La condición de Alfredo era bastante complicada y, por ese motivo, era que los reconocidos médicos no sabían bien qué hacer. Solo describir la enfermedad le llevó mucho tiempo a Conrado.
A las seis de la tarde, después de que Roxana salió de trabajar, fue a la residencia Quevedo sola, siguiendo la dirección que le había dado su colega. La persona que abrió la puerta fue un hombre de mediana edad con uniforme de mayordomo.
—Hola, ¿quién es usted? —le preguntó con cortesía, mirándola.
Roxana sonrió.
—Hola, soy la médica que ha venido a tratar al gran señor Quevedo. Llamé más temprano.
«¿Alguien tan joven está capacitada para hacerlo?». Aun así, no expresó sus dudas y, después de un momento, la invitó a pasar.
—Como es la médica, por favor, entre. —Se dio vuelta y la guio.
A Roxana no le importaba que dudara de ella. Uno de sus principios era que antes de tratar a un paciente, aceptaría cualquier forma de desconfianza. Siguió al mayordomo al patio. La estructura y la decoración del patio parecían elegantes y mostraba con claridad que la familia Quevedo era una familia a la que le importaban las apariencias. Después de que entraron a la mansión, el mayordomo le hizo un gesto para que se sentara en el sofá.
En la escalera, Luciano hizo una pausa y entrecerró los ojos hacia la mujer sentada en el sofá. Tenía la mirada fija en ella, como si estuviera tratando de confirmar algo. Cuando la joven miró para otro lado, su mirada ensombreció. «¡De verdad es Roxana! Creí que era otra persona. ¿Por qué está aquí?». Estaba un poco desconcertado, pero lo ocultó.
—¿Qué sucede, Luciano? —le preguntó el hombre frente a él cuando se detuvo.
—No es nada, sigamos —respondió de forma impasible tras apartar la mirada después de escucharlos.
El hombre frente a él asintió con desconcierto y continuaron bajando las escaleras.
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