Un extraño en mi cama romance Capítulo 61

De verdad no quería ver a Andrés. No había forma de describir lo que sentía en ese momento. Imaginen tener a alguien en el corazón. Después de mucho tiempo, por fin tenían la oportunidad de encontrarse con esa persona de nuevo, pero estaban atrapados en una situación incómoda, casi vergonzosa. Y todo era porque había roto la promesa que nos habíamos hecho.

A pesar de que tenía sentimientos encontrados, comencé a hurgar en mi armario para buscar algo decente que ponerme después de almorzar. No tenía mucha ropa. Antes de casarme, mi padre me daba una mesada, pero a menudo mi madrastra la confiscaba. No había manera de que se lo dijera a mi padre. Incluso cuando él me regalaba vestidos bonitos, Laura se los llevaba para quedárselos. Básicamente, me trataban como las madrastras y las hermanastras trataban a Cenicienta en esos dramas de televisión.

Después de casarme, seguí recibiendo dinero. Roberto me dio una tarjeta. Me dijo que cada mes me transferirían una cantidad de dinero. Podía gastarlo como quisiera. Sin embargo, nunca lo había tocado. No tenía idea de dónde había puesto la tarjeta.

Una sólo se arrepiente de tener pocos vestidos cuando necesita ponerse uno. No podía encontrar aunque fuera uno decente. El dicho tenía la razón: las mujeres se visten para los hombres a quienes aman. Sin embargo, yo no tenía ninguno para ponerme.

Encontré la tarjeta en el cajón. No trabajaba ni tenía ingresos y esto era una pensión que él me daba. Sin embargo, no tenía nada más con qué comprar ropa. Me llevé la tarjeta. Sería un buen momento para comprar algo nuevo. Por lo general, Roberto criticaba lo que me ponía. Le parecía demasiado andrajoso.

Llegué al centro comercial y encontré la tienda a la que me gustaba ir. Me gustaba la ropa que tenían, me quedaba bien. Me puse algunas y todas se me venían fantástico. Decidí no probarme los demás vestidos. En vez de eso, escogí algunos y le di la tarjeta al cajero cuando llegó el momento de pagar. Roberto me dijo que no le había puesto PIN a la tarjeta. La primera vez que la usara, podía hacerlo. Era muy conveniente.

El cajero pasó la tarjeta y luego me miró.

-Señorita, ¿puede darme el código de verificación?

-¿Código de verificación? -pregunté perpleja.

—Nunca ha usado su tarjeta. Cuando se hace la primera transacción, se envía un código de verificación al teléfono del titular. Sólo necesita darme el código -me explicó.

La tarjeta le pertenecía a Roberto. Probablemente estaba registrada con su número de teléfono. Quedé aturdida. Entonces, el cajero me recordó.

-Puede llamar al titular si la tarjeta no está registrada con su teléfono. El titular sólo tiene que darle el código.

Esa parecía ser la única opción. Dudé por un momento antes de salir de la tienda para llamar a Roberto. Rara vez le llamaba. Era su hora del almuerzo. ¿Se molestaría por interrumpir su descanso? Me respondió casi al instante, pero sonaba desagradable al teléfono.

-¿Qué?

No se moriría si fuera más agradable.

—¿Te llegó un código de verificación? -pregunté con suavidad.

-¿Un qué?

-Un código de verificación del banco.

Debería estar viendo sus mensajes.

-¡Ah! ¿Eso qué?

-Dame el código.

-No puedo llegar desnuda.

-Recuerdo haber visto ropa en tu armario. Esta llamada terminó. Estoy en mi hora de comida. Deja de molestarme —dijo y colgó.

No me dio el código. Estaba furiosa. Sentía que mi pecho estaba relleno de lana. ¿Qué debía hacer? Él no me iba a dar ese código y sin él no podría pagar los vestidos. Abril tenía dinero, pero me daba mucha pena pedírselo. No importaba que para ella sólo fuera algo de cambio, no podía usar su dinero para comprar un vestido que usaría para Andrés.

De repente, sentí odio hacia mí misma. Era patética. Volví a la tienda y expliqué que no iba a comprar los vestidos. De inmediato, la gente adoptó una expresión en el rostro. Era indescriptible. Probablemente creyeron que era una amante mantenida y que mi hombre se había rehusado a pagar la cuenta.

Abatida y humillada, huí del centro comercial. Sin embargo, había tenido muchos encuentros humillantes durante mi corto tiempo en esta tierra, como en mi cumpleaños dieciocho. Mi papá había organizado una fiesta y me había comprado un vestido precioso, pero Laura le había arrancado el cinto. Tuve que sostenerme la falda toda la noche. Si la hubiera soltado, se habría abierto y me habría hecho ver como una cubeta robusta y corpulenta.

Mi papá había estado tan feliz esa noche y por eso no le conté lo que Laura había hecho. Sabía que si lo hubiera hecho, él la habría regañado y le habría quitado su mesada. Luego, ella se habría ido a llorarle a su madre y mi madrastra y mi padre se habrían peleado. No quise ser la causa del caos y el desorden en la vida de mi padre. Por eso me había aguantado todo, fue lo correcto. Abril siempre me llamó idiota. Solía decir que yo era la única que se preocupaba tanto. Si hubiera sido ella, le habría arrojado el vestido a Laura a la cara. Por eso tampoco le conté a Abril sobre el vestido esa noche. Ella me había preguntado cuando vio que sujetaba con fuerza la falda. Le dije que me gustaba hacerlo.

Quise regresar a casa para cambiarme de ropa, pero le eché un vistazo al reloj y me di cuenta de que ya no había tiempo para eso. Por fortuna, la calle Amatista y el Café la Floresta estaban cerca. Me miré la ropa: llevaba un suéter, pantalones de mezclilla y un abrigo de lana enorme encima. Ya no me iba a importar. Simplemente iba a llegar vestida así.

Cuando llegué a La Floresta, Andrés ya estaba adentro. Se sentó junto a la ventana. No llevaba su traje y corbata de siempre, sino un suéter azul cielo y chaqueta de mezclilla de un azul más claro. Se veía fresco. Era como un pedazo de cielo.

El asiento frente a él era un columpio. Debió haberlo escogido a propósito. Cuando era niña, me gustaba jugar en los columpios. Me gustaba la sensación de estar suspendida en el aire.

Me vio y se levantó para hacerme una señal con la mano. Corrí hacia él, como lo había hecho cuando era niña. Cada que Andrés iba a jugar, corría hacia él de la misma manera.

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