Sólo tomó un instante para que perdiera el conocimiento y quedara entumecida. Cuando volví en mí, pude sentir mis miembros congelarse. Mi cabello estaba empapado. Sabía que no había muerto. No sentiría nada si estuviera muerta. Abrí los ojos. Roberto estaba de rodillas frente a mí. Estaba escurriendo. Incluso sus pestañas parecían empapadas.
—Isabela —dijo con voz áspera—. Estás loca.
Todos alrededor de nosotros suspiraron de alivio al unísono.
—Señor Lafuente, la señora Parece estar bien.
Roberto se inclinó y me cargó en sus brazos. Se sentía más frío que yo. Recuerdo que alguien saltó al agua después de que yo lo hice. ¿Fue Roberto? Debió temer que Abril y Andrés lo fueran a cazar para vengarse si yo moría. Me quedé en sus brazos. Se sentía débil, como si fuera a desplomarse en cualquier momento. Me cargó hasta el baño de nuestra habitación, luego me puso en la tina llena de agua. Estaba a punto de ayudarme a desvestirme cuando empujé sus manos.
—Mi anillo.
-¿Qué es Arturo para ti? ¿Por qué te importa tanto algo que él te dio?
—¡Es su anillo! ¿Cómo se supone que se lo diga ahora?
-Sólo es un anillo. Le daré un yate. ¿Con eso bastará?
—Hay algunas cosas en la vida que no pueden comprarse ni sustituirse. A nadie le importa tu maldito barco. Le grité con toda la fuerza que tenía en el cuerpo.
El anillo era algo que mi madre le había dado a Arturo. Ella había hecho el grabado del anillo. Yo tenía tan pocas cosas que ella había dejado. Mi madrastra había hecho todo lo posible para encontrarlas y destruirlas. Había llegado a la mayoría. Roberto me miró con una expresión aturdida. No pude distinguir si el agua que goteaba de su frente era agua o sudor.
-No debí haberte salvado. Debí dejar que te ahogaras.
-Nadie te pidió que me salvaras. ¡Todavía estás a tiempo de lanzarme de vuelta al agua! -le grité.
Después de gritarle, sentí un dolor punzante en la cabeza. Dolía muchísimo. El rostro de Roberto estaba pálido como la muerte. Era un blanco espeluznante. Quizás nadie le había gritado así en toda su vida. Creyó que sólo era un cordero para el matadero. La súbita rabia que le había mostrado debió ser difícil de afrontar para él. Ahora que había terminado de gritar, las lágrimas comenzaron a correr por mis mejillas. No podía detenerlas.
De repente, Roberto lanzó algo a la bañera. Miré hacia abajo. Un anillo se hundía lentamente al fondo de la tina. Metí la mano a la tina con desesperación y por fin logré atrapar el anillo. Ah, Roberto no lo había arrojado al mar. Me había engañado. Sostuve el anillo bajo la luz y lo miré febrilmente. El grabado en la parte interior se mostraba con claridad: «Para Arturo. Liza». Ja, ja, así es. El anillo que mi madre le había dado a Arturo.
Me reí con suavidad, luego tomé el anillo entre las palmas de mis manos y lo besé varias veces. El cambio de mi humor había sido demasiado repentino. Roberto me miraba como si fuera una loca idiota. Me miró sin parpadear y dijo:
—El nombre grabado en el anillo. Liza. ¿Es el nombre de tu madre?
La sonrisa se me borró del rostro y lo miré.
-¿Cómo te enteraste?
—¿Tu mamá le dio este anillo a Arturo?
-¿Cómo lo sabías eso?
-¿Acaso es tan difícil de suponer? «Para Arturo» significa que es un regalo para él. Liza es nombre de mujer. El hecho de que estés tan inquieta significa que esa mujer debe ser tu madre. Dudo que lo estuvieras si fuera el nombre de la amante de Arturo.
-Arturo no tiene una amante -le reproché. ¿Por qué estaba hablando con él? Aún estábamos discutiendo.
La sombría mirada de su rostro se desvaneció un poco.
—¿Arturo es un viejo amigo de tu madre?
Me gusto que se refiriera a él como un viejo amigo de ella y no como su exnovio.
-Mhmm -confirmé sin pronunciar palabra.
-Con razón armaste tanto alboroto. -Su voz se suavizó un poco—. Pensé que estabas a punto de matarte por un anillo cuando saltaste al mar.
—¿Por qué lo arrojaste? Todavía tenía que ajustar esa cuenta pendiente.
—¿Quién hubiera pensado que saltarías?
¿Estaba insinuando que esto era mi culpa? Yo no iba a ganar esta discusión. A pesar de todo, el anillo no estaba perdido. Eso me hizo muy feliz. Roberto seguía en cuclillas frente a mí. Sus ojos miraban la tina sin parpadear.
Levanté la vista.. Olvidé que estaba en mi periodo. Un chorro había rezumado poco a poco por debajo de mi falta y se extendía por el agua de la bañera. Estaba avergonzada y furiosa.
-Roberto -grité-, ¡Vete ya!
Él se fue. Debería agradecerle por los altibajos que trajo a mi vida.
Me di una ducha y me puse ropa limpia. Cuando salí del baño, Roberto seguía sentado en mi cama con su ropa empapada. Lancé un chillido.
-Estás escurriendo. Ya empapaste mi cama. ¿Dónde voy a dormir?
-Puedes dormir en mi cuarto.
-Sólo una loca querría dormir en tu cuarto.
-Isabela, me he dado cuenta de que recientemente has estado levantando la voz más a menudo cuando hablas conmigo -dijo mientras se levantaba.
-Señor Prado —dijo Roberto—, me disculpo por lo que ocurrió. A mi esposa y a mí nos gusta jugar.
-Deberían abstenerse de hacerlo en el mar.
Roberto asintió, luego me jaló de la muñeca.
-Entonces, volveremos a nuestro cuarto.
Me arrastró a su cuarto y cerró la puerta en cuanto entramos. Desde la ventana pude ver a Arturo desaparecer hacia la cubierta.
—Pareces dócil frente a Arturo, como una niña obediente -dijo Roberto mientras se inclinaba y observaba mi mirada—. No sólo es viejo amigo de tu madre. Tengo la sensación de que de alguna forma está relacionado contigo.
Lo miré, luego dije:
-Te va a dar un resfriado si no te duchas pronto. No pienso cuidarte si te enfermas y mueres a bordo.
—Serías una viuda —dijo con descaro y se metió al baño.
No me di cuenta de que no había traído consigo un cambio de ropa. Le di un tirón del brazo.
-Esta vez no te ayudaré a buscar tu ropa si no la llevas.
—Casi me ahogo intentando salvarte y aquí estás quejándote tanto por tener que pasarme la ropa.
—¿Y de quién es la culpa de que tuve que saltar al mar?
-¿De quién es la culpa de que seas una idiota? ¿De verdad crees que hubieras podido encontrar el anillo si lo hubiera arrojado al mar?
-Tú no tienes ¡dea de cómo me sentí en ese momento.
-Los sentimientos no resuelven nada -dijo tranquilamente, con una sonrisa inexpresiva-. Sólo te hacen estúpida.
Solté su manga.
-Ve y báñate. No me importa cuán fuerte grites. No voy a llevarte tu ropa.
-En ese caso, hay que bañarnos juntos -dijo y luego me arrastró cínicamente a la ducha con él.
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