—¿Y tú qué crees? —Tomás le lanzó una mirada gélida—. Debes sentirte feliz de que escaparas con vida hoy. Rápido, prepara un buen vino y sírveselos tú mismo. Pero recuerda, el jefe supremo no quiere que su identidad sea revelada.
—Lo entiendo, Señor Lamarque.
Temblando de miedo, Carlos salió para hacer todos los arreglos. Mientras tanto, cuando Jaime y los otros regresaron a la habitación privada, se quedaron en silencio. Todavía se estaban recuperando de la impresión que el hombre, quién se acababa de disculpar con ellos con humildad, era el infame Tomás.
¡Plaf!
De pronto, Santiago se propinó una bofetada a sí mismo. Cuando sintió el insoportable dolor, murmuró:
—Esto es real. No es un sueño. ¿Cómo es posible?
Santiago todavía no podía creer lo que sucedió. En cuanto a los otros, estaban igual de perplejos.
—Jaime, ¿conoces a Tomás? —le preguntó con incredulidad María.
Hace poco, Jaime parecía no tener miedo. Además, él golpeó a uno de los hombres de Tomás. A pesar de eso, Tomás no estaba, en lo más mínimo, molesto cuando llegó.
Ante la pregunta de María, todos se dieron la vuelta para mirar a Jaime. Si en realidad, él conocía a Tomás, en definitiva, ellos estarían en aprietos. Después de todo, lo habían estado ridiculizando, mientras todo esto sucedía.
—Yo no. —Jaime negó con la cabeza.
Sin embargo, María aún estaba desconcertada.
—Si no lo conoces, ¿por qué fue tan amable con nosotros?
—Para ser honesto, nunca me había reunido con Tomás antes. Pero, tengo un amigo, quien dice que es cercano a él, y que ellos comen juntos con frecuencia. Tal vez mi amigo ha mencionado mi nombre o le mostró una fotografía mía antes. Es por eso por lo que pudo reconocerme en cuanto me vio.
En ese momento, esta era la única razón plausible que podría ocurrírsele. Si no, no había forma en que pudiera explicar por qué había orinado sus pantalones.
Ante esta explicación, de pronto, todos comprendieron lo que sucedió.
Aunque este incidente había terminado, ninguno de ellos estaba de humor para continuar de fiesta. Después de todo, sus pantalones apestaban a orines. Justo cuando Santiago estaba a punto de marcharse con el resto. Carlos entró de pronto con sus hombres.
Al verlo, el rostro de Santiago palideció, mientras que los demás retrocedieron de miedo. Sintiendo su pánico, Carlos les tranquilizó.
—Escuchen todos, lamento mucho lo sucedido. Fue mi culpa por no aclarar la situación. Además, me gustaría compensarlos con dos botellas de Louis XIII. Por favor, disfrútenlas y siéntanse en libertad de hacerme saber si necesitan cualquier otra cosa.
Comentarios
Los comentarios de los lectores sobre la novela: El despertar del Dragón