—¡No sé de qué demonios te ríes, Nate! —espetó el viejo Rufus, cada vez con más molestia—. ¿Te parece que da risa todo lo que te estoy diciendo? ¡¿Te parece que da risa que todos nuestros amigos y conocidos, e incluso los asociados que tenemos en la compañía, crean que el mayor de mis hijos es gay?!
Nate puso los ojos en blanco y suspiró con frustración.
—Pues sí me da risa porque ninguna de esa gente me conoce lo suficiente como para decir nada sobre mí.
—¡Pues no importa que no te conozcan, Nate! ¡Esa gente también tiene ojos y están viendo lo mismo que yo veo! ¡No tienes novia conocida! ¡Solo te pones trajecitos y corbatitas, solo andas en autos deportivos...! ¿Cuándo fue la última vez que tuviste un rifle de caza en las manos? ¿¡Eh!? ¡Contéstame! ¡Así no fue como yo te crie!
Nate bajó de un tirón el vaso de whisky que tenía en la mano y lo empujó hacia su hermano Matthew al otro lado de la barra.
—¡Ay, papá, por favor! Uso traje y corbata porque trabajo en Nueva York. Tenemos la corporación ganadera más grande del país, pero ¿adivina qué? ¡No puedo dirigirla desde Texas! Soy el CEO de esta compañía en Nueva York y allá usamos traje y corbata, y manejamos autos deportivos.
El coscorrón de su padre en la nuca lo hizo mirar al viejo ranchero con incomodidad.
—¡Pues te guste o no, tú naciste en Texas! ¡Eres el mayor de cinco varones que se criaron al mejor estilo y tradiciones del hombre tejano: con botas y troca! ¡Macho, varón, masculino, del verbo "no te agachas que hay peligro"! ¡Y bajo ningún concepto voy a permitir que nadie diga por ahí que mi hijo es un mariposón de carnaval!
Nate apretó la boca en una fina línea porque tampoco lo habían educado para replicarle a su padre, pero había cosas en las que no podía quedarse callado.
—Eso es tan homofóbico de tu parte —rezongó.
—Pues lamentablemente eso se llama tener sentido común. A lo mejor el mundo anda desmandado, pero nuestros inversores vienen por un negocio tradicional con una familia tradicional. ¡Y si tú no eres capaz de ser el ejemplo de esta familia, entonces que uno de tus hermanos se haga cargo!
—¡¿Disculpa?!
Nate lo miró como si se estuviera volviendo loco.
—¡Como lo oyes! Si quieres seguir dirigiendo esta empresa, entonces termina con las murmuraciones. Te doy un año, Nate, un año para traerme un hijo de tu sangre, hecho de la forma tradicional, porque créeme, si te metes en un banco de inseminación de esos, te juro que lo voy a saber. ¡Se inseminan a las vacas, a las mujeres se las f...!
—¡Papá! —le gritaron Nate y Matthew a la vez, y el viejo respiró entrecortadamente porque ya la ofuscación lo había puesto rojo.
—¡Pues lo que dije: un año, Nate! ¡Si en un año no me has traído un hijo de tu sangre, puedes ir despidiéndote de Nueva York y de tus maldit@s corbatas!
Rufus Vanderwood salió de allí bufando como uno de sus toros, y Nate golpeó la barra con el puño mientras Matthew ponía frente a él otro vaso de whisky.
—Bueno, hermanito, ya lo oíste. ¡A reproducirte!
***
DOS SEMANAS DESPUÉS...
—¡No! —La respuesta de Blair fue tajante—. No voy a arriesgar así a mi bebé.
—Linda, no tenemos otra opción, Nathalie es la única donante compatible contigo...
—¡Nathalie tiene ocho meses! —replicó Blair con los ojos llenos de lágrimas—. ¡Es una bebé! ¡Ya para un adulto es arriesgado un procedimiento como ese! ¡¿De verdad crees que pondría en peligro a mi hija solo para salvarme yo?!
Su tono casi llegaba a los gritos, pero la doctora mantenía la paciencia porque ya había tratado con muchas personas en su misma situación y sabía la desesperación tan grande que debía sentir.
—Entonces lo siento, querida, pero yo no puedo hacer nada más. Tendríamos que esperar a que apareciera algún donante, y eso es... Realmente es muy difícil, Blair, lo lamento.
La muchacha se cubrió el rostro con las manos mientras intentaba combatir aquel nudo en la garganta que no la dejaba respirar.
—¿Cuánto? —preguntó mientras las lágrimas caían copiosamente de sus ojos.
—Yo no podría asegurar...
—¡Sí, sí que puede! Usted ha visto esto cientos de veces. ¡¿Cuánto?!
Era duro siquiera pensarlo; pero la desesperación llevaba a las personas a tomar decisiones insospechadas. Ella era la única proveedora de su casa. ¿Qué pasaría con su hija cuando ella no estuviera? ¿Qué pasaría con su madre? ¿De qué iban a vivir? ¿Qué iban a comer? ¿Quién las iba a ayudar?
Aquellos miedos la atormentaron durante días y la mantuvieron en vela durante noches, hasta la mañana en que finalmente se arrodilló delante de su bebé y la abrazó.
—¡Te amo, mi amor! ¡Más que nada en el mundo! Mamá haría lo que fuera por ti. Y lamento si no podemos tener más tiempo juntas. ¡Te juro por Diosito que no hay nada más que quiera en este mundo que estar contigo! ¡Te lo juro, mi amor...! Pero mamita va a estar cuidándote. Te lo prometo, mi niña. ¡Te amo, te amo mucho! —exclamó besando a su hija muchas veces antes de devolverla a su cuna y salir de la casa como si fuera a otro día normal en el trabajo.
Se permitió llorar en el camino porque sabía que era la última vez que lo haría, y se detuvo delante de aquel edificio, exactamente en la curva donde los autos pasaban a mayor velocidad.
Cruzaba aquella avenida todos los días. Así que sabía muy bien que ese Ferrari rojo pasaría por allí en el mismo momento en que dio dos pasos hacia la carretera frente a él.
Nate maldijo mientras sus manos daban dos giros violentos sobre el volante y el auto derrapaba furiosamente, golpeando a la mujer que se le había metido delante. La vio caer y rodar mientras decenas de autos se detenían y todos empezaban a tomar fotos y a grabar con sus celulares.
—¡Maldición, lo que me faltaba! —gruñó entre dientes mientras se bajaba apurado y corría hacia aquella mujer.
Era un excelente conductor y había sabido evitar el impacto frontal, pero no había podido evitar golpearla con el costado del auto.
—¡Señorita, señorita, míreme, por favor! —susurró con tono ronco, tratando de ayudar a Blair a levantarse, y la muchacha se sentó aturdida, dándose cuenta de que casi no la había lastimado.
Intentó decirle algo, pero lo siguiente que supo fue que aquel hombre la levantaba en sus brazos y la subía al Ferrari, llevándola directamente al hospital más cercano.
Admitirla en urgencias fue cuestión de segundos, y en todo momento él se comportó como si tuviera la situación bajo control. Respondió a las preguntas, se mostró preocupado y confuso ante la prensa que los había seguido, y se hizo cargo de la cuenta del hospital.
Pero cuando por fin los médicos la dejaron tranquila, Nate Vanderwood cerró la puerta de la habitación y le dirigió una mirada asesina.
—¿Qué es lo que quieres de mí? ¡¿Por qué te tiraste frente a mi auto?!
Comentarios
Los comentarios de los lectores sobre la novela: BEBÉ POR ENCARGO