¿Una cita? Me quedé sorprendida por un instante y las palabras fluyeron de mi boca sin que pudiera procesarlas.
-¿Con un hombre o una mujer?
Me di cuenta de lo impropia que había sido la pregunta en cuanto la hice. Cuando volví a mirar a Santiago, me di cuenta de que su cara se había puesto de un rojo brillante.
—Discúlpame —me apresuré a excusarme—: no pienso antes de hablar.
—No hay cuidado —dijo educadamente, y sonrió—. Ahí está el señor Lafuente.
Señaló hacia el borde del puerto. Lo vi de inmediato: hacía más calor que en Ciudad Buenavista. Sólo llevaba una holgada camisa blanca de seda y un pantalón de mezclilla. Conversaba con un amigo con una mano metida en el bolsillo y tenía unos lentes de sol en la cabeza. Estaba muy atractivo a pesar de su corte a rapa; no había una sola mujer que no pasara a su lado y le echara una segunda
mirada.
Pude sentir un escalofrío de miedo atravesando mi cuerpo mientras lo observaba. Cómo deseaba que Santiago pudiera quedarse con nosotros... me sentía más segura con él, pero tenía sus propios asuntos y no podía obligarlo a quedarse. Me condujo hasta Roberto.
—Señor Lafuente, aquí está la señorita Ferreiro. Me retiro.
-Está bien -dijo Roberto y asintió. El hombre con el que estaba hablando me echó una mirada. Pude ver que sus ojos se encendieron al volverse en mi dirección. Abril me dijo una vez que una mujer no necesitaba verse en el espejo para saber si era realmente hermosa, sino que sólo tenía que fijarse en cómo la veían los hombres. Pude ver en esos ojos que me veía muy hermosa.
Roberto, por su parte, no parecía muy contento con mi apariencia y jaló de mi abrigo.
-¿Quieres que te dé un golpe de calor?
El tiempo era muy cálido, estaba a unos treinta grados centígrados, pero el vestido que tenía puesto era demasiado revelador, dejaba gran parte de mi espalda a la intemperie. Me envolví firmemente con el abrigo y apunté: -Hace viento.
Me arrancó el abrigo de un jalón y se lo arrojó a uno de sus secretarios. Tenía incontables secretarios, aunque Santiago era distinto, era su asistente personal.
Una vez que Roberto me hubo quitado el abrigo, los ojos de su amigo brillaron al instante. No me gustó esa mirada, era algo espeluznante.
—Isabela Ferreiro, José Chávez— nos presentó con sequedad. Lo saludé con un movimiento de cabeza, él extendió su mano.
-Mucho gusto, señorita Ferreiro.
Le estreché la mano, que se sentía húmeda y repugnante.
Abordamos un yate tan gigantesco que pensé que se podía construir una pista de hielo sobre él. No pregunté si le pertenecía a Roberto. Desde que vi la película de Titanio, desarrollé una leve fobia a los barcos. No podía evitar sentir que, ya en altamar, podríamos chocar con un iceberg en cualquier momento.
Abril tenía razón. Un grupo de modelos abordó antes de zarpar; eran jóvenes y esculturales. Nada más llegar, se quitaron los abrigos y revelaron los bikinis que llevaban debajo. La piel suave y pálida de aquellas jóvenes nubiles abarcó mi campo de visión. Una de ellas se me acercó.
—¿De qué agencia eres? -preguntó.
Me quedé fría. Ya estaba pensando en cómo contestar cuando Roberto pasó por un lado de nosotras y dijo como si nada:
-Es de Galindo Models.
-¿En serio? Yo también soy de Galindo Models. ¿Por qué no te había visto antes? —La joven me estrechó la mano alegremente—. Soy Nina.
Con seguridad, no era su verdadero nombre. Sin embargo, yo no tenía nombre artístico, así que dije: -Isabela Ferreiro.
-Escuché que viniste con el señor Lafuente.
-Aja -asentí.
Roberto caminó hasta el borde de la cubierta y empezó a alimentar a las gaviotas, quienes lejos de temerle a los humanos, aterrizaban en la barandilla, esperando que alguien les lanzara pedazos de pan.
—¿Conoces al señor Lafuente? —inquirió ella, el rostro brillante de envidia.
No tenían idea de quién era yo. Nadie en ese yate lo sabía, podía apostarlo. Fruncí los labios y contesté:
-Sí.
Me miró con una expresión extraña en el rostro.
—¿Por qué?
Cambié de dirección para seguir buscando. Era un gran bote, y no podía creer que no pudiera encontrar una sola botella de agua caliente. Él continuó siguiéndome.
—¿Cuál es tu relación con el señor Lafuente?
—¿Qué dijo él sobre mí?
-Nada -dijo y se encogió de hombros.
-Entonces no es nada.
-¿O sea que eres sólo otra de sus muchas novias? -sonrió astutamente.
No era sólo otra de sus novias, era una de muchas novias y también de un novio. Sonreí, fingiendo estar de acuerdo con su afirmación. Me tomó de la muñeca sin advertencia.
-Señorita Ferreiro, eres muy bonita y sumamente sensual, con una sensualidad reservada muy distinta a la de esas modelos.
Aún sujetando mi muñeca, sus dedos se deslizaron por el dorso de mi mano. Se la retiré de un empujón.
-¿No eres amigo de Roberto? ¿Por qué estás tratando de robarle a su novia?
Sonrió con fruición. Había bloqueado por completo la entrada a la cabina.
—Esas son palabras hirientes. ¿Qué quieres decir con «robarle a la novia»? Roberto será perfecto en apariencia, pero eso es porque sólo es una manzana ornamental hecha de plástico. Sólo se ve bien, pero no sabe bien. ¿Por qué mejor no me eliges a mí?
Estos jóvenes poderosos eran tan directos en la actualidad. Podían hablar acerca de amigos y fiestas en yate, pero en realidad, eran palabras bonitas que enmascaraban una fea realidad: estaba en un prostíbulo disfrazado de hermosa embarcación, aunque esta ya había zarpado, de lo contrario, ya habría saltado por la borda.
Comentarios
Los comentarios de los lectores sobre la novela: Un extraño en mi cama