Su pelaje estaba enmarañado y mugroso, así que era imposible distinguir su edad y de qué raza era. Sin embargo, a juzgar por los chillidos que hacía, parecía ser un cachorro muy joven.
Se veía muy débil, como si estuviera dando su último aliento. Quizás su dueño lo había abandonado o de alguna manera se había separado de su madre. Alargué el brazo con la intención de tocarlo pero temerosa de que fuera a atacarme. Apretó los ojos mientras mi mano le tocaba la cabeza. Parecía gustarle. Se veía hambriento y golpeaba su cabeza contra mi mano. Sin embargo, yo no traía nada, ni siquiera un dulce. ¿Qué debía hacer?
Lo tomé en mis brazos. Era muy ligero, probablemente sin todo ese pelo pesaba tanto como una pluma. El animalito levantó la mirada y me encontré con sus ojos negros. El sólo verlos casi me rompió el corazón.
Siempre me habían gustado los animales. Cuando éramos niñas, Abril y yo nos encontramos un puercoespín en las montañas. No nos dimos cuenta de lo que era y lo llevamos a casa a escondidas. Supimos lo que era cuando le crecieron las espinas. La madre de Abril nos dio una buena reprimenda.
Pero este era sólo un cachorro. Tenía frío y hambre, además de que estaba sucio. Sin alguien que lo cuidara, probablemente moriría de hambre en cuestión de días.
La residencia Lafuente estaba un poco más adelante. Lo pensé un momento. Aunque a la madre de Roberto no le gustaran los animales, podría llevarlo a escondidas para darle un baño y algo de comer. Luego podría llevarlo a un hospital veterinario. Nadie se enteraría.
Entonces, lo metí a la mansión en secreto. Nadie se dio cuenta de que llevaba un perrito oculto bajo la ropa. Tuve bastante suerte. Logré meterme a mi cuarto sin que nadie sospechara nada. No tenía comida para perro, así que fui a la cocina y le pedí a la señora Rosa que sirviera un tazón de arroz con caldo de pollo. Tomé un enorme trozo de pollo y comencé a cortarlo en pedazos pequeños. Luego, lo eché encima del arroz. Olía delicioso. La señora Rosa no tenía idea de lo que yo estaba haciendo. Me miró con cautela y dijo:
-Señora, puedo prepararle algo si tiene hambre. Eso que está haciendo parece comida para perro.
Es exactamente lo que era. Tomé el plato y me escabullí de la cocina.
-Así me gusta. No quiero molestarla.
El cachorro debía estar hambriento. En cuanto puse el tazón en el suelo, enterró la cabeza y gruñía al comer, como un cerdito. En menos de cinco minutos, devoró un plato entero de carne picada y arroz. Después de eso, todavía se veía con hambre. No debía comer tanto después de haber pasado un periodo tan largo sin comer. Estaba a punto de tomarlo y llevarlo a bañar cuando alguien tocó la puerta. Rápidamente escondí al perrito debajo de mi cama antes de abrir. Era Emanuel. Estaba parado con una enorme sonrisa en el rostro.
-Hola, Isabela.
No entendía por qué no me llamaba «cuñada». Le devolví la sonrisa.
-Hola, ¿puedo hacer algo por ti?
-En realidad, no -dijo y se encogió de hombros.
-Oh, bueno. Estoy ocupada. Voy a cerrar la puerta.
En ese momento, puso su mano para evitarlo.
-¿Está bien si entro a tu cuarto?
-No, no lo está.
Estos chicos que habían crecido en el extranjero no tenían respeto por el espacio personal. Yo era su cuñada. Por supuesto que no era correcto que entrara a mi habitación.
—¿Qué estás haciendo?
-Unas cosas.
Sonrió. Se veía increíble cuando sonreía. Sus ojos brillaban como las más resplandecientes estrellas.
-Isabela, me di cuenta de que eres diferente cuando hablas conmigo y cuando hablas con mis otras cuñadas. ¿Por qué les temes tanto? Dijeron cosas horribles en la mañana. Debiste haberles reprochado por eso.
—Gracias por tu honestidad. No me gusta discutir —dije y comencé a empujarlo—. Por favor, vete. Hay algo que necesito hacer.
-Vi que trajiste un plato de pollo y arroz a tu cuarto —dijo.
Sus hoyuelos se mostraron por un instante mientras sonreía.
-Ah, no me llené con el desayuno.
—¿Siempre comes tu arroz en un plato?
—¿Eso en qué te incumbe?
-Lo sabía. ¿Tienes un perro en el cuarto?
Me quedé helada de la sorpresa. ¿No podía ser menos suspicaz? Apenas habían transcurrido diez minutos desde que metí al cachorro en la casa y él había logrado
enterarse.
-No -negué con firmeza.
Sus ojos se enfocaron más allá de mi hombro y se detuvieron en un lugar. Giré la cabeza y miré hacia adentro del cuarto. Un cachorrito sucio estaba arrastrándose de debajo de la cama y venía hacia nosotros.
—No tienes corazón.
Había escondido un cachorrito mugroso bajo la ropa, lo llevé a casa y le di de comer. Y este muchacho estaba aquí diciendo que no tenía corazón.
-¿Puedes fingir que nunca viste a este perrito?
-No. ¿Sabes que va a morir si lo abandonas? Qué triste. Esta pobre criatura apenas pudo comer bien y pronto va a quedar abandonada de nuevo. Si eso es lo que ibas a hacer, ni siquiera debiste haberla traído.
—¿Qué quieres que haga?
En su rostro se esbozó una sonrisa. Fue tan repentina que me tomó desprevenida.
—¿Podemos quedárnoslo?
Casi me ahogué con mi propia saliva. Me tomó un tiempo dejar de escupir los pulmones. Emanuel me ayudó con unas palmadas en la espalda.
- No -dije. El ataque de tos me dejó exhausta. Tenía una mano contra la pared y la otra revoloteando—. Jamás. A tu madre no le gustan los animales y tu familia nunca ha tenido mascotas. Tú mismo lo dijiste.
-Isabela, la propiedad es enorme. Sólo es un cachorrito.
¿Quién se va a enterar de que lo tenemos aquí?
-No. Va a ladrar y crecerá.
-No lo hará. Te lo juro. El viejo pastor inglés no crece más. Va a quedarse de este tamaño. Y tampoco le gusta ladrar. Lo llevaremos a esterilizar cuando sea el momento, ¿sí?
-No -dije con sequedad.
No tenía ¡dea de cuánto tiempo iba a sobrevivir yo en este lugar. ¿Cómo podría decidirme a criar un perro?
-Por favor, Isabela.
Comenzó a quejarse como un niño, zarandeando mi brazo de un lado al otro y mirándome patéticamente.
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