro para una junta sobre la urbanización de Isla Solar. Se me había olvidado por completo.

―Claro que no ―repliqué con timidez.

De repente, se aflojó la corbata. El gesto inesperado me sorprendió. ¿Planeaba desvestirse y obligarme a hacerlo con él mientras Abril y Silvia seguían en la habitación?

―¿Qué haces?

―No me gusta cómo quedó la corbata. Ayúdame ―dijo antes de ponerme la corbata en la mano.

No pude decirle que no. Me puse de puntitas y comencé a amarrársela.

―Agáchate un poquito más. Eres demasiado alto. No alcanzo tu cuello.

―¿Tan mal te trataron cuando eras niña? ¿Te afectó en el crecimiento?

No entendí por qué había llegado antes de tiempo y se había metido a mi oficina sólo para hacer comentarios hirientes. Deseé poder estrangularlo con su propia corbata.

―Mido uno con sesenta y ocho. No soy bajita, ¿de acuerdo? Tú eres un monstruo gigante.

Se inclinó hacia adelante para que pudiera ajustarle la corbata. Era claro que yo tenía experiencia con esto. Mientras me observaba, su ceño se suavizó.

―Parece que haces esto a menudo para otros hombres.

―Tienes razón. Solía hacer esto todos los días.

―Ja, ja, para tu padre, supongo ―dijo.

Adivinó. Reprimí una sonrisa. Entonces, me besó de repente. Sorprendida, me llevé las manos a la boca y exclamé:

―¿Qué haces?

Silvia y Abril seguían en mi oficina.

―Intento descubrir qué sabor de labial llevas hoy.

―¿Crees que soy una niña que todos los días se pone bálsamo sabor a frutas? ―pregunté. Le ajusté la corbata con rapidez y comencé a empujarlo fuera la oficina―. Ve a la sala de juntas. Si el resto de la compañía ve que su directora se la pasa en su oficina con el director de Empresas Lafuente, van a pensar que estoy tramando algo.

Lo empujé hasta la puerta y me di la vuelta. Dos rostros pasmados me miraban. Abril tenía la boca bien abierta. Pude haberle metido un huevo.

―¿Qué? ―pregunté mientras le daba una bofetadita.

―Querida amiga ―dijo Abril mientras me pasaba el brazo sobre el hombro―. ¿Sabes qué estaban haciendo Roberto y tú?

―¿Qué?

―¡Estaban coqueteando! ―gritó Abril―. ¿Cuándo comenzaron a hacer eso?

―Baja la voz. ―Le tapé la boca con la mano y dije―: ¿De qué hablas? No estábamos haciendo nada de eso. Deja de decir tonterías.

Roberto y yo nos portábamos así todo el tiempo. ¿Acaso no habían visto lo sarcástico que fue conmigo?

―¡Pero acaba de entrar a tu oficina sólo para que le amarraras la corbata!

―Puedes ayudarlo tú si quieres.

―Olvídalo. No es mi tipo. Cada que lo veo quiero pegarle con un ladrillo.

―¡Yo me ofrezco! ―bromeó Silvia.

Todas éramos casi de la misma edad. A ellas les hablaba casualmente en vez de comportarme como una directora. Incluso ella había olvidado que era mi secretaria.

―Genial, la próxima vez podrás ayudarle con la corbata.

Silvia se llevó las manos a las mejillas.

―Señora Lafuente, ¿usted y el señor Lafuente están enamorados?

―¿Qué? ―Las palabras que acababa de decir casi me provocaron un ataque cardiaco―. ¿Qué dijiste? ¿Que si estamos qué?

Podríamos estar en problemas, en deuda, en cualquier cosa. ¿Pero enamorados?

―Parece que lo estuvieran. Le robó un beso. Ay, fue tan romántico.

―¿Así crees que es estar enamorado? ―pregunté al mirarla con atención.

―Yo también creo que así es ―agregó Abril.

Las miré por un momento. Luego, en un intento para desviar su atención del tema, dije:

―¿No se supone que tendremos una junta más tarde? ¿No tienes que preparar documentos? Silvia, ¿terminaste tu trabajo?

―En eso estoy ―dijo antes de desaparecerse velozmente.

Abril me abrazó por el cuello y, desvergonzadamente, no me soltaba.

―Isabela, ¿no crees que las cosas se están poniendo raras contigo y Roberto?

―¿Raras? ¿De qué forma?

―Deja de negarlo. Mírate. Ay, no, tanta cursilería me va a hacer vomitar.

―Sólo es por fingir. ¡No es real!

―Nadie va a creer eso, Isabela. Pude ver que se te iluminaron los ojos. Estaban brillando.

―Sólo a los lobos les brillan los ojos ―dije antes de darle un golpe con la mano abierta―. Apúrate y ten listos los documentos. La junta está por comenzar.

Apenas había comenzado el día y ahí estaba yo, desviándome de lo que importaba. Respiré hondo y me preparé para el día de trabajo. Abrí la puerta de la oficina. Laura estaba parada ahí en frente, con una expresión de indignación en el rostro.

―De verdad que eres sorprendente, Isabela ―dijo. Parecía lista para saltar y hacerme añicos―. ¿Tomaste a escondidas la oficina de mi mamá mientras no está. ¡Maldita!

Abril se interpuso justo a tiempo. Su enorme figura de casi un metro ochenta era un muro impenetrable para Laura, que era de estatura promedio.

―Laura, te recomiendo que retrocedas ahora. Roberto, su esposo, está en el primer salón de juntas a la vuelta. Él fue quien le dio su nueva oficina a nuestra directora. A él es a quien debes buscar.

Casi al instante, el aura intimidante de Laura pareció debilitarse considerablemente.

―Él no es parte de la Organización Ferreiro. No tiene derecho de cambiarle la oficina a nadie.

―No olvides que también es esposo de nuestra directora. No va a quedarse de brazos cruzados cuando vea que fastidian a su mujer en la compañía.

―Isabela, ese es el esposo de Silvia. Se lo robaste. ¡Arpía!

―¿Por qué levantas la voz? ¿Te parece que esta oficina es un mercado? ―dijo Abril antes de empujarla.

Su tremenda fuerza hizo que Laura se tambaleara por el empujón. Jalé a Abril.

―Estamos en la oficina. No exageres las cosas.

Entonces, Abril se detuvo y se quedó entre Laura y yo mientras nos alejábamos.

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