EL ERROR QUE CAMBIÓ NUESTRAS VIDAS romance Capítulo 17

Las palabras de Ninibeth golpearon a Salomé como si le hubieran dado con un mazo en el estómago, sacándole todo el aire. Se detuvo en seco, sintiendo cómo las lágrimas amenazaban con brotar de sus ojos. Las acusaciones y la crueldad de la mujer eran difíciles de soportar, pero Salomé no iba a permitir que la desestabilizara.

Respiró profundamente y se volvió hacia Ninibeth con determinación. A pesar de la tristeza y la rabia que la embargaban, decidió mantener la compostura y responder con firmeza.

—No tienes derecho a hablar así de mí, ni a juzgar los motivos de mi relación con Conrado. No conoces nada sobre nosotros, ni sobre lo que estamos pasando, ni viviendo. No permitiré que tus palabras me afecten. Yo estoy aquí en principio porque él me estaba ayudando por agradecimiento al donarle sangre a su hija, pero esas circunstancias cambiaron… y para tu información Conrado no quería que volviera a donar por ahora, si decido hacerlo es porque Conrado me importa, como también su hija, y voy a ayudarlo en todo lo que pueda, no por ninguna otra razón. Así que te pido que te guardes tus comentarios hirientes y malintencionados y te ocupes de tus propios asuntos.

Ninibeth quedó desconcertada por la respuesta decidida de Salomé. No esperaba que ella se defendiera con tanta determinación y fortaleza.

Su sonrisa siniestra se desvaneció gradualmente, dejando espacio a la sorpresa y a una pizca de inseguridad.

—Tú... no sabes de lo que es capaz Conrado —murmuró Ninibeth, retrocediendo unos pasos—. Si no me quieres creer averigua por ti misma, agradece que solo quería abrirte los ojos, pero tu tarde o temprano conocerás la verdad, veremos qué opinas cuando eso suceda.

Sin decir una palabra más, Salomé dio la espalda a Ninibeth y continuó su camino hacia la salida. No permitiría que los intentos de la mujer por desequilibrarla tuvieran éxito. Tenía claro cuáles eran las intenciones de ella y no se dejaría detener.

Al llegar a la calle, Salomé respiró profundamente y sintió cómo la brisa acariciaba su rostro. Aunque las palabras de Ninibeth aún resonaban en su mente, decidió dejarlas atrás y concentrarse en lo que realmente importaba: ir a donarle sangre a Grecia y conocerla.

Mientras caminaba hacia la verja, la señora Cleo la alcanzó.

—¡Señora Salomé! —gritó la mujer y ella se detuvo.

—¿Dónde va? —la mujer se dio cuenta de que parecía estar siendo entrometida y quiso aclararle—, lo que pasa es que el señor dejó a Loras para que la llevara donde usted quisiera ir.

—Entiendo, pero no me quiero ir con él —dijo apenada.

—¿Por qué? ¿Acaso la trató mal de alguna manera?

—¡No! —explicó enérgicamente—, es que seguro debe tener instrucciones de Conrado de decirle cada uno de mis pasos, y quiero hacer algo de lo cual no deseo que se entere, por lo menos no por ahora.

En el rostro de Cleo se dibujó una expresión contrariada.

—¿Y qué le hace pensar que yo no le diré? —inquirió con seriedad.

—Porque voy al hospital a donar sangre y conocer a Grecia, sé que usted ama a la niña, ella necesita sangre, no puede esperar mucho tiempo… yo me siento bien y donaré.

—Pero eso puede ser peligroso —refutó la mujer.

—Yo estoy bien… por favor guárdeme el secreto hasta que yo le diga, la vida de esa pequeña corre peligro, escuché a Conrado preocupado, y yo no puedo permitir que ella siga corriendo peligro —susurró y terminó convenciendo a la mujer.

—Está bien, no diré nada, por ahora su secreto está a salvo conmigo.

—Muchas gracias —le dijo Salomé tomando su mano.

—Le llamaba también para entregarle este estuche que el señor le dejó —le informó Cleo.

Salomé tomó el estuche que Cleo le entregó, frunciendo el ceño, lo abrió cuidadosamente y en su interior encontró varias tarjetas de crédito con su nombre impreso en ellas, así como algunas otras que no conocía. También había una gran cantidad de efectivo que podía ver a través del acetato del estuche.

No sabía qué esperar de Conrado, pero sabía que no podía permitirse depender de él económicamente. Si algo había aprendido de la relación con Joaquín es que no debía depender de nadie, porque no sabía cuándo la podían decepcionar, prefería empezar a trabajar por su cuenta, sin embargo, se encargaría ella misma de entregárselo y dejarle las cosas claras.

Guardó el estuche en su bolso, se despidió y se apresuró a ir al hospital. La idea de conocer a Grecia la había llenado de emoción, pero también de temor. No sabía cómo lidiar con esas emociones

—Mamá —dijo la pequeña Fabiana a quien llevaba en los brazos.

—Tranquila mi pequeña, vamos a ver a Grecia, es la hija de Conrado y está enfermita… ojalá nos dejan pasar.

—¿Ecia?

—Sí, mi amor, Grecia.

Salomé tomó un taxi y se dirigió al hospital, durante el trayecto se preguntó numerosas veces si Conrado aprobaría eso que estaba haciendo, también pensó en las palabras de Ninibeth y negó con la cabeza.

—No dudes Salomé, él te ha demostrado que eres más que una bolsa de sangre, te ha ayudado, ha conectado con Fabiana, la cuida.

Llegó al hospital y pasó directamente al banco de sangre, para su alivio, estaba un personal distinto al día que donó.

—Vine a donar sangre para la niña Grecia Abad.

—¿Ha donado antes? —ella negó con la cabeza—, vamos a hacer los análisis y de allí, pasamos a hacer la donación, la niña la acostaremos a un lado suyo.

Después de cuarenta y cinco minutos procedieron a comenzar a sacarle la sangre para su donación, un par de minutos después, se sentía mal, todo le daba vueltas, justo en ese momento el médico de Grecia llegó, ante la noticia de una donante, caminó hacia donde ella estaba y la reconoció enseguida.

—¿Qué cree que está haciendo? ¿Desea acabar con su vida? ¿Sabe lo peligroso que puede ser esto? —inquirió en tono de reproche el médico, interrumpiendo la donación—, esto no es juego.

—Pero es que Grecia lo necesita —replicó ella.

—Lo sé, pero no puede hacer las cosas a costa de su propia vida, ¿Acaso no piensa en su hija? ¿Si le pasa algo que será de ella?

Aunque Conrado no dijo nada, salió más rápido que como había entrado, ella lo conocía lo suficiente para saber que estaba molesto.

Y así era, llegó a un lado del auto y le dio una orden al chofer.

—¡Bájate! Yo manejo.

El chofer iba a sentarse atrás y Conrado negó con la cabeza sin quitar esa expresión de molestia en su rostro, manifestada en una mueca en su boca.

—No necesito guardaespaldas hoy, voy solo ¡Te dije que te bajaras! —habló en tono seco.

El hombre bajó, Conrado se subió al puesto de piloto y arrancó el auto a toda velocidad.

—Eres más idiota de lo que imaginé Salomé, si llegas a volver con ese desgraciado, que no le importó echarlas a la calle a tu hija y a ti como si no tuvieran importancia —articuló en voz alta, mientras golpeaba con la palma de la mano una y otra vez el volante, sin poder ocultar su molestia.

La rabia bullía en su interior como la fuerza de un volcán, de solo imaginarse a Salomé con el otro hombre, estaba a punto de enloquecer, aceleró más el auto deseando borrar esos pensamientos y llegar pronto al hospital para ver a su hija, porque solo ella podía calmarlo.

Estacionó el auto y caminó por los pasillos del hospital a la habitación de su hija, con pasos firmes y rápidos como si estuviera siendo perseguido por ciento de demonios

Al llegar a la habitación de Grecia, se detuvo en seco y sin dejar de sorprenderse, al encontrarse con una escena inesperada.

Salomé estaba allí, cantándole a la niña junto a la pequeña Fabiana. Su voz resonaba suavemente en la habitación y parecía calmar a su hija, quien lucía radiante con una sonrisa, la cual tenía mucho tiempo que no veía, no pudo evitar la emoción que surgió de su interior.

Conrado se quedó inmóvil en la puerta, observando la escena con una mezcla de sorpresa, alegría, gratitud y amor, porque no sabía cómo, pero sentía que esas tres damitas en frente de él, eran su vida.

Nunca imaginó que Salomé tomaría la iniciativa de visitar a Grecia sin que él se lo pidiera. Verla allí, cuidando de su hija y haciéndola sonreír, despertó en él un sentimiento de admiración, aprecio y alegría, y supo que esa mujer se estaba colando lentamente en su sistema, en su piel, su mente, ya no concebía ni quería hacerlo, la vida sin tenerla a ella a su lado.

Decidió no interrumpir el momento y se acercó silenciosamente, observando a Salomé y a las dos niñas. Por fin, Salomé notó su presencia, levantó la mirada, y sonrió, aunque sin dejar de cantar, encontrándose con los ojos de Conrado.

Hubo un instante de tensión y emoción en el aire, pero ninguno de los dos dijo una palabra.

Conrado se acercó lentamente y se sentó a un lado de Salomé. Ambos miraron a Grecia, que estaba más tranquila y parecía estar disfrutando de la compañía. La habitación estaba llena de las suaves melodías que Salomé seguía cantando.

Sin embargo, Salomé de pronto sintió que el aire le faltaba, todo a su alrededor se oscureció y terminó desmayándose, pero antes que pudiera golpearse, Conrado la sostuvo entre sus brazos.

—¡Un médico, por favor! —exclamó preocupado.

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