Abril me decía a menudo que yo la iba a matar. Un día, alguien iba a cagarse en mí y, cuando eso pasara, yo sólo iba a quedarme callada y aceptarlo.
En los últimos días de la vida de mi madre, ella me había tomado de la mano para acercarme y me dijo: «Isabela, en el futuro, cuando mamá ya no esté, tendrás que ir a casa con papá. Recuerda no causarle problemas. Si tu madrastra y tus hermanas dicen cosas horrendas, sólo finge que no las oyes. Tienes que ser indulgente».
Había escuchado con atención sus palabras y lo había soportado todo en silencio. Conforme crecí, esto se volvió parte de quien era. No importaban las horribles cosas que alguien dijera. Simplemente lo aguantaría en silencio.
Ahora vivía con la familia Lafuente y la mayoría me menospreciaba a causa de mi posición en la familia Ferreiro. Eso también lo soporté sin chistar. Abril decía que yo era el modelo de sufrir en silencio. Probablemente me cortaría la garganta y me mataría en algún momento de mi vida. Sufriría en silencio y, después de morir, me convertiría en un fantasma y vagaría eternamente por el mundo.
Mis cuñadas se dieron cuenta de que no iba a responderles. Me había quedado callada a pesar de sus horrendas palabras. Las voces comenzaron a alzarse.
-Roberto debe estar ciego por haberla escogido entre tantas otras mujeres.
—¿Escoger? Ni siquiera la escogió él. Él había tenido a la mejor y, después de ella, ninguna mujer será lo suficientemente buena para él. Básicamente, se quedará con quien sea mientras no sea Silvia.
Se cubrían la boca con las manos mientras hablaban, como si estuvieran susurrando, pero yo sabía cuánto querían que todo el mundo oyera su conversación. Me llené la boca de tanta sopa que en cualquier momento me atragantaría.
-Cuñada.
Escuché la voz de otra persona y levanté la mirada, asomándome entre la cortina de cabello que colgaba frente a mis ojos. Era Emanuel. Mis cuñadas reaccionaron con entusiasmo al ver al muchacho de la casa que acababa de llegar.
-Ay, Emanuel, te levantaste temprano. Ven acá y siéntate. Señora Rosa, traiga el desayuno de Emanuel, rápido. ¿Qué quieres, Emanuel? Creciste en el extranjero, así que de seguro prefieres leche y pan tostado, ¿verdad?
—¿Quién querría comer eso todos los días? En su corazón, aún pertenece al terruño. Mejor cómete una sopa de carne. La cocinera la hizo con tuétano. Deberías probarla.
La llegada de Emanuel había sido fortuita y oportuna. Mis cuñadas habían cambiado su atención hacia él. Me tragué el resto del caldo deprisa y me levanté. Emanuel me hizo una sonrisa radiante.
—Isabela.
No se dirigía a mí como a sus otras cuñadas. De todos modos, no importaba cómo me llamara. Le sonreí también.
-Que disfrutes tu desayuno.
Luego, huí del comedor.
No sabía qué hacer ese día, pero sabía que no quería quedarme en la casa. Podía esconderme en mi cuarto, pero tendría que bajar por comida cuando llegara la hora del almuerzo. Tendría en enfrentarme a mis cuñadas. Creían firmemente que yo era una cobarde y que no les contestaría, entonces iban a redoblar sus burlas.
Justo cuando entré en la sala de estar, la señora Ofelia, quien por lo general se quedaba con abue, se me acercó.
-Señora Lafuente, la señora está en la capilla. Por favor, vaya y encienda una vara de incienso.
-Está bien.
La anciana era una católica devota. Antes, yo visitaba la capilla todas las mañanas y ofrecía una vara de incienso. Rezaba junto a abue. Ella me había dado un librito. Rezar habitualmente hizo que me las memorizara. Eso me ganó los halagos de abue. Dijo que yo era lista y tenía buena memoria. Dijo que tenía una conexión con Dios.
Cuando entré a la capilla, acababa de terminar de rezar. Después de que encendí una vara de incienso y la coloqué, ella me tomó de la muñeca y me sentó a su lado.
Entrecerró los ojos mientras me miraba.
-Querida Isabela, perdiste peso.
Abue siempre me veía muy delgada. Aunque tenía razón. En los últimos días había perdido algo de peso.
-Nada más es una dieta exitosa -le dije.
—Hermana.
-Isabela, sé dónde está Andrés —dijo ella.
Pensé que había llamado sobre el asunto legal. No esperaba que me llamara por esto. La respondí deprisa:
-Lo sé. Lo vi ayer. Va a ser mi abogado.
Mencionar que Andrés sería mi abogado hizo que nos llevara al siguiente tema.
-Sobre el testamento de papá, mi madre y mi hermana no pueden aceptarlo. Mi madre está muy molesta por los resultados de la prueba de ADN. Por eso decidió presentar la demanda. Yo sé que mi padre no hubiera querido que esto pasara. Intentaré hablar con ella.
-¡Gracias! De verdad no quiero que nos peleemos en un juzgado.
—Haré lo posible pero si ocurre lo peor, espero que te cuides también.
Las palabras de consuelo de Silvia se sentían diferentes que las de otras personas. Mis ojos se llenaron de lágrimas mientras se me hacía un nudo en la garganta por la gratitud. Sin embargo, ella nunca había sido de las que perdían tiempo hablando. Dijo adiós y colgó después de eso.
Seguí sentada en el jardín hasta que vi a mis cuñadas salir de la mansión. Eran mujeres de sociedad nacidas en familia adinerada, no necesitaban trabajar. Pasaban el rato de compras y jugando mahjong. Llevaban una vida sin preocupaciones.
No quería encontrarme con ellas, así que me levanté y me dirigí hacia las puertas, pero no tenía dinero. Sólo llevaba mi teléfono. Ni siquiera me había cambiado de ropa. En realidad, no podía ir muy lejos, sólo deambular alrededor de la base de la montaña, cerca de la entrada de la residencia Lafuente. Estaba al pie de una montaña muy famosa en Ciudad Buenavista. La vista era espléndida. Los ricos tenían el poder de acaparar los mejores
recursos. Por eso todos querían ser ricos.
Paseé despreocupadamente por un caminito al lado de los árboles. De repente, escuché un quejido débil. Sonaba como el llanto de un cachorro o un gatito. Agucé el oído. No me estaba engañando, sí eran los gemidos de un animal pequeño. Seguí el ruido bosque adentro hasta que vi una bola peluda hecha un ovillo bajo un enorme árbol. No podía distinguir lo que era. Me acerqué y me agaché. El animalito levantó la vista de repente. Un par de ojos negros como pasas se asomaron debajo del pelo sucio y enredado. Era un cachorro.
Comentarios
Los comentarios de los lectores sobre la novela: Un extraño en mi cama