Un extraño en mi cama romance Capítulo 236

Lo que dijo me dejó estupefacta. Me tomó un rato contestarle.

―Tú nunca te has enamorado como es debido. Mírate, hablando como si supieras de qué se trata.

―Chica, soy guerrera de muchas batallas, ¿vale? Nadie dijo que tenías que estar en una relación durante décadas para saber qué es el amor. Yo siempre estoy enamorada.

Perdí el interés en la conversación. Casi me lastimé las manos cuando seguí con la escultura.

Después del trabajo, me quedé en la oficina para esculpir el resto de la estatuilla de jade antes de irme a casa. Abril quiso hacerme compañía pero la corrí a su casa. Sorprendentemente, Roberto no me llamó ni exigió que volviera a casa. Otros días, me hubiera acosado hasta que la batería de mi teléfono se agotara por las llamadas. Era todo un misterio. No se podía saber lo que estaba pensando. No podías saber cuándo iba a portarse lindo contigo ni cuándo iba a tratarte con frialdad. De hecho, puede que un día, de la nada, comenzara a tratarte como a una desconocida.

Roberto aún no había vuelto cuando regresé a su mansión. Baymax era el único que estaba en ese momento. El asunto con los robots era que no sabrían preguntar si ya habías comido ni podían distinguir si estabas molesta o feliz.

Después de que me bañé, Roberto seguía sin volver a casa. Aún seguía afuera cuando me metí a la cama con un libro. «Debería llamarlo». Todavía estaba recuperándose del resfriado. Había estado fuera toda la noche y no me había llamado para decirme dónde estaba. Sin embargo, no lo hice. No sabía si era a causa de lo que Abril me dijo. Incluso ella podía ver que algo estaba pasando. Claro que yo también. Estaba de acuerdo con ella. Tenía la sensación de que Roberto no había amado tanto a Silvia. No tenía idea de a quién amaba. Quizás la única persona a quien amaba era él mismo.

Me entró el sueño y me quedé dormida mientras estaba sentada en la cama. No supe qué hora era cuando por fin escuché que Roberto entraba a la habitación. Entre la somnolencia, creí sentir que me tocaba para que no me levantara. Quería decirle que había terminado la estatuilla de jade. Estaba en el cajón de la mesita de noche. Podía tomarla. No obstante, estaba demasiado cansada. Cuando por fin logré abrir los ojos, después de mucho esfuerzo, lo vi retroceder hacia el baño para lavarse.

Al despertarme la siguiente mañana, Roberto se había ido. Encontré una nota junto a la almohada. En ella había escrito una dirección y una hora. Siete de la tarde. Debe ser donde sería su fiesta de cumpleaños. Había olvidado darle su regalo. Tendría que hacerlo en la noche, frente a todos los invitados.

Después de pensarlo, metí el regalo a mi bolso y escogí un vestido más bonito que mis vestidos de siempre. Roberto podía ser muy especial sobre algunas cosas. Si llegaba a la fiesta vestida con algo normal, iba a pensar que era una mancha en su reputación y no me perdonaría tan fácilmente.

No era un día particularmente ocupado en el trabajo. Le prometí a Andrés que visitaría a su madre durante el almuerzo. Juré en secreto que lo haría sin importar lo que pasara hoy. Por fortuna, Roberto no se apareció para acosarme. Después de almorzar, Abril, Andrés y yo fuimos a casa de él.

Había intentado imaginarme cómo se vería su madre. No estaba segura de cuán grave era su estado. Abril la había visitado hace unos días. Me dijo que la madre de Andrés estaba lúcida un momento y confundida al siguiente. A veces, la gente no teme envejecer, sino las cosas que vienen con ello. Cosas como perder la memoria y olvidar a la gente que nos rodea, aquellos a quienes amamos tanto alguna vez.

Recuerdo que la madre de Andrés había sido una joven extremadamente bella y elegante. Cuando éramos niñas, Abril y yo nos poníamos sus vestidos a escondidas y fingíamos ser adultas. La hacíamos reír tanto. Decía que éramos muy jóvenes y que los vestidos no nos quedaban, pero cuando fuéramos mayores, tendríamos vestidos más lindos para ponernos.

Abril me apretó la mano antes de entrar a la casa.

―Sólo respira hondo ―dijo.

Se me hizo un nudo en el pecho. Me puse un par de pantuflas y entré a la casa. Lo primero que vi fue una mujer con el cabello blanco. Estaba sentada en el sillón, de espaldas a nosotras, viendo la televisión. En la pantalla se veía una serie vieja de drama. Me volví y le susurré a Abril, casi con miedo.

―¿Es la madre de Andrés?

Abril asintió:

―Sí.

Hice los cálculos en la cabeza. La mujer ni siquiera tenía cincuenta. ¿Por qué tenía el cabello todo blanco? ¿Qué le había pasado?

Andrés avanzó y se acercó a su madre.

―Mamá, ya llegué.

―Se arrodilló frente a ella y me señaló―. Mira quién vino.

Ella se volvió lentamente. Poco a poco, su rostro quedó a la vista. El tiempo es una cosa tan terrible. Había arruinado a una mujer que una vez fue tan hermosa en la flor de la vida. Ahora estaba muy delgada, débil y pálida. Antes tenía los ojos más hermosos. Ahora, se veían vidriosos y sin vida. Su mirada indiferente se iluminó al verme.

―¡Liza, viniste! Ven, siéntate.

Ese era el nombre de mi madre. Yo me parecía mucho a ella. Tenía sentido que la madre de Andrés me confundiera. Me puse de rodillas. Mis ojos estaban llenos de lágrimas que parecía listas para caer en cuanto parpadeara.

Andrés corrigió a su madre.

―Mamá, es Isabela. ¿Recuerdas quién es?

―¿Isabela? Ah, ya sé. Andrés, ¿es tu esposa?

A ella le gustaba bromear con nosotros cuando éramos niños. Me llamaba su nuera.

―Mamá, es Isabela ―dijo Andrés mientras ponía la mano de su madre sobre la mía. Estaba fría.

Recordé los últimos días de mi madre. Sus manos se sentían como hielo. Descansaba en un camastro todo el día. Mi padre la cubría con varias cobijas, llenaba una botella con agua caliente y se la ponía entre los brazos, pero nada la calentaba.

La madre de Andrés entrecerró los ojos y me observó con atención. Había confusión en su mirada. Me miró por un largo rato antes de voltear la cara. Andrés me sonrió con impotencia.

―Así se pone. Pasa de la lucidez a la confusión.

No esperaba que su estado fuera tan malo. Creí que apenas estaba teniendo síntomas temprano de Alzheimer. Me sentí muy triste pero no había nada que pudiera hacer al respecto.

Nos sentamos y le hicimos compañía mientras veía la serie. Siguió confundiéndome con mi madre. Me llamaba por su nombre y hablaba sobre lo que pasaba en la serie. Era un drama muy viejo que había sido emitido por primera vez hace décadas.

―Estas son las únicas serie que mi mamá ve estos días ―dijo Andrés―. Su memoria se quedó atrapada en esa época.

En ese entonces, el padre de Andrés no había tenido el accidente de tránsito. Mi madre también estaba viva. Cómo habían cambiado las cosas. Abril me dijo en voz baja que la madre de Andrés se casó con un extranjero después de eso. Había estado bien hasta que comenzó a mostrar síntomas de Alzheimer. Su segundo esposo se divorció de ella de inmediato.

Nos quedamos hasta que casi era hora de volver al trabajo. La madre de Andrés no logró reconocerme. Era de esperarse. Hace años que no nos veíamos. La última vez, yo era una niña. Le tomé las manos con fuerza.

―Tengo que volver al trabajo. Mañana vendré y almorzaré contigo.

Nos dirigimos a la puerta. En ese momento, llegó el ama de llaves que habían contratado para cuidarla. Me puse los zapatos. Justo cuando iba a salir, escuché que la madre de Andrés me llamaba por mi nombre.

―¿Es Isabela?

Me di la vuelta, sorprendida y feliz al mismo tiempo. Habíamos pasado casi dos horas viendo los canales de la televisión con ella. Por fin recordaba quién era.

―Sí, soy yo.

―Isabela, ¿cuándo se casarán tú y Andrés?

Comentarios

Los comentarios de los lectores sobre la novela: Un extraño en mi cama