Emanuel Lafuente. Era un nombre que no había escuchado. Tenía ojos muy hermosos. Tanto como mil flores en plena floración. Los ojos de algunas personas eran como un sol líquido, y otros, como primavera en flor. Los ojos de Roberto, por otro lado, sólo contenían las llamas del infierno.
-¿Quién es usted? ¿Se está quedando en la residencia Lafuente?
-Sí -asentí.- Por el momento.
—Usted es... —Parpadeó varias veces—. ¿Usted es la esposa de mi hermano Roberto?
Así que era su hermano menor. Era un chico inteligente, igual que Roberto. Le sonreí.
-Así es. Soy Isabela Ferreiro.
—Qué joven es.
Me miró de pies a cabeza y llegó a esa conclusión.
-Tú también eres muy joven.
Me sonrió enseñando sus brillantes dientes.
-Cumplo veinte este año. Estoy en la universidad en California.
—Yo tengo veintitrés. Me acabo de graduar.
-Se casó con mi hermano muy pronto después de graduarse. ¿Se gustan tanto ustedes dos?
—Pues. -No estaba preparada para responder esa pregunta. De la nada apunté hacia el cielo-. Mira, una paloma.
Miró hacia arriba. El sol bañaba su rostro. Se echó a reír.
-No creí que hubiera palomas volando por aquí. Pensé que en toda la finca no había otros animales más que nosotros los humanos.
—Habrá más. La señora Rosa vio un enorme cisne blanco la otra vez.
-¿Y?
Me miró.
-Lo hicieron sopa esa misma tarde.
Se quedó aturdido por un momento. Luego, se echó a reír. Su risa rebosaba de felicidad. Era contagiosa. No pude evitar lanzar una carcajada también. Hacía mucho tiempo que no me reía así. Era una risa despreocupada y desenfadada, del tipo que ocurría cuando en realidad algo no era tan divertido; el tipo de risa que te hacía quedarte sin aliento cuando terminabas de reír.
Cuando se le pasó, jadeó y luego me dijo:
—No nos permitían tener mascotas cuando éramos niños. Me gustan mucho los perros. Le rogué a mi mamá mucho tiempo pero no me dejó tener uno.
—¿Por qué?
-Mi mamá es alérgica a las bolas de pelo.
—¿Qué clase de alergia es esa?
-No le gustan los animales peludos y redondos.
-Podrías tener un gato sin pelo.
Ambos sabíamos que sólo estábamos bromeando, pero nos divertimos mucho. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había bromeado tan abierta y alegremente con alguien. Sin embargo, mi felicidad fue momentánea. No pasó mucho tiempo antes de que la voz de diablo resonara sobre mi cabeza.
-Emanuel.
El muchacho levantó la mirada. Sus hoyuelos se hicieron más profundos de alegría. Saltó y abrazó a Roberto.
-¡Hermano! Ya volviste.
-Isabela.
No tuve de otra más que mirarla y sonreírle amablemente.
-Cuñada.
—Escuché que no eres hija legítima de Ramiro.
Estaba comiendo empanadas picantes con aceite. Sus dientes estaban manchados de rojo. Mi cuñada nunca tenía en consideración los sentimientos de la gente cuando hablaba. Quizás simplemente no le importaban los míos. ¿Cómo debía responder a algo así? Bajé la mirada y fingí que no la había escuchado.
-Isabela, te estoy hablando. -Golpeó la cuchara contra la mesa—. ¿Eso significa que no lo niegas?
Entonces, llegó la señora Rosa con mi plato.
-Señora, pruébelo y dígame si le agrada.
Me serví un poco. La sopa estaba suave y el caldo sabía fresco.
-Está delicioso. Gracias, señora Rosa.
—Hay más en la cocina.
-Con esto basta.
La señora Rosa volvió a la cocina después de traerme mi plato. Deseé con desesperación que se quedara más tiempo y hablara conmigo un rato. Comí en silencio. Mi otra cuñada le dijo a la primera.
-No lo va a admitir. Me siento mal por Roberto. Está casado con una bastarda.
Su desprecio hacia mí debía ser inimaginable. No había otra razón para que hablaran de mí así tan abiertamente. Debería estar enojada. Debería haberles arrojado mi tazón y ensuciarles la cara con el caldo picante. Levanté la mirada con rapidez. En sus rostros se notaba el pánico. Estaban un poco recogidas de miedo. Mis manos se aferraron al tazón pero no lo levanté. Volví a bajar la mirada. Pude escuchar el alivio en sus voces.
—¿Qué te parece? ¿Deberíamos decirle a mamá? ¿Deberíamos dejar que siga luciéndose en presencia de nuestra familia?
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