El hombre palideció, pero no soltó el vaso.
—¿Quién eres? —interrogó y se quedó viéndolo con atención.
El hombre guardó silencio, tragó grueso, nervioso, porque sabía que ese individuo junto a él, no era fácil engañar, y así fue, pese a estar disfrazado con una barba, Conrado se quedó viéndolo y una chispa de reconocimiento se dibujó en su rostro.
—¡¡Eres Kistong!! El asistente de Graymond —no fue una pregunta, sino una afirmación— ¡¿Qué diablos haces aquí?! ¿Por qué quieres ese vaso dónde bebió mi esposa?
Como el hombre no pronunciaba palabra, Conrado apretó más la mano de Kistong y este se retorció de dolor, tratando de liberarse del agarre firme de Conrado.
—No pienso decirte nada, déjame en paz —respondió con voz entrecortada.
Conrado apretó mucho más su agarre, dejando claro que no se iba a detener fácilmente.
—¡¡¡No me provoques!!! Te voy a triturar la mano, te aseguro que no te conviene, no soy un hombre fácil de lidiar —dijo apretando su mandíbula—, ese vaso tiene el ADN de mi esposa, ¿qué piensas hacer con él? Habla o voy a llevarte a las autoridades y arrastraré tanto el nombre de tu jefe que no volverá a entrar a este país, será el hombre más poderoso del mundo, pero no lo es de aquí —señaló sin titubeo y ningún ápice de temor en su expresión.
El hombre intentó mantener la calma, pero la presión y la amenaza en la voz de Conrado, lo intimidó, suspiró profundo y comenzó a hablar.
—Solo estaba recogiendo pruebas, no tienes por qué preocuparte. No es asunto tuyo.
Conrado frunció el ceño, sintiendo un escalofrío recorrer su espalda.
—¿Pruebas de qué? ¿Qué estás tramando? No te atrevas a intentar hacerle daño a mi esposa. Te lo advierto, pagarás las consecuencias.
Kistong supo que Conrado no lo dejaría hasta saber la verdad.
—Le diré toda la verdad, pero no aquí, vamos a otro sitio porque alguien podría reconocerme —dijo el hombre resignado y Conrado asintió.
En ese momento el celular de Conrado repicó, vio que se trataba de su esposa y atendió.
“¿Dónde estás? Las niñas están inquietas y quieren irse, además, tú y yo tenemos una conversación muy seria”.
—Lo sé mi amor, pero ha surgido algo importante que debo atender, lo resuelvo y regreso a la casa para que hablemos, voy a llamar a Melquiades o a Loras, para que te acompañen, créeme, es absolutamente necesario —señaló y ella pudo percibir la preocupación en su voz.
“¿Qué ocurre?”
—Nos vemos en casa en un par de horas y te explico. Cuídate mucho y a las niñas, las amo.
Conrado colgó el teléfono, le mandó un mensaje a Melquiades y volvió su atención a Kistong, quien parecía cada vez más incómodo bajo su agarre.
Conrado soltó finalmente a Kistong y se subieron al auto.
—Vamos a mi oficina, allí hablaremos.
Kistong asintió sintiéndose aliviado, una vez en la oficina, Conrado lo invitó a sentarse.
—Empieza a hablar. ¿Te mandó Graymond a hacer esto?
—¡No! Él ni siquiera sabe que estoy haciendo esto —pronunció el hombre con sinceridad.
—¿Lo estás traicionando?
—¡No! Después que él me contó la historia de su vida, decidí hacer esto. Él estuvo enamorado de Graciela Vidal, una mujer que era dama de compañía, se enamoró locamente y ella lo engañó, la encontró con otro hombre. Me mostró la fotografía de esa mujer y parece gemela de su esposa, la única diferencia es que Salomé tiene los ojos verdes como Graymond y su madre los tenía ámbar. Por eso decidí investigar la conexión entre Salomé y mi jefe, aunque él me lo prohibió, pero algo me dice que ellos tienen un vínculo muy cercano.
Conrado frunció el ceño, intrigado por las palabras de Kistong.
—¿Estás diciendo que Graymond es el padre de Salomé?
Kistong suspiró y comenzó a relatar todo lo que sabía..
—Después de él contarme toda su vida, me constaba creer que una mujer que decidió irse a vivir con un hombre, de la noche a la mañana, ya no lo quisiera y le hiciera eso… investigué que pasó con ella, conseguí algunos testigos, ellos dicen que ella recibió dinero de unas personas, pero luego de ese día desapareció. Fui al orfanato y la mujer que recibió a la niña ya no trabajaba allí, la busqué a su casa y dijo que recuerda que la madre de Salomé no la dejó tirada, se la entregó en sus manos, le dijo que cuidara de la vida de su hija que debía alejarla para ponerla a salvo… que un día volvería por ella y fue en ese momento que se quitó la cadena y se la colocó… la mujer se veía destrozada, según la testigo, algo debió pasarle para no regresar, por eso necesito el vaso de Salomé, a ver si puedo sacar su muestra para comparar con mi jefe, creo que es su padre.
Conrado escuchó atentamente, sintiendo cómo cada pieza del rompecabezas comenzaba a encajar.
—Entonces, Salomé es la hija de Graciela y Graymond.
Kistong asintió.
—Necesitamos la prueba, por eso debe darme el vaso, solo que no sería bueno darle falsas expectativas a su esposa… por favor, no le diga hasta que no estén los resultados.
—Respóndeme algo ¿Fue tu jefe quién mandó a destruir el salón para el evento de mi esposa?
El hombre negó.
—Mi jefe no es un hombre 100% bueno, ni 100% malo, él está formado por matices, hay momentos en que ha sido cruel, otras piadoso, ha arruinado a gente y ayudado a otros, pero si de algo debe estar seguro es que su lucha por ayudar a la gente de escasos recursos es verdad… y ahora sé que eso tiene que ver por lo que a pesar del tiempo aún siente por Graciela… ella debió meterse a dama de compañía para salvar la vida de su madre y con todo y eso no pudo hacer mucho… y él ayuda a jóvenes que pasan por situaciones similares a las que vivió ella, creo que de forma inconsciente es su manera de honrar su memoria, eso es lo que lo mueve y lo hace seguir adelante.
Conrado se quedó pensando en las palabras de Kistong, tratando de procesar todo lo que había descubierto. Finalmente, asintió.
—Está bien, te daré el vaso. Pero necesito que me prometas algo a cambio.
Kistong lo miró expectante.
Conrado asintió y se despidió de él, luego se giró hacia sus hombres de confianza, los miró intensamente.
—Necesito la ayuda de ustedes, y para eso quizás es hora de que ustedes dos regresen a donde pertenecen —dijo Conrado con seriedad.
Dino y Melquiades se vieron las caras, porque para ellos siempre habían estado bajo perfil, nunca habían dado indicio de su origen.
—Señor, no sé de qué está hablando —declaró Dino con una sonrisa nerviosa.
—¿Acaso tiene que ver con lo de los niños ricos? —dijo Melquiades tratando de disimular.
—Dejen de fingir ya, sé quiénes son, Bernardino Coll y Justin Melquiades Bellomo.
Conrado notó la sorpresa en sus rostros al mencionar sus verdaderos nombres. Había hecho su tarea y sabía que uno era exmiembros de la mafia estadounidense, y el otro de una familia de los militares más peligrosos de los Estados Unidos y que habían huido de sus países de origen para escapar de su pasado.
—Entiendo que hayan querido dejar su vida atrás, y jamás se los hubiese revelado de no estar en peligro mi familia.
Los ojos de Dino y Melquiades se abrieron sorprendidos. No podían creer que Conrado hubiera descubierto su verdadera identidad. ¿Desde cuándo? Se preguntaron.
—¿Cómo lo supo? —preguntó Dino, su voz temblorosa.
Conrado les dirigió una mirada firme.
—Lo sé desde siempre, desde que llegaron aquí, los observé, noté su comportamiento, me di cuenta de ciertos detalles que no encajan con la imagen que han creado. Además, la forma en que se desenvuelven en situaciones de peligro y su lealtad hacia mí... eso no se aprende fácilmente ¿No es así?
Dino y Melquiades se miraron entre sí, asintiendo lentamente. No tenían más opción que revelar la verdad.
—Sí, señor. Somos quienes está pensando —admitió Melquiades, con una mezcla de nerviosismo y determinación.
Conrado asimiló la información, siempre supo que tenía a dos profesionales altamente capacitados a su disposición.
—¿Es necesario que regresen para hacer algo o lo pueden hacer desde aquí? Solo necesito enfrentar a Sergio Costelli y sé que tras él hay una red criminal. Mi familia está en peligro y no puedo hacerlo solo.
Dino y Melquiades intercambiaron una mirada, comprendiendo la gravedad de la situación.
—Estamos a su disposición, señor. Haremos lo que nos pida para proteger a su familia y enfrentar a Costelli —aseguró Dino, con su voz llena de determinación.
—Lo mismo digo —afirmó Melquiades.
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