«Y te vas hacia allá como en sueños. Dormida, Alfonsina, vestida de mar».
Esas fueron las palabras de la famosa cantante Mercedes Sosa. Qué sinceras. Para mí, era lo contrario. Creí que había estado al fondo de un lago. Qué romántico se había sentido. Pero nada más estaba ahogándome en mi tina.
—Estoy bien.
Mi voz sonaba ronca. Quizás por eso había olido la fragancia de rosa del aceite esencial: era el agua aromática de la bañera.
—Déjeme que le recete algo —dijo el doctor—. Si la molestia persiste, por favor, vaya al hospital.
Después de eso, el doctor se fue. Emanuel y yo nos quedamos solos en mi habitación.
—Deberías irte —le advertí—. Voy a dormir una siesta.
-Casi te ahogas en tu propia bañera.
—Así es —dije y asentí con la cabeza.
—Si no hubiera venido a buscarte, habrías muerto.
-Sí. -De repente abrí los ojos y lo fulminé con la mirada-. ¿Fuiste tú quien me encontró?
¿Eso significaba que me había visto desnuda? Por Dios, mi vida estaba jodida.
-No —dijo, rascándose la cabeza—. Toqué la puerta del baño pero no respondiste. Escuché el agua, así que sabía que estabas adentro. Hice que la señora Rosa y las otras empleadas fueran a sacarte.
Dejé escapar un suspiro de alivio antes de decir con voz cansada:
-Gracias. Eres mi héroe.
-Casi te moriste -repitió-. No reaccionaste cuando te sacaron.
-Oh -dije.
Me sentía débil. Él se sentó junto a mi cama.
-Isabela -dijo mientras me miraba los ojos-, ¿estabas intentando ahogarte a propósito?
¿Creía que había intentado suicidarme? La idea nunca me había pasado por la mente. Negué con la cabeza.
-No te precipites. Nunca lo he considerado.
-Sí lo has hecho. ¿Por qué alguien se ahogaría mientras toma un baño?
No quería ponerme a discutir con él. Estaba exhausta.
Cerré los ojos y dije:
-Emanuel, por favor, vete. Deja de merodear frente a mí.
Podría ser que Roberto comenzara a hacerme la vida difícil de nuevo. No sobreviviría al encuentro.
Me quedé dormida sin darme cuenta. No supe cuándo se fue Emanuel, o si acaso lo hizo, pero tenía la vaga sensación de que alguien me tomaba del hombro.
—Isabela, ¿estás muerta?
¿Quién era el imbécil que me dijo eso? Abrí un ojo como una lechuza. Cuando vi quién era, recuperé la consciencia al instante. Roberto estaba parado junto a mi cama. Parecía que había causado un desastre. Había logrado que Roberto volviera apresurado a casa antes de que fuera tiempo de irse del trabajo. Tenía una expresión feroz en el rostro. Parecía listo para destrozarme.
-¿Qué planeas, Isabela?
-Nada.
-¿Hiciste que una ambulancia viniera nada más por bañarte?
-¿Había una ambulancia?
Estuve inconsciente en ese momento, ¿cómo habría sabido eso? Suspiré. Todavía me sentía muy mareada.
—No lo hice a propósito.
Sólo alguien como él pensaría lastimarse a sí mismo. Yo no estaba tan loca. Yo me amaba mucho. Sólo había sido un baño, me había dado sueño, me quedé dormida y me resbalé en la tina. No iba a tomarme la molestia de explicárselo todo. No era tan frágil como él me creía.
Caí en un profundo sueño. Dormí como un bebé. Me desperté un poco después y volví a dormirme. Desperté de nuevo en mitad de la noche. Esta vez, no volví a caer. En mi habitación había una luz tenue que me permitía quedarme dormida con facilidad.
Una luz suave llegaba de la sala más allá de donde yo dormía. Me apoyé con el codo para levantarme y ver bien. Roberto estaba sentado en el sillón de la sala, con las piernas cruzadas y su laptop sobre la rodilla. Estaba revisando algo atentamente. La vaga luz azul de la pantalla se derramaba en su rostro. El cuarto se sentía en paz y tranquilo en mitad de la silenciosa noche.
¿Por qué Roberto estaba aquí? ¿Temía que me suicidaría y por eso decidió vigilarme? No, eso no sonaba a él en lo absoluto. Más bien le preocupaba que muriera en la casa de su familia. Sin embargo, le habría ordenado a alguien que me amarrara en vez de vigilarme él mismo.
Tenía la garganta reseca. Me incorporé con dificultad con la intención de levantarme de la cama y servirme un vaso de agua. Cuando levanté la mirada, vi a Roberto de pie frente a mí. ¿Acaso podía teletransportarse? Apenas hace un instante estaba sentado en el sillón.
-¿Qué haces? -El tono de su voz era el habitual: feroz.
-Quiero ir por agua -dije.
-¿No tuviste suficiente con la de la tina esta tarde?
Cada palabra suya chorreaba sarcasmo. Eso es. Ese era el Roberto que conocía.
—Me harté de eso. Quiero algo más refrescante -le respondí mientras empujaba con fuerza las sábanas.
Él me devolvió a la cama.
-¿Sólo un vaso de agua? Yo te lo traigo.
Se dio la vuelta y fue a la sala. Un momento después, volvió con un vaso y me lo pasó. Tendría que ir al baño o a la cocineta de mi habitación para servir agua, pero en vez de eso se dirigió a la mesa de la sala y llenó el vaso con una jarra que ya estaba ahí.
Valientemente, me terminé el vaso de un trago. Cuando terminé, él seguía parado junto a mi cama. Después de durar un poco, le di el vaso vacío.
-¿Puedes llenarlo otra vez? Lo pondré junto a mi cama. Será más conveniente si quiero agua más tarde.
—¿Eres una ballena o qué? Vaya sed la que te cargas -dijo.
A pesar del sarcasmo, tomó el vaso.
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