Soy de ese tipo de personas, que aunque me esté muriendo, no dejo que nadie lo note. O no cualquiera lo note. Más bien es eso.
— A Cristel no le parece nada porque no ha dicho nada — todas las vistas se fijaron en mi respuesta y Alexander trató de soltar mi mano y yo me aferré aún más, necesitaba su apoyo no sé por qué — si han venido a algo en concreto, terminen de exponerlo porque tenemos cosas que hacer y ciertamente, Alexander no se ve muy feliz con su visita.
Percibía un asombro colectivo que me llenaba de orgullo personal.
Estaba muy tocada por la noticia de la esposa de él y sobre todo, por la falta de información al respecto, pero eso era algo, que no dejaría que otros notaran.
Todo era entre Alexander Mcgregor y yo.
— Vinimos a visitar a mi hermano, nada más — la confirmación de que son hermanos me asombró nuevamente, pero no era quién, para saber todo de su vida.
— Pues ya me vieron, estoy como siempre y como dijo Lore tenemos cosas que hacer — respondió el comprador, sereno aparentemente.
— ¡Lore! — repitió el policía con picardía — ¿La ambulancia es porque ...? — cuestionó saliendo hacia afuera, escoltado por todos, incluso Mery y Joseph.
— Deja de hacer preguntas que no te incumben Kyle y vete — sentenció Alexander y su hermano sonrió.
— Adiós guapo. Siempre es un placer verte — dijo la morena subiendo a su patrullero y su colega se despedía de Mery con cariño. Me dió un guiño y se subió a su coche.
Ambos salieron de allí, más rápido de lo que verdaderamente requerían y nosotros tres salimos hacia la casita, mientras Mery entraba dentro de la casa.
Cuando habíamos avanzado unos metros, aún tomados de la mano, el dueño de mi vida, por el momento, dijo — Gracias...
Supongo que lo había ayudado a librarse de la evidentemente non grata visita.
— No me hables — me solté de su mano y salí casi corriendo hacia donde se divisaba la ambulancia.
En todos los escenarios que había estado últimamente, con los acontecimientos de mi vida, no me había sentido tan frustrada como en este.
Patricia Fielder, mi amiga de tantos años. Con la que compartí tantas penas y tan pocas alegrías, la única que sabe hasta lo que ni yo misma sé de mí, estaba medio muerta delante de mis ojos y no podía evitarlo.
Ya no estaba con asistencia respiratoria. Ella estaba respirando sola, pero seguía inconciente.
El hombre que me estropeaba la vida y al mismo tiempo me la resolvía, estaba detrás de mí, esperando que terminara de sollozar para darme su, peculiar apoyo.
— Piensa que podía haber sido peor — decía el, sin saber lo mucho que odiaba esa frase — está viva y lo seguirá estando, no sufras algo que aún no ha pasado. No puede estar mejor atendida y protegida.
La casita, era de todo menos una casita.
Era muy grande y en la habitación principal estaba mi amiga. Rodeada de aparatos médicos y unos cuantos especialistas en salvar su vida. Estaban allí ocupandose de ella.
No podía perderla. No me quedaba nadie ya.
Había estado evitando pensar en mis padres y en mi extraña situación para no deprimirme, pero estaba empezando a saturarme.
No había ido a visitar el sitio donde estaban finalmente las urnas de mis padres. No había vuelto a mi casa y ahora con esta situación de Patri, no pensaba hacerlo. Tenía miedo.
— Necesito estar sola — pedí, no sé bien para quien.
— Ven conmigo — resoplé alto. ¿Que parte de sola no pronuncié bien?
Me tomó de la mano y me llevó a su antojo por los jardines interminables de aquella propiedad.
Caminamos y caminamos y no veía el final de nuestro destino.
Observación exacta de la calle de mi vida ahora mismo.
Subimos una colina y sin soltarnos las manos, me llevó hasta un sitio tan hermoso que nunca pensé descubrir allí, en la propiedad Mcgregor...
Un campo de girasoles.
Me quedé asombrada. Mirando todo aquello. Cada pétalo amarillo parecía conformar un sol perfecto.
Estaba anonadada. Perdida entre tanta belleza.
— Si caminas dentro de ellas, te darán una paz y una luz que reanimará tu espíritu. Ven — me decía Alexander.
Tiró de mi cuerpo y nos adentramos entre cada flor de allí.
Eran enormes. Tallos muy altos que nos iban acariciando el cuerpo a medida que avanzabamos. Nos rozaban las hojas verdes de las plantas amarillas.
Abejas sobrevolaban el sitio y no pude evitar reír, viendo a Alexander esquivar asustado algunas de ellas.
Todo aquel amarillo nos hizo complice de su belleza y ambos en algún momento, juntamos las manos nuevamente entre las flores y corrimos sin rumbo y sin detenernos por dentro de aquel campo hermoso y colorido.
Había pasado de saturada a afortunada.
Así me sentía en aquel justo espacio de tiempo, de la mano de un hombre indescifrable y que cuando lo encontró oportuno, me llevó hacia el y me abrazó la cintura, pegando nuestros cuerpos...
— Deja que todo se vaya. Piensa que nada más que nosotros existe y que somos libres para dejarnos ver al derecho, y al reverso también — acariciaba mis labios mientras hablaba abrazado a mi cuerpo — deja que la paz fluya, olvida todo. Ignora lo que te aflige, al final del día estará ahí y podrás recuperar tu pena. Pero la alegría es más efímera, sientela y no te la niegues.
Cuando su palma llegó a mi mejilla, cerré los ojos y la pegué a su mano abierta, deseando poder sentir todo eso que sentía, para siempre.
Pegó su frente a la mía y acarició mi cintura con su otra mano. Subí las mías por sus hombros y allí en medio de aquel sin fin de girasoles, le confesé mi mayor descubrimiento...
— Eres tan maravilloso como te dejas ser un reducido número de veces — nos mirábamos conectados — pero estas veces valen mucho la pena. Es demasiado fácil y cómodo, pertenecerte y dejarme ir entre tus mundos — me seguía acariciando y yo reaccionaba demasiado entregada a su toque — te habría dado lo que hubieras pedido, si te hubiera conocido antes. Si hubiéramos sido libres y sinceros. Se siente tan bien ser tu compra, que me hubiese vendido de gratis — tracé su rostro con las yemas de mis dedos — pero llegamos tarde. No somos libres, ni puros, ni sinceros. No puedo darte nada que no hayas tomado ya y no existe el hubiera. Por eso no hay un nosotros. Porque hubiéramos sido perfectos.
Su expresión cambió y supe, que la mía también.
La verdad es un gancho directo a la conciencia. Nos pega tan duro que nos marea y en algún momento dudamos; pero cuando el impacto pasa y tenemos la valentía de afrontarla... La verdad nos hace libres.
Y en ese momento le agradecía a Alexander Mcgregor el haberme llevado hasta mi libertad.
Haber estado saturada me hizo entrar en razón y ser conciente, de que no tenía más posibilidad que dejar de soñar y esperar cosas que nunca pasarían, porque simplemente no existían.
Loreine y Alexander, no existían.
Supe que tenía que luchar por mi misma y no fallarme nunca. Que si era más objetiva que romántica, vería las cosas con claridad y esa, era la única manera de sobrevivir en el mundo de él.
Estar saturada me hizo encender la luz larga y apagar la corta, que solo me estaba encandilando la vista con opciones apasionadas que no me darían más que ganchos a la conciencia.
Lo dejé allí, tragando de su propia medicina. Nadando en su océano inacabable de enigmas no resueltos y sintiéndome más fuerte que nunca.
Vendería lo que hiciera falta con tal de ser libre.
Alexander me encerraba, solo cuando me alejara de el, sería libre...
La pregunta era ... ¿Cuánto me costaría esa libertad?
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