Dar una definición de como me sentía en aquel momento, era casi imposible. Ni en mil horas hablando lo habría conseguido.
Podía decir, resumiendo, que me sentía como una idiota. Y no solo es que me sintiera así, sino que en realidad lo era. Había sido estúpida, por dejar que pasara de todo y yo sin ver venir nada.
Me había dejado involucrar en sentimientos que eran casi inviables. Él no me podía amar y yo no debía haberle dejado saber, que lo empezaba a querer.
No me había molestado en averiguar nada de su vida, de su mujer, de su hijo, pues yo solo había confiado, equivocadamente en que él sería sincero y me diría cosas, que ni tenía porque hacerlo ni jamás mostró alguna intención de ello.
Bajé del coche y automáticamente, Dulce me miró, como tratando de entender que hacía allí. Quise saludarla pero preferí no hacerlo, pues quizás estuviera mal entendiendo, o entendiendo perfectamente, que hacía yo, dentro del auto, casa y vida de Alexander Mcgregor. El marido de su hija.
— ¿Que haces aquí bonita? — me dijo la anciana, mostrando su ya conocido carácter afable. Y una confusa certeza, de mi presencia allí.
— Es una invitada mía Dulce, vamos a mi despacho.
Entre la frialdad de Alexander y la vergüenza mía, no pude ni levantar la vista hacia la suegra del comprador, que se dejó guiar por él, mirando hacia atrás y fijando su vista en mí.
— Sube Loreine, acuéstate y descansa, le diré a Mery que te lleve el desayuno a la habitación en la mañana — me ordenaba Joseph, tomando mi codo para casi obligarme a obedecer y yo me solté bruscamente de su agarre.
— No tengo sueño. Déjame en paz.
— No compliques las cosas. Es por tu bien — dijo, caminando a mi lado, pues había decidido subir a mi habitación, pero no quería que nadie me obligara.
— Eres muy buen perro guardián — quería ofenderlo pero no parecía que lo hubiese logrado porque me dijo — un día agradecerás lo que estoy haciendo.
Nos miramos un minuto de más, mientras yo ya tenía un pie al inicio de la majestuosa escalera, lista para subir. Hice un gesto de desdén y sin decir nada más, subí las escaleras.
En algún punto del pasillo que llevaba a la habitación que ocupaba junto a Alexander, sentí murmullos en el piso de arriba... Ese al que no debía acceder.
Me detuve, miré hacia el inicio de la escalera que dirigía hacia arriba, y estuve a punto de subir, pero unos pasos me lo impidieron.
Continué mi rumbo hacia mi destino y abrí la puerta, queriendo que aquello fuera el escaparate de Narnia y pudiese desaparecer en otro mundo. Estaba tan agotada de toda esta mierda que sentía que tenía que poner de mi parte para finalizar la maldita venta a ciegas, que solo una estúpida como yo, podía haber firmado.
¿Pero es que acaso tuve escapatoria?
Me habían atacado, estaba en la calle con mil deudas incancelables y este maldito ser, me había puesto entre la espada y la pared. ¿Que sentido tenía lamentarse ahora, verdad? Firmé este despropósito, porque no tenía opción. Y ahora tocaba asumir las consecuencias.
Me despojé de mis ropas y me perdí entre las sábanas de la fabulosa cama. Desnuda, como indicaba el maldito contrato.
En algún punto de mi sueño, le sentí. Besaba mi pelo y acariciaba mis pómulos cómo solo él, solía hacerlo desde que vivía este calvario a medias, a su lado.
Cuando amaneció, desperté con el olor de las rosas. Era tan específico, que no podía dejar de reconocerlo. Una rosa blanca estaba justo a mi lado, en la almohada.
Con pesar de maltratar una belleza así, la tiré de la cama y me metí al baño. Me duché. El baño olía a él, sabía que había estado allí antes que yo.
Lavé mis dientes y sequé mi pelo. Me vestí luego y cuando estaba lista para salir, sentí la puerta de la habitación cerrarse. Alguien había salido.Cuando ví lo que había en la cama supe quién.
Mery me había dejado el desayuno, marcando un evidente límite... No quería que bajara a desayunar. Aún así, yo no me quedaría aquí metida.
— No puedes hacerlo y lo sabes. Tengo contratos de todo lo que compro y te obligan a callarte. Vete y espera dos semanas. Solo dos semanas más y tendrás tus respuestas. Será ella quien decida.
— En dos semanas es tu cumpleaños.¿Que harás entonces?¿Serás capaz? — ella inquiría y yo no llegaba a entender de qué demonios hablaban.
— Vete y déjame solo. No interfieras más, yo sé lo que hago.
— Puedo ver qué estás enamorado y ella no se lo merece. Ninguna de las dos lo merecen y acabarás destrozado y las destrozarás a las dos. Recapacita por el amor de dios.
— ¡Que te largues! — alzó la voz, girandose hacia la puerta y la señora y yo, nos quedamos impactadas, por su grito y por el cruce de nuestras miradas.
El no supo que decir cuando me vió, pues su perplejidad lo delataba y la anciana tenía los ojos muy abiertos, estaba impávida.
Yo por mi parte, decidida cómo iba, terminé de acercarme a la puerta, empujé lo que quedaba por ser abierto y pasé a ser yo, la perpleja.
Allí, como en cualquier hospital de lujo, estaba una mujer, su mujer asumí, acostada, con un respirador artificial y muchos equipos médicos que la asistían, siendo monitorizada por aparatos sofisticados y al fondo se veía que también había personal médico que la asistían, y una Mónica muy nerviosa miraba lo que sucedía en el umbral de aquella puerta.
Su mujer era rubia, con apariencia muy cansada y ojos verdes tristes cargando algunas lágrimas pues sus equipos de ventilación no le permitían expresar en palabras su dolor.
Por más que trataba de explicarme lo que sucedía aquí, solo podía mirar a la mujer en aquella cama, que evidentemente llevaba allí, más tiempo del que estaba dispuesta a admitir. Un ambiente así, no se creaba en horas.
Él, podía verse por su expresión que estaba asustado de mi reacción y no sé por qué haría algo así, pero estaba claro que lo hacía. Se veía que le importaba mucho mi opinión, pero yo no podía dejar de preguntar una sola cosa, de entre tantas que podía querer saber, había una, que no me iba a limitar a exponer... Y que podía encerrar bastante significado.
— Tú... ¿Qué clase de persona eres?
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