El conductor me preguntó a dónde quería ir. Yo estaba confundida en el momento. Luego, le di la dirección de Abril. Un súbito impulso se apoderó de mí. No quería volver a la mansión de Roberto. No sabía si él volvería esta noche pero yo no quería estar ahí. No quería verlo. No le llamé a Abril antes de dirigirme a su casa. No necesitábamos hacerlo. Así de cercanas éramos. Yo sabía que ella estaría en casa, así que fui.
El conductor me llevó a la entrada. El señor Pérez, quien abrió la verja, me reconoció. Mi llegada repentina y sin aviso lo sorprendió. Me preguntó si debía informarle a Abril de que yo había llegado e insistió en acompañarme a la casa. Le dije que no era necesario. Luego, comencé a caminar.
Era la temporada de la floración. Las flores del jardín habían florecido tan lindamente. El aire estaba lleno de la rica fragancia de las balsaminas. Esa flor tenía otro nombre: miramelindos. No era una flor particularmente inusual, pero mi madre solía plantar algunas todos los años. Abril y yo nos pintábamos las uñas con su tinte. La madre de Abril no sabía nada sobre flores. Después de que murió mi madre, creyó que todas sus flores eran raras y caras e hizo que movieran todas a su jardín.
Cuando por fin llegué a la casa de Abril, sólo encontré a la señora Ortiz despierta. Estaba terminando de limpiar antes de prepararse para dormir. La madre de Abril era muy quisquillosa con la comida. La gustaba la sopa en el desayuno y era muy sensible al respecto. A veces, la señora Ortiz tenía que trabajar tarde por la noche para preparar una buena olla de sopa. Se sorprendió al verme.
―Señorita Ferreiro, es tarde. ¿Qué hace aquí?
―Señora Ortiz ―dije. El aroma de la sopa con carne llenaba la sala de estar. Levanté la mirada―. ¿Está Abril en casa?
―La señorita está en su cuarto. Debe haberse ido a dormir temprano. No escuché nada de ruido.
A Abril le encantaba el rock. Todas las noches ponía música a todo volumen.
―Bueno, voy a subir.
―Señorita Ferreiro, la sopa está lista. ¿Quiere un poco?
―Estoy bien. Gracias, señora Ortiz ―respondí. Me rugía el estómago pero no estaba de humor para comer nada.
Subí las escaleras y abrí la puerta de la habitación de Abril. No le gustaba dormir en completa oscuridad, así que siempre tenía una lucecita encendida. Caminé hacia su cama. Qué inusual. Estaba dormida a pesar de que apenas pasaba de la medianoche. Me paré junto a la cabecera de su cama y la llamé con suavidad:
―Abril.
Se veía imponente dormida. Tenía una cama enorme y miembros muy largos que se estiraban al dormir. Parecía un cangrejo de los cocoteros extendida sobre la cama. No me escuchó y siguió roncando suavemente.
―¡Abril! ―dije en voz alta esta vez.
La empujé con suavidad. De inmediato se incorporó. Sus ojos parpadearon un poco antes de abrirse y mirarme adormecidos.
―¿Isabela? ―murmuró―. ¿Qué hora es? ¿Ya es hora de ir a trabajar?
―No.
Se tiró de nuevo y se cubrió la cabeza con las cobijas.
―No me despiertes antes de la hora, Isabela.
Me quedé ahí de pie y la miré. Unos segundos después, jaló las cobijas y me miró con expresión de sorpresa.
―¿Isabela?
―Sí.
―¿Dónde estoy? ―preguntó mientras echaba un vistazo alrededor―. Estoy en casa.
―Ajá.
―¿Por qué estás en mi casa?
―Acabo de llegar.
Tomó el teléfono de la mesa de noche y vio la hora.
―Apenas pasa de la medianoche. ¿Qué pasó?
Creí que algo había pasado, pero ahora que ella me preguntaba, no supe cómo responderle. Sin embargo, sentí un pesar en el corazón, como si hubiera una tormenta en mi corazón y me ahogara desde adentro.
―Abril ―dije.
Mi voz sonaba llorosa. No entendía por qué sentía el impulso repentino de llorar. Abril debió haber sentido que algo estaba mal. Crecimos juntas y nos conocíamos más de lo que creíamos. Se incorporó. Parecía preocupada y asustada.
―¿Qué pasa, Isabela?
―Abril ―dije mientras extendía los brazos.
Ella se arrodilló en la cama y me abrazó. Se había lavado el cabello. Su champú olía a rosas. Era un olor agradable y familiar. A ella no le gustaba probar nuevos champús. Todos estos años había usado el mismo. Si tuviera los ojos cerrados y alguien estuviera parada cerca de mí, sólo tenía que oler un poco para saber si era ella.
Enterré la cara en su cuello. Mis ojos se humedecieron al instante. Comencé a gimotear. No podía entender por qué lloraba así. Una tormenta comenzó a caer en mi corazón. Era más fuerte de lo que había esperado. Lloré hasta que la cabeza me dio vueltas. Logré asustar a Abril. Me pasó una toalla y una caja de pañuelos. Luego, trajo una cobija enorme y me envolvió con ella.
Me senté en el centro de su cama, envuelta como una momia. Cuando por fin pude recobrar un poco de control sobre mí misma, me dio un vaso. Lo tomé y me lo bebí por completo. Entonces me di cuenta de que acababa de beber leche con chocolate.
Parecía perdida del todo. Ella era así de simple. Se volvería loca si no le explicaba, pero no podía. Lo pensé un largo rato, luego dije: ―Andrés llegó al hospital un rato antes de medianoche.
―Bien ―dijo, sus ojos estaban bien abiertos y atentos mientras intentaba escuchar mi historia.
―Entonces, me fui.
―Sí, bien por ti.
―Pensé que hoy era el cumpleaños de Roberto.
―Ayer. Ya pasa de la medianoche.
―Abril, deja de interrumpirme. Pierdo el hilo cada que lo haces.
―Está bien.
―Pensé que podía ir a la fiesta porque todavía no era la medianoche.
―Claro.
―Pero. ―Hice una pausa. Dentro de mí, emergían las emociones. Me di una palmada en el pecho―. No entré al lugar.
―¿Por qué?
―Porque… porque…
―Sólo dilo. Me estás matando ―dijo Abril y me pateó―. ¿Qué pasó?
―Vi a Roberto y a Silvia bajo un árbol.
―Sí.
―Estaban besándose.
―Ajá ―dijo Abril. Me miró―. ¿Eso es todo? ¿Qué pasó después?
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